Para la grabación, se recomiendan los micrófonos de
Peter Strickland sobre The Sonic Catering Band
contacto para las tablas de picar; los micrófonos
telefónicos para la vibración de la batidora y dos micrófonos de acompañamiento en soportes para la
panorámica estéreo de cualquier utensilio de cocina (los
auriculares son opcionales).
Peter Strickland, ese sol del mundo sensual
El del británico Peter Strickland puede considerarse un cine del extrañamiento y el incordio sensorial, que resume y rezuma horror surrealista, absurdo, grotesco, psicodelia e ironía de una acritud tan sutil como intensa, quizás a veces hasta insoportable.
Resulta igualmente un cine que vuelve sensual la realidad, o más bien propone realidades sensuales, densamente lúbricas, de atmósferas sofocantes y sobresaturadas de deseo —en el sentido más amplio de esta noción. Territorios estos habitados por seres cohibidos que se ahogan bajo el peso irrespirable de sus represiones; descolocados, dislocados, en azorada deriva en medio de los mundos que les resultan a cada minuto más anómalos y ajenos.
Con su segundo largometraje, Berberian Sound Studio (2012), Strickland se zambulle en apnea en las simas más pavorosas e ignotas del sonido, enalteciendo a la vez a este muy subvalorado recurso fílmico y validándolo como una de las claves primordiales del cine de terror. El protagonista, Gilderoy (Toby Jones), entra en una dimensión de extraña sensibilidad, que no está más allá del espejo, sino embozada tras cada sombra, luz y vibración de su propia realidad, y la va emponzoñando con su ubicuidad furtiva.

The Duke of Burgundy (2014) explora un mundo más autónomo y autosuficiente de naturaleza ginecocrática y lesbocrática, cuya ambigüedad epocal remite a un siglo XX genérico, donde se funden de manera simultánea los signos de varias décadas. En este contexto allende los espejos, abiertamente alternativo a la noción «realista» de la realidad, las parafilias y los juegos de roles sadomasoquistas están naturalizados y forman parte orgánica de la escala de valores sociales. La entomología se apunta como otra práctica axial de dicho matriarcado fetichista, que tiene por el mundo de los insectos una inclinación sensual poco o nada disimulada.
In Fabric (2018), su cuarto largometraje, se desliza con sutileza de satín hacia un territorio de mayor nitidez horrífica, camp y cine B —aunque Berberian Sound Studio ya homenajeaba directamente al giallo italiano de los sesenta y setenta— con su historia de brujas que regentan una tienda de alta costura y sobre un vestido asesino que provoca la perdición y la muerte a quien lo adquiera y use. El diálogo visual y discursivo con la icónica Suspiria (1977), de Dario Argento, es tan evidente como disruptivo, hasta sarcástico y paródico si se quiere. Es una cinta ampulosa y provocativa a la vez, que seduce con la fuerza de diez femme fatale.
Los que comemos por la oreja
En febrero de este año, la 72 Berlinale estrenó en su sección Encuentros el cuarto largometraje de Strickland: Flux Gourmet (2022), donde continúa campeando en el territorio de la creación artística y los sonidos, como ya hizo en Berberian Sound Studio, pero derivando hacia las artes visuales, hacia el campo del performance, en pos de retar, reformular y descoyuntar la percepción que sobre la comida se tiene comúnmente, y del propio arte.
El alimento, además de sus valores nutritivos, descuella como uno de los universos sensoriales más amplios. Su miríada de sabores y olores proponen a los sentidos del gusto y el olfato experiencias que pueden llegar a ser reveladoras, plenamente orgásmicas. Pero su incorporación al imaginario mitopoético de Strickland y a la esfera sensual donde opera con su cine no se debe precisamente a sus atributos sensoriales más evidentes.
El autor propone «escuchar» la comida, traer a primer plano la relevancia que tienen los sonidos propios de los ingredientes, su elaboración, mezcla y cocción en los procesos de alimentación humana y en todos los rituales culturales derivados de esta práctica esencial para la vida, a través de la extrapolación al redil cinematográfico de un proyecto personal performático: The Sonic Catering Band, con el que desde hace años intenta precisamente acercarse al mundo de los sonidos desde la comida, desde las diferentes sensaciones que la elaboración culinaria puede provocar en los oyentes de sus espectáculos.
Según su web oficial[1], el proyecto fue fundado en 1996 por Strickland y otros amigos, y continúa activo con una profusa producción discográfica, disponible online, que contiene varias de las «recetas» eminentemente vegetarianas grabadas por la banda: las cuatro ediciones de The First Supper (La primera cena), Cold Turkey (Pavo frío), Bodypop, Frostbite, Kitchen Utensil Ploy. Interculinary Dimension (Truco del utensilio de cocina. Dimensión interculinaria), Disco Brunch, entre otros muchos fonogramas más.
Los diferentes menús son cableados y conectados a equipos electrónicos que amplificarán, mezclarán, distorsionarán y modularán, a modo de crónica sonora, la alquimia de sus transmutaciones en productos cuya índole es más cultural que propiamente alimentaria. Los ingredientes en estado crudo serán violados, masacrados, sometidos a la voluntad de los artistas y exhibidos como final escarnio, en lo que podrían considerarse espectáculos de gore vegetariano.

