Cuando Leda Caruso (Olivia Colman), de quien no se conoce todavía su nombre, se desploma en las arenas de una playa (en la isla griega de Spetses), en los inicios de La hija oscura (The Lost Daughter, 2021) —el debut en la dirección de la actriz Maggie Gyllenhaal—, el espectador no sabe aún de quién se trata y qué es lo que le sucede a ese personaje. Sencillamente, es otra interpretación de la Colman. Drogada o alcoholizada, se deja caer acorde a la situación. El suceso para la trama será significativo, pero no lo es para un premio Óscar a lo Judi Dench en Shakespeare in Love (John Madden, 1998). En honor a la verdad, la Dench lo obtuvo por mejor actriz de reparto. Colman, luego de haberlo ganado como mejor actriz por La favorita (Yorgos Lanthimos, 2018), volvió a estar nominada en la misma categoría por The Lost Daughter.
Basada en la novela homónima de la guionista, novelista y traductora italiana que escribe con el seudónimo de Elena Ferrante (Nápoles, 1943), y adatada por Gyllenhaal, la película en líneas generales tendría como tema la maternidad, pero el asunto estará representado y jalonado por el enfrentamiento entre ética y egoísmo y mentira, entre lo que está bien o lo que está mal. Pero la ética no toma partido sino cuando la situación es límite para la protagonista. Pues antes de entrar en conflicto e incluso cuando este está a punto de estallar, la estabilidad de su mundo se rige por cuanto ella decidió obviar o reajustar según ha sido su vida. Aun así, habiendo pasado por semejante experiencia, a uno le pudiera costar entender cómo pudo llegar tan ecuánime y hasta exitosa en su profesión (maestra y especialista en literatura italiana) al casi medio siglo de vida.
En realidad, ¿qué tanto le pudo afectar que desapareciera una hija (Bianca) que parece ahora recordar en esa otra niña (Elena) que se extravía en la playa? Los flashbacks muestran su preocupación, aunque también los titubeos frente a la maternidad. A ratos es como si prefiriera a Martha, su segunda hija. Sin embargo, por culpa y expiación, Leda habla más de Bianca. Arrastra entonces el pasado con un dolor que sabe disimular, como cuando al hablar con Will (Paul Mescal), el joven trabajador, acerca de su hija mayor, la describe, sin aparente contrariedad, en el presente. Por ejemplo, al comparar a ambas en un momento de la conversación, dice: «Martha (…) piensa que le di lo mejor de mí a Bianca. Se siente desfavorecida. (…) Pero Bianca es totalmente diferente, ella nunca se permitiría sentirse desfavorecida. Absorbe todo de mí. Mis destrezas secretas». Will tampoco dirá todo. Él se aprovecha de su encanto para reafirmar una lograda seducción.
La recurrencia a montajes alternados revela el actual comportamiento de Leda. La madre que presume ser es la manifiesta negación de lo que fue en su juventud. «A veces temo no poder cuidarlas», le declara a su marido. Mas, deseando haber cambiado, le asoman vestigios de la mujer que era. Repárese si no en la escena de asco, cuando aprieta en su pecho la muñeca ajena que robó, de la que brota un líquido análogo al vómito de un bebé.
El personaje de Colman se identifica con Nina (Dakota Johnson). Es testigo constante del trato entre Nina y su hija. «Papi se fue y lo descargas conmigo», le dice a Elena en una tienda donde se encuentran con Leda. Ya deja mucho que desear: al cogerse la muñeca de la niña, la protagonista es consciente de que puede zanjar la situación, y no obstante se aguanta y no la devuelve. Piensa en su carga personal e intenta sentirse bien con ella misma. La previa opinión de Will concerniente a que los familiares y allegados de la niña Elena son malas personas pudiera advertirse aquí y entrar en consonancia con la disposición de Leda. La muñeca es un objeto que la relaciona a su modo con su vivencia. Se resiste a entregarla. Nuevas preguntas la colocan en una posición límite. La memoria de la mamá que fue la golpea hasta desestabilizarla.

¿Ser madre sin quererlo o porque no quedaba más alternativa? El conflicto de The Lost Daughter se aísla y colisiona hasta dialogar con el presente de la nueva familia, que, de muchos modos y mediante variaciones críticas, se vincula con compromisos «invariables» de cómo debería ser una madre ante su esposo, la familia y la sociedad. Desde el principio, la trama deja ver su insistencia, a veces evidente; en otras, encubierta, sobre la búsqueda de la felicidad. ¿Tener hijos es la garantía de bienestar? ¿Acaso casarse bastará para esas cuotas que favorecen el sosiego individual?
Llega el instante en que la película se desprende no de ese retorcimiento mujeril, sino de esa postura patriarcal y machista en que la directora evita incurrir con pleno cuidado. El atrevimiento es espontáneo cuando en otro suceso del pasado, Leda y su esposo le permiten la entrada a una pareja de senderistas y hablan de los hijos y de la libertad de emprender un proyecto de vida, o al menos una aventura a contracorriente. Se le escucha afirmar a la chica madura: «Nos obligan a hacer tantas estupideces. Incuso desde niños». Lo ha dicho en un contexto de aparente armonía y rutina marital. Leda le cuestiona: «¿Nos obligan?». La invitada generaliza hasta personalizar y le confiesa: «Sí. De todo lo que nos pasó, en lo que conmigo tiene que ver, es lo único desde que nací que tiene sentido». Lo que parece un mero recuerdo u otro más con estos visitantes inesperados, será decisivo para el futuro de Leda. La pareja de recién llegados, que se ha desprendido un tiempo de sus «sucesores», exterioriza simpatía y admiración por las hijas de Leda. Una de ellas es capaz de susurrar un fragmento de «La crisis», de Wystan Hugh Auden. Tiende a mediar cierta distancia a propósito de considerar los valores de quienes desconocemos. La visitante y Leda se acarician con amistad. Se muestran un afecto que parece ancestral.

No descuida la cineasta la profesión de Leda Caruso, profesora de literatura y lingüística, si bien no es algo en lo que insista hasta la ocasión en que uno pueda percatarse de que ella, al ser más joven, entusiasmó a un colega a través de un ensayo. Reflexiones dignas de sapiosexualidad, correspondencia que incitara la atención primera de la senderista aludida y quedara a la sazón en sapiofilia. Este aspecto es llamativo si se repara en cómo la Leda actual quiso ganarse a Will cuando dialogaron en el bar. Aunque no buscara conquistarlo, ella deseó saber no obstante si su madurez podía interesar al joven. Pues no es casual que en diferentes escenas la llamen vieja y trague en seco. Asistimos por ello a un relato donde se atiende además a la repercusión del paso de los años en la visión de los hechos, empezando por el del envejecimiento, no tanto físico cuanto de las actitudes. La alternancia entre los dos tiempos lo confirma. Pues influye mucho en la Leda del presente lo que solía ser y hacer. El careo pudiera ser indirecto, pero al fin y al cabo también es careo, a medida que la belleza y lozanía de Nina se vuelven próximas a Leda.
A riesgo de consumar más spoilers, hay que concordar en que resulta muy significativa la secuencia de la caminata de la protagonista por el bosque en que se aprecian todos esos carteles clavados en árboles, donde se señala la recompensa para la persona que encuentre y devuelva la muñeca. Aunque no juzgue, Leda extiende su mirada frente a tamaña preocupación. Ello supera las acciones de la propia Leda en relación con el incidente de su juventud. Pero es al espectador a quien le toca confrontar todo lo que ve.