A José Galiño, insustituíble.
De pronto, la bandada de pájaros aparentemente inofensivos que aguarda en las afueras de la escuela ataca a la profesora y los niños, que corren por un camino para huir de sus agresivos picotazos, y el sonido estridente de su aleteo se une a los chillidos de los aterrorizados muchachos… Una mujer que ha asesinado a su marido y espera impaciente en la terraza de un café parisino a su amante, es interrumpida por un amigo que le habla sin parar, pero nunca escuchamos lo que le dice, solo los atormentados pensamientos de ella… Un coreógrafo en crisis apenas puede concentrarse en la lectura colectiva del libreto del próximo espectáculo; absorto en sus pensamientos, solo el sonido de su lápiz sobre la mesa de la sala de reuniones ocupa toda su atención… Un niño forzado a crecer por la guerra experimenta todo su horror cuando queda momentáneamente sordo por los efectos de un bombardeo nazi…
Citamos solo cuatro ejemplos de magistral utilización del sonido: Los pájaros (The Birds, 1963), de un Alfred Hitchcock cada vez más interesado en su uso expresivo y en limitar al mínimo la música, lo que le condujo a generar los ruidos de las aves en computadora; Ascensor para el cadalso (Ascenseur pour l’échafaud, 1957), de Louis Malle, en los albores de la nouvelle vague; All That Jazz (1979), brillante autobiografía de Bob Fosse, y la extraordinaria Ven y mira (Idí i Smotri, 1985), de Elem Klimov.
Es excepcional que la crítica contemporánea —no obstante la apabullante calidad de los equipos en las salas de exhibición— cite en sus reseñas la función ejercida por el sonido en el cine. Incluso, respetadas revistas especializadas como la española Dirigido por excluyen el crédito de sonido en las fichas técnicas que publican al final de cada crítica. Si no lo cree, intente recordar el nombre de algún sonidista célebre con la misma celeridad con que evoca realizadores, intérpretes, compositores… A un siglo de su irrupción para marcar un antes y un después en la historia del cine, el sonido es, para muchos, el gran ignorado, y a los sonidistas les corresponde el papel de héroes anónimos, cuya contribución inconmensurable a determinadas películas ni siquiera se menciona.
Un ejercicio que recomiendo al impartir algunos cursos de apreciación cinematográfica es aprovechar la posibilidad de ver una película, y luego de ese primer visionado en que recibimos la avalancha sonoro-visual realizar un segundo acercamiento solo desde el punto de vista del sonido. Es entonces que descubrimos la riqueza de la banda sonora y la poderosa integración de los elementos sonoros a la narrativa audiovisual, que, por supuesto, trasciende la música más o menos efectiva. «Los críticos suelen preocuparse del relato, de los actores, de la imagen, pero raramente se ocupan del sonido. Para que tal cosa ocurra, es preciso que los críticos y el público escuchen»[1]. Así expresó Michel Fano, compositor y sonidista francés, uno de los defensores furibundos de la significación del sonido, quien trabajó junto al novelista Alain Robbe-Grillet en varias películas, entre estas El hombre que miente, y que fue pionero en el empleo de nuevas técnicas de grabación en documentales como Crónica de un verano, de Jean Rouch y Edgar Morin, y en títulos tan afamados como La religiosa, de Jacques Rivette, y Un hombre y una mujer, dirigido por Claude Lelouch. En una entrevista concedida en una de sus estancias en la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV) de San Antonio de los Baños, declaró:
«Existen dos categorías de filmes: la película de consumo corriente, para el gran público, en la que casi es imposible hacer sonido interesante, porque el público está esperando un tipo de sonido determinado para un tipo de situación, y si tú les muestras o le haces oír algo distinto a lo que él está esperando, entonces ya no es una película popular. La segunda categoría agrupa aquellas películas que nosotros llamamos “cine de autor”, cine en el cual el realizador considera la imagen y el sonido tan importantes como la historia, como los filmes de Alain Resnais, Jean-Luc Godard y Robbe-Grillet»[2].
Fano se formó en tiempos en que la Nagra, esa grabadora portátil diseñada en 1950 por el ingeniero de origen polaco Stefan Kudelski, devino protagonista tan señalada de la nueva ola francesa, como el Jean-Pierre Léaud de Los cuatrocientos golpes o la pareja Belmondo-Seberg en Sin aliento. Las virtudes de ese equipo de grabación, que no exigía demasiado personal para utilizarlo, y su ligereza, incentivaron el uso del sonido directo tan defendido por Godard y otros integrantes de ese movimiento demoledor de estructuras caducas. Ellos exploraron todas las posibilidades ofrecidas por el sonido, como una suerte de «tercer discurso» que contribuye con algo diferente a lo aportado por la imagen.
