«Menuda salvajada, así no se construye una patria», exclama Gorka al enterarse de que ETA ha asesinado a Txato, un tranquilo empresario y otrora amigo de su padre. Mientras, en otra escena, un cura de encendido nacionalismo, don Serapio, justifica la lucha apelando a la defensa de una identidad de añeja data, representada por un territorio (Euskal Herria), una cultura y una lengua (euskera).
Pero el rechazo rotundo del joven, a pesar de que su hermano Joxe Mari sea un gudari (soldado etarra) y de que él sufrió en carne propia el violento allanamiento del hogar familiar, ejecutado por la policía política del estado español, representa el cansancio y el disgusto de un pueblo herido y dividido entre dos visiones absolutamente contrapuestas.
El llamado «conflicto vasco» podrá tener muchas aristas, pero, como ese mismo personaje, un muchacho sensible y entregado a la poesía, le dice a su hermano que está en la prisión: «Tú estás ahí por lo que hiciste. En cambio, ¿qué he hecho yo para merecer mi condena?». Y esa condena a la que alude es el régimen de inseguridad y miedo, de rencillas y odios, que llevan viviendo por varias décadas los habitantes de la comunidad autónoma vasca, donde se ha ido configurando un «país de callados», en el que la mayoría de los jóvenes no ven mejor opción que irse, partir en busca de futuro hacia otro lugar.
Un escenario que otro personaje, luego de perder a su hijo en brumosas circunstancias, describe así: «Todos mienten. La policía miente, la izquierda abertzale miente. A nadie le sirve la verdad». Esa verdad esquiva, fragmentada por los poderes en disputa, por los anhelos divergentes dentro de una misma comunidad y por los testimonios dispares del dolor y de las vivencias guardadas en la memoria de los individuos, con sus ansias de revelaciones y también de secretos, es, precisamente, lo que intenta reconstruir Patria.
Con ese título salió, primeramente, la novela de Fernando Aramburu, que se ganó el fervor de los lectores, para recibir el premio Francisco Umbral al Libro del Año, en 2016, y el de los críticos, que le otorgaron el Premio Nacional de Narrativa de España 2017. Y en septiembre del pasado año se estrenó una versión producida por la cadena HBO España, a modo de miniserie en ocho capítulos (de 55 minutos cada uno), con un autor de éxitos televisivos como El príncipe y Vivir sin permiso, Aitor Gabilondo, en el papel de showrunner.
A simple vista parecía misión imposible, porque la novela tiene más de seiscientas páginas, abarca tres décadas de convulsa historia y está estructurada como un relato coral, con nueve personajes principales. Sin embargo, la serie pudo hacerse realidad, y con un resultado destacado, a pesar de que su trama total, calidoscópica, solo podía delinearse mediante recurrentes saltos temporales, en procesos de analepsis y prolepsis, que permiten el entrecruzamiento de los recuerdos y acciones cotidianas de los miembros de las dos familias amigas que terminan enfrentadas por la situación política.
Si su origen vasco —es un donostiarra, natural de San Sebastián— ya propiciaba a Gabilondo un conocimiento y una cercanía vivencial ideales para esta tarea, su experiencia como guionista hizo el resto. Para halar los hilos y desenrollar la madeja, toma como punto de partida la crucial fecha del 20 de octubre de 2011, en que ETA anuncia el cese definitivo de su actividad armada y una anciana visita la tumba de su marido muerto a balazos y le advierte al difunto que regresará al poblado donde vivían antes del atentado.
Encarando la suspicacia de los habitantes, recelosos de que revuelva el pasado, y en especial, el encono de su examiga íntima Miren, la madre de Joxe Mari, el encarcelado y probable ejecutor del crimen; Bittori se asienta en el lugar de su tragedia desoyendo la advertencia de los hijos Xavier y Nerea, empecinada en saber los hechos verídicos del día infausto.
Ella intentará, al principio, recibir ayuda de Joxian, antiguo compadre del Txato, y en una declaración de intenciones le dirá: «Si estás sufriendo, ¿cómo vas a olvidar?». Pero no será el pusilánime patriarca del clan rival quien le permitirá tender un puente, sino la desgraciada hija Arantxa, atada a una silla de ruedas tras un accidente cerebrovascular, cuyo sentido común y ternura mayúscula la empujan a dar el paso adelante para proveer la paz interior a Bittori y una posibilidad de redención para su propia familia.
Sabedor de que la trampa de la sensiblería planea sobre un argumento como este, Gabilondo maneja con astucia las claves del melodrama, y encuentra en el misterio que rodea al asesinato un leitmotiv al que regresar, a cada rato, pulsando la cuerda del thriller político. A la capacidad de manejar un presupuesto suficiente como para ofrecer una cuidada puesta en escena y una hechura de visualidad cinematográfica, el donostiarra adiciona una sobresaliente dirección de actores, en la que principales y secundarios exhiben una calidad pareja.
Aun así, en este aspecto cabe subrayar las actuaciones de Elena Irureta (Bittori) y Ane Gabarain (Miren). Cargando, la primera, con el mayor peso dentro del drama, y teniendo que balancear entre sus dos caras: la de vieja enferma y de apariencia frágil, pero voluntariosa y de carácter tozudo. En tanto, la segunda debe sacar a relucir toda la amargura de quien sobrelleva inconforme su vida y sepulta un sentimiento de culpa detrás del amor al hijo y de la férrea —y forzada— convicción política.
Excelente es también la interpretación de Loreto Mauleón (Arantxa), obligada a extraer la emoción interna a un rostro afectado por la parálisis. Y vale mencionar, para el toque de orgullo nacional, que en el rol secundario de Celeste, la cuidadora del personaje anterior, aparece la cubana María Isabel Díaz, la protagonista de Una novia para David (1987) y El viaje extraordinario de Celeste García (2018), lo que demuestra el aprecio que la pantalla española le tiene desde que fuera chica Almodóvar, en Volver (2006).
Todo este esfuerzo estuvo a punto, sin embargo, de irse a pique en las semanas previas al estreno de la serie. Nada que ver con las expectativas, siempre cautelosas, de los lectores de un libro glorioso cuando este es llevado a la pantalla. Fue el cartel promocional con el que la cadena empapeló las calles el que desató la polémica, al mostrar una imagen dividida justo al medio: de un lado estaba la mujer bajo la lluvia que sostiene el cadáver del esposo; y del otro, el joven desnudo y vejado por la policía. ¿Acaso pretendía la serie equiparar ambos bandos y señalarlos a la vez como víctimas y verdugos?
Aramburu, en la novela, no intenta erigirse en juez supremo de la historia, autorizado a distribuir las imputaciones y los indultos. No busca exonerar ninguno de los horrores de la razón política ni quedar bien con tirios y con troyanos. Su pretensión es descender de las tribunas y colocarse al lado de los individuos, escuchar sus voces dispersas y encontradas, y trazar desde esos relatos de la pérdida y el desaliento una ruta para la reconstrucción del vínculo humano y comunitario.
Y Aitor Gabilondo elige serle fiel en su apuesta televisiva, cual lo demuestra sobremanera la escena definitiva. Finalmente, las dos mujeres se encuentran, frente a frente, en la plaza del pueblo, se miran a los ojos; vendrá luego el abrazo antes de que cada una prosiga su camino, en direcciones opuestas. No puede haber olvidos, parece decirnos Patria, pero el sendero de la reconciliación nunca podrá labrarse sin que exista el perdón.