El acto de elaborar los alimentos deviene entonces orgía sensorial, maelstrom sonoro, éxtasis y sensualidad. El sonic catering, como corriente artística, elevaría lo afrodisíaco a nuevas dimensiones, donde dejaría de ser propiedad exclusiva de contados productos, ganando en absoluta universalidad; así, todos los alimentos detonan potentes cargas de profundidad en los puntos neurálgicos del deseo, y abren las puertas al mundo sensual con potencia alucinógena. Como si todos los órganos, miembros, orificios, músculos y vellos del cuerpo humanos fueran potenciales fuentes de orgasmos. Una simple caricia detonaría múltiples cargas lúbricas.
En Flux Gourmet, la filosofía y el gesto artístico de The Sonic Catering Band se expanden en cada lugar donde esta modalidad performática es ampliamente practicada por numerosos artistas, capaces de matar, literalmente, por ser financiados, becados, premiados con una residencia, como sucede con el trío coprotagónico de la cinta, cuyo nombre oficial no acaba de ser definido por su líder, Elle di Elle (interpretada por Fatma Mohamed, gran omnipresencia y amuleto en todas las películas de Strickland), quien basa su arte en su agreste relación de amor-odio con los otros dos miembros: Lamina Propria (Ariane Labed) y Billy Rubin (Asa Butterfield).
Tal indecisión de nombrar, etiquetar, generar una identidad cerrada, se opone a la expansiva identidad de lo no clasificado, de lo bastardo y desconocido, que engendra y comprende todas las posibilidades en su insondable abismo. La incapacidad de Elle para bautizar y sedimentar su proyecto es una suerte de resonancia de la propia y telúrica dialéctica en que se ve envuelto el antitético conjunto, increíblemente amalgamado por sus perennes discordancias.
Durante el período de su residencia en la excéntrica institución regida por la aún más bizarra mecenas Jan Stevens (Gwendoline Christie), Elle, Lamina y Billy apenas pueden seguir los ritmos de su propia y desesperada búsqueda creativa, cuya dialéctica se desplaza por una cuesta cada vez más inclinada. El arte como obsesión, autodestrucción y vórtice suicida.
El entorno cerrado de esta especie de sucursal «stricklaniana» de la novela Jakob von Gunten, de Robert Walser —adaptada al cine por los hermanos Stephen y Timothy Quay en la película Institute Benjamenta, or This Dream People Call Human Life, de 1995— o quizás hasta del mismísimo Sanatorio de la clepsidra, de Bruno Schulz —adaptada por Wojciech Jerzy Has en su película homónima de 1973—, cataliza una incontrolable reacción alquímica exotérmica al someter a fuertes presiones las paranoias, deseos, rencores, inseguridades, obsesiones y sobre todo los vacíos de los personajes; y más aún, el vacío ignoto absoluto que yace en el corazón del universo, la humanidad y el arte. Esta última se revelaría como un intento desesperado por encontrar sentido a lo que nunca lo ha tenido, pues no hay nada más patético que el acto de significar, de reducir a burdas nociones los significantes libres.

Para el trío, para Jan Stevens y para el dossierge Stone (Makis Papadimitriou), el deseo se desboca a raudales entre performance y performance, entre intento e intento vano por controlar las fuerzas en pugna. Las frustraciones estallan entre receta sonora y receta sonora. En las licuadoras de Elle di Elle, lo que está arriba ya no es igual a lo que está abajo, lo que está abajo termina mezclándose promiscuamente con lo que está arriba. Las emociones son regurgitadas, a la vez que los ácidos gástricos se descontrolan e invaden el plano de las emociones y los sentimientos, de los odios y miedos.
En tanto el arte revela su nada a los performers, más desesperadamente se exploran nuevas formas de esta, para dar con la que niegue definitivamente tal sensación abismal. Una colonoscopía a Stone, aquejado de la enfermedad celiaca —que pudiera considerarse una fobia corporal a la comida, una insensibilización del organismo a los mundos sensuales que le proponen los alimentos—, y practicada por el tremebundo doctor Glock (Richard Bremmer), se convierte en un performance apreciado por quienes asisten a las exclusivas funciones. A las rutinas alimentarias de Elle di Elle se contrapone entonces la indagación en los vacíos del cuerpo sin lubricidad.
Todos los personajes de Flux Gourmet son inconscientes intérpretes de un performance mayor conducido por un artista que pudiera ser Dios o el diablo, o básicamente Strickland, en quien pudieran mixturarse ambas esencias. Son ingredientes lanzados a una redoma ardiente, batidos, triturados, cocidos, licuados, pulverizados y finalmente destilados en sonidos, sensaciones y deseos esenciales; para terminar siendo devorados por las orejas como Dios o el diablo o Strickland manda.