Aunque se produjo en 1969, el filme musical español La vida sigue igual se estrenó en Cuba tres años después, hace justo medio siglo. De inmediato se transformó en la película más popular exhibida en Cuba en ese año, 1972, en el marco de los años setenta y posiblemente en todos los tiempos, porque además de provocar las más monumentales aglomeraciones que se vieran jamás en los cines del país, el filme se paseaba todos los años por las salas de segunda mano y de barrio, de modo que el placer que le provocaba a miles de cubanos se renovaba constantemente y parecía inextinguible.
Una vez que fue colapsando en los noventa la tupida red de salas cinematográficas con que contaba la capital, la película fue heredada por la televisión, y desde entonces hasta ahora los programadores suelen retransmitirla por lo menos dos veces al año. Para los especialistas y estudiosos del cine en la isla, vino a ser un misterio la explicación de un idilio tan prolongado entre los espectadores y este melodrama con canciones que, en ningún otro país, disfrutó de tan desbocada e imperecedera preferencia. En este texto intentamos exponer las razones que provocaron la reacción afectiva que se desplegaba en Cuba, y sigue desplegándose, desde el momento en punto en que una pantalla se ilumina con el primer plano de Julio Iglesias, a contraluz, cantando a toda voz aquello de «yo canto a la vida, a las gentes, yo canto al amor, a un río que nace, a un niño, yo canto a una flor».

Primero, intentemos recordar los hitos cinematográficos de 1972 en el mundo para discernir qué estábamos viendo los cubanos y qué parte nos estábamos perdiendo. En febrero, Yves Montand lamentaba que Jean-Luc Godard no le concediera la suficiente cantidad de primeros planos en Tout va bien; se estrena un musical que cambia los derroteros de este género, Cabaret, de Bob Fosse, y Stanley Kubrick publicaba en The New York Times un artículo defendiendo A Clockwork Orange de las críticas por violencia excesiva. (En Cuba se vio, en contadas ocasiones, muchos años después). En marzo, se estrena en Europa la producción franco-británica El asesinato de Trotsky, de Joseph Losey. En abril, la revista Variety anuncia que The Godfather ha recaudado 26 millones en taquilla, más que ningún otro filme anterior, y Hollywood hace las paces con Charles Chaplin cuando le entrega un Óscar honorario por su contribución inapreciable al arte cinematográfico. En mayo, el Festival de Cannes premia dos filmes de contenido político, El caso Mattei, de Francesco Rosi, y La clase obrera va al paraíso, de Elio Petri. En junio, George Lucas comienza el rodaje de American Graffiti y Alfred Hitchcock regresa a su país para rodar el filme criminal Frenesí. En julio, Jane Fonda recorre Vietnam del Norte y se dirige a las tropas norteamericanas con fuertes críticas al gobierno de Nixon. En octubre, I raconti di Canterbury, de Pier Paolo Pasolini, es secuestrada por la justicia italiana, y dos meses después estalla el escándalo y la censura para El último tango en París, de Bernardo Bertolucci. La mayor y mejor parte de estas películas se vieron en Cuba, cuando se vieron, muchos años después de producidas. Entonces, ¿qué era lo que estábamos viendo los espectadores cubanos en 1972, además de La vida sigue igual?

Es importante imaginar el contexto cinematográfico del país donde La vida sigue igual causó inigualable alboroto. Comencemos por tratar de precisar qué cine veíamos, y qué películas hacía el ICAIC. En la selección de las diez mejores películas exhibidas en Cuba durante 1972, según la prensa cinematográfica nacional, una selección donde evidentemente brilló por su ausencia la recordada película española, se eligieron cuatro títulos soviéticos, dos cubanos, dos italianos (Sacco y Vanzetti, de Giuliano Montaldo, y Confesión de un comisario a un juez de instrucción, de Damiano Damiani), uno norteamericano (El valle del fugitivo, de Abraham Polonsky) y uno boliviano (El coraje del pueblo, de Jorge Sanjinés).
Con todo y su marcada preferencia por el cine de denuncia, el drama social y el cine crítico o combativo, más o menos cercano a los tópicos y al concepto del héroe del realismo socialista, la selección sería impecable si una de las cuatro muy relevantes películas soviéticas elegidas (Tío Vania, de Andrei Mijalkov-Konchalovsky; El dominio del fuego, de Daniil Khrabrovitsky; El rey Lear, de Grigori Kozintsev, y El comienzo, de Gleb Panfilov) hubiera cedido el puesto a la gigantesca Solaris, de Andréi Tarkovski, excluida en aquel momento. Sin embargo, debemos agradecerles a los críticos amantes del realismo socialista en versión didáctica que se atrevieran a descartar las partes IV y V de la épica Liberación, de Yuri Ózerov, porque en 1971 apenas resistieron la tentación y seleccionaron entre lo mejor del año las partes I, II y III. También se quedaron fuera de la clasificación, injustamente, la hermosa y existencialista Los abedules (Andrzej Wajda, Polonia); la crepuscular pero todavía provocativa El arreglo (Elia Kazan, Estados Unidos) o la reflexión histórica sobre el fascismo que entraña El jardín de los Finzi Contini (Vittorio de Sica, Italia).

Respecto a los filmes cubanos elegidos, para tener idea además del tipo de cine que se estaba haciendo en Cuba, estaban los documentales No tenemos derecho a esperar, de Rogelio París, una suerte de panorama sobre las construcciones sociales e industriales en Cuba entre 1970 y 1972, con la singularidad de que el autor da muestras de una cierta impaciencia por la lentitud en la aplicación de las soluciones a las enormes dificultades que plantea el socialismo en un país subdesarrollado; y De América soy hijo y a ella me debo, de Santiago Álvarez, el recuento del viaje de Fidel Castro a Chile en noviembre de 1971, además de un panorama crítico sobre la explotación imperialista en América Latina. También se estrenaron en 1972 el docudrama de sesgo patriótico Páginas del diario de José Martí, de José Massip, y la crispada, alegórica y difícil Una pelea cubana contra los demonios, dirigida por Tomás Gutiérrez Alea. Ninguna de las dos fue considerada lo suficientemente importante como para ser elegida entre las mejores del año.
En 1972 también se produjeron los largometrajes Girón, de Manuel Herrera, y ¡Viva la república!, de Pastor Vega; ambos, estrenados al año siguiente, figuraron entre los mejores exhibidos en 1973. Además, también se concluyó el segundo largometraje de ficción dirigido por Humberto Solás, Un día de noviembre, que fue engavetado por la dirección del ICAIC, por considerarse inoportuno en ese momento, hasta su tardío estreno en 1978. Además, el cine cubano también incursionaba en el género musical, pero a través del documental, mediante la filmación de los ballets Edipo Rey (Antonio Fernández Reboiro, 1972), y Nos veremos ayer noche, Margarita (Juan Carlos Tabío, 1972). Y si La vida sigue igual biografiaba a un cantante español todavía principiante, en Cuba el musical documental se consagraba a potenciar nuestros valores culturales a través del excelente Hablando del punto cubano (Octavio Cortázar, 1972), mientras que otro de nuestros principales creadores, Nicolasito Guillén Landrián, devenido personaje problemático, terminaba su filmografía en Cuba con tres obras: Nosotros en el Cuyaguateje, Para construir una casa y Un reportaje sobre el puerto pesquero, las tres producidas en 1972.

Aquella Cuba, a juzgar por las ediciones semanales del Noticiero ICAIC Latinoamericano, que seguramente acompañaron los centenares de exhibiciones de La vida sigue igual por todo el país, se hablaba de variadísimos temas cercanos a la gente, tal vez demasiado cercanos como para no soñar con un romance a todo color y pletórico de canciones. Entre los temas del Noticiero, en 1972, estaba la construcción del parque Lenin, de viviendas en Alamar y de vaquerías en el valle de Picadura. Se le dedicaba tiempo a la campaña de vacunación contra el sarampión, a la construcción de carreteras en el Escambray y de la autopista Sur de Oriente, a la presa Zaza, a la Serie Nacional de Béisbol con la final entre Industriales y Azucareros, a la demolición del barrio Cayo Hueso, a las medallas de oro que Cuba ganó en la olimpiada de Múnich. También se menciona la aparición de los apagones por exceso de demanda, se celebra la primera jornada de la cultura soviética (en consonancia con la entrada de la isla caribeña en el CAME); Salvador Allende visita Cuba, y Sara González y Eduardo Ramos presentan, con el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC, la «Canción de los CDR». En televisión, se pasaba una versión de Cecilia Valdés, dirigida por Carlos Piñeiro y protagonizada por Obelia Blanco, Miguel Navarro y Mario Balmaseda, mientras que, en el espacio de Aventuras, salía al aire Los comandos del silencio, de Eduardo Moya, con tema musical de Silvio Rodríguez, cantado también por Sara González.
Luego del Primer Congreso de Educación y Cultura, celebrado en 1971, los círculos artísticos, especialmente teatrales y literarios, padecieron la tristemente recordada parametración, que significaba la expulsión de sus trabajos, con el consiguiente baldón de antisocial y contrarrevolucionario, para todos aquellos que no cumplieran los parámetros establecidos para la conducta y la moral revolucionaria. Así, se disponía la exclusión de todos aquellos que manifestaran «excesiva» admiración por la cultura occidental, desde las melenas y la minifalda hasta todo lo que oliera a Los Beatles, Led Zeppelin y el resto de sus congéneres anglosajones. Julio Iglesias no tenía problemas. Cantaba en español y es gallego. Ya le llegaría su cuarto de hora cuando, sin que nadie sospechara siquiera las razones, sus canciones desaparecieron de la radio durante, por lo menos, ocho o diez años. Solo fue restituido en los años ochenta, sin que nadie explicara los motivos de su retirada ni de su regreso.

Respecto al cine español que veíamos en Cuba, en el mismo 1972 se exhibieron también la esperpéntica El extraño viaje, de Fernando Fernán Gómez; el drama biográfico Goya, de Nino Quevedo, y la comedia sexy El monumento, de José María Forqué. En vistas de que se dificultaba la compra de entretenimiento a lo Hollywood, el cine español venía a ser sucedáneo, con la ventaja de comunicarse a plenitud con los cubanos no solo gracias al idioma común, sino también a una herencia cultural omnipresente en todas las manifestaciones del arte y la vida cotidiana.
En 1972 yo tenía nueve años, y por alguna razón no pude ver La vida sigue igual ese mismo año. Seguramente las interminables colas delante de los cines espantaron a mi madre, que nos llevaba al cine a mi hermano y a mí, cuando podía. No obstante, recuerdo con claridad haber visto, ese mismo año, junto con mi hermano mayor, otras películas de franco entretenimiento, como las aventuras soviéticas La corona del imperio ruso (Edmond Keosayan, 1970), en el cine Belisa; la fantasía checa El príncipe Bayaya (Antonin Kachlik, 1971), en el cine Alfa; el dibujo animado japonés El imperio submarino (Takeshi Tamiya, 1971), en el Arenal; y el oeste español Manos torpes (Rafael Romero, 1970), también en el Belisa. Ninguno de esos cines existe ahora.

Varios años después del bullanguero estreno, mi madre decidió enfrentarse a las interminables colas que ocasionaba cada nueva exhibición de la película. Nuestro encuentro con Julio Iglesias y sus canciones debe haber ocurrido, calculo yo, entre 1973 y 1975, pero sí recuerdo claramente que fue en el cine Record, de Marianao, en la última tanda, luego de estar un par de horas de pie esperando que se vaciara la sala de los remolones que querían verla dos o tres veces, y pagar por una sola tanda. Todavía hoy, algunos trabajadores del ICAIC vinculados a la Distribuidora Nacional de Películas rememoran que el filme volvía a circular por los cines de barrio cada vez que estaban flojas las recaudaciones en taquilla, creando así una suerte de duradero y espontáneo fenómeno cultural del que apenas se daba noticia en los medios oficiales.
Cuando La vida sigue igual se estrenó en Cuba, Julio Iglesias casi la había olvidado con el mareo de una fama que comenzaba a ser universal. Su canción «Un canto a Galicia», extraída de su segundo álbum, Por una mujer, ocupaba los primeros lugares en las listas de éxitos de América Latina, Europa, norte de África y Medio Oriente, y llegó al número uno en Alemania y Francia. Además, recibió el premio como el mayor vendedor de discos en el mundo de su compañía, Columbia Discos. El álbum Por una mujer contenía otros exitazos, casi todos baladas románticas, como «A veces llegan cartas» y «Río rebelde».

Antes de la película, en 1971, Julio Iglesias había conseguido vender su primer millón de discos y realizar su primera gira por América Latina (México, Panamá y Puerto Rico); viaja por segunda vez a Japón y graba en japonés una versión de «Como el álamo al camino». Pero todo ello ocurrió después del estreno en España, en 1969, de La vida sigue igual, en la cual aparecen canciones que también figuran en su primer álbum, titulado Yo canto: el primer corte es precisamente «La vida sigue igual», seguida por «Tenía una guitarra», y en la cara B aparecían «Yo canto», «Alguien que pasó», «En un barrio que hay en la ciudad» y «Chiquilla», todas incluidas íntegramente en la banda sonora de la película, todas hermosamente orquestadas por uno de los músicos españoles más importantes de esta época, el maestro Waldo de los Ríos.
Aparte de la calidad musical y el romanticismo del puñado de canciones incluidas en la banda sonora, La vida sigue igual formaba parte de aquella operación comercial conocida como «cine de cantantes», muy popular en los años sesenta y setenta, en tanto se consideraba la puesta al día del cine musical español, frecuentemente aferrado a las folclóricas (desde Imperio Argentina hasta Lola Flores y Sarita Montiel), a los niños prodigios (Joselito, Marisol, Rocío Dúrcal), la zarzuela (La verbena de la paloma) y el flamenco (Los Tarantos, El amor brujo, Carmen). El cine de cantantes pretendía asumir la modernidad de los años sesenta y así fabricaba tramas simples, adecuadas para que los intérpretes de moda incursionaran en la gran pantalla cantando sus principales éxitos. Así, dispusieron de varias películas musicales, más o menos populares en los años sesenta y setenta, Raphael, Manolo Escobar, Massiel, Los Bravos, el dúo Dinámico, Joan Manuel Serrat, y por supuesto, Julio Iglesias.

En nuestras carteleras, La vida sigue igual fue precedida en 1970 por dos filmes musicales: Las Leandras (dirigida también por Eugenio Martín y con Rocío Dúrcal) y Cantando a la vida (dirigida por Angelino Fons y protagonizada por Massiel). En 1973, nos llegaron La cera virgen (dirigida por José María Forqué y protagonizada por Carmen Sevilla) y Solos los dos (dirigida por Luis Lucía y protagonizada por Marisol). Las cuatro mencionadas fueron grandes éxitos de taquilla, incluso La cera virgen se mantuvo durante años en el enorme cine Jigüe, pero ninguna de estas ocasionó el culto irrestricto y permanente desatado por La vida sigue igual.
La película de Julio Iglesias hacía las funciones que más tarde ejercería, desde la televisión, el video musical, en tanto su dramaturgia se apoya constantemente en la irrupción de las canciones que subrayan la alegría y el entusiasmo («Yo canto»), la soledad y victimización del protagonista («Tenía una guitarra») o caracterizan personajes más o menos secundarios («En un barrio que hay en la ciudad», «Chiquilla»). Tan funcional resulta la escenificación de cada balada que cada una resiste perfectamente ser extraída de la película y mostrarse independientemente, cual video musical. Solo que a principios de los años setenta esta modalidad apenas se explotaba ni en Cuba ni en España, de modo que la película capitaliza la insurgente necesidad del público de «ver la música».
Otra de las razones que nos permiten explicar semejante éxito tiene que ver con el hecho de que fuera un biópic de un personaje real, contemporáneo y cada vez más famoso. De modo que ver la película una y otra vez significaba acceder a la prensa rosa, a las revistas del corazón y los chismes de farándula que en aquel momento se habían desterrado por completo del panorama cultural cubano. Apenas nos llegaban noticias sobre los cantantes más populares, y los rostros de muchísimos intérpretes resultaban completamente desconocidos para los cubanos, porque la televisión cubana jamás se sintió obligada a seguir el mismo ritmo que la radio, y así los cubanos nunca supieron cómo eran Roberto Carlos o Camilo Sesto. Y de pronto llega esa película, contando una historia que parecía verdadera sobre un cantante de moda, y así sus admiradores podían acompañar al nuevo galán de la canción romántica a través de episodios, sacados de su vida real, como sus aspiraciones a convertirse en portero del Real Madrid, el accidente de tránsito que lo dejó inválido durante dos años, la necesidad de reconducir su carrera hacia la música y su triunfo en el entonces famoso Festival Internacional de la Canción de Benidorm, precisamente con la canción «La vida sigue igual». A través de estos cuatro relatos sucesivos se recreaba una trama melodramática, de esas que siempre funcionan, sobre el triunfo de la voluntad y la superación personal, en medio de adversidades y traiciones, reveses y frustraciones.

A pesar de poseer una de las fortunas más grandes de España, y de haber tenido todo lo que cualquier ser humano pudiera desear, Julio Iglesias recrea en La vida sigue igual, y en algunas de sus más famosas canciones posteriores, una imagen de hombre sensible y romántico, víctima del desamor y las incomprensiones, alguien aquejado por la soledad que suele venir aparejada con la fama. Cuando los cubanos nos dejamos seducir, en mayoría, por el encanto fácil de sus canciones plañideras o triunfales, desconocíamos que el cantante podía comportarse como cualquier otro multimillonario derechoso y ególatra. En aquel entonces, solo teníamos a mano la fábula polícroma, cantable y romántica, ambientada entre la playa y Madrid, donde un joven generoso y apuesto, de voz melodiosa, desgranaba un puñado de bonitas canciones, y vencía la calamidad de la invalidez, y sobrepasaba el abandono de la novia pija y egoísta, y prefería a la muchacha humilde y solidaria, y también preciosa. Porque La vida sigue igual garantizaba