«En Hiroshima, mi amor, el sonido nos explica lo que está pasando por la mente de la protagonista —aclara el eminente profesor Fano—. Sin embargo, no se trata de poner cualquier sonido en una imagen. Sería ridículo que cuando se está sirviendo café en una taza se escuche el sonido de un automóvil, pero justamente hay que reservar algunos momentos del filme para penetrar en el inconsciente de los espectadores. Esta es la diferencia entre el cine de gran consumo y el cine de autor (…). En las películas de autor, el realizador se reúne con el ingeniero de sonido para ver las posibilidades que existen para elaborar un sonido creativo, más allá del buen uso de las herramientas»[3].
Un creador de la talla de Hitchcock, luego de haber hecho un espléndido uso de la música, optó por combinar el interés en controlar el sonido con la capacidad técnica de generarlo, en La ventana indiscreta (Rear Window) y Los pájaros. Luis Buñuel, Robert Bresson y Andréi Tarkovski, entre otros, apelaron a la expresividad del silencio o, como señala el experto sonidista mexicano Samuel Larson, egresado de San Antonio de los Baños: «Abogaban por un uso más “orgánico” de la música, particularmente la extradiegética»[4]. Además, menciona que, para el genial autor de Viridiana, la mejor música de cine es el silencio, y que el orfebre de Pickpocket en sus Notas sobre el cinematógrafo confiesa que poco a poco suprimió la música y se sirvió del silencio como elemento de composición y como recurso de emoción. El artífice de Stalker preconizó el reemplazo de la música por sonidos «en los que el cine descubre constantemente nuevos niveles de significación»[5]. Sin olvidar los sólidos tanteos de Jacques Tati en Playtime con los sonidos ambientales en función de la narrativa fílmica, de igual modo que el de los vehículos en Traffic. Larson ha estudiado en profundidad —y la secuencia inicial de Érase una vez en el Oeste (1968), de Sergio Leone, constituye un ejemplo elocuente—, el modo en que los sonidos incidentales y ambientales concebidos desde el propio guion «plantean acciones y situaciones cuyas consecuencias sonoras colaboran fuertemente de manera eficaz, poderosa y orgánica con la narrativa y la expresión»[6].
Evocamos de inmediato ese segmento de un clásico del western spaghetti, pero nunca a Fausto Ancillai, su editor de sonido (y de otros títulos de Leone), como también de gran parte del cine de autor producido en Italia: Antonioni (La aventura), Pasolini (El evangelio según Mateo), Bertolucci (Novecento), Fellini (Y la nave va)… Quién rememora al francés Pierre-André Bertrand cuando cita Un condenado a muerte se escapa, de Bresson, a su coterráneo Antoine Bonfanti con una carrera de medio siglo (Muriel o el tiempo del retorno, El último tango en París, La noche americana…) o al germano Adolf Jansen, quizás el mejor sonidista europeo en los primeros cincuenta años del cine, que laboró con Fritz Lang en M. Frente al esplendor logrado por la cámara de Gregg Toland en El ciudadano Kane olvidamos el nombre de James G. Stewart, quien grabó antes del rodaje los diálogos en un disco que se ponía en el set con el fin de que los actores doblaran sus voces en busca del mayor verismo. Gordon K. McCallum, que laboró en muchos clásicos, entre estos Las zapatillas rojas y Peeping Tom, pasó de operador de boom a mezclador de Blade Runner. Y por mucho que se esfuerce en recordarlo, nunca acudirá a su memoria el nombre del sueco Owe Svensson, quien contribuyó con Tarkovski para lograr la atmósfera sonora exigida por El sacrificio luego de trabajar a las órdenes de Ingmar Bergman (Gritos y susurros, Cara a cara, Sonata de otoño, Fanny y Alexander).
Solo cuando la crítica valore en toda su dimensión el papel determinante desempeñado por el sonido en conjunción con las imágenes para generar un relato en la mente del espectador —el sonido creativo distante del dócil acompañamiento de lo visual— se rendirá homenaje y tributará respeto a los sonidistas. Sobre ellos recae tanta responsabilidad en el resultado de una obra cinematográfica como en el guionista, el director de fotografía, el editor o el reparto escogido.
[1] Michel Fano: «El montaje sonoro entendido como música». Enfoco, no. 26, mayo 2010, p. 46.
[2] Idem, p. 47.
[3] Ibid.
[4] Samuel Larson: Pensar el sonido, Centro Universitario de Estudios Cinematográficos, Universidad Nacional Autónoma de México, 2010, p. 144.
[5] Citado por Larson de Esculpir el tiempo: Ibid., p. 197.
[6] Ibid., p. 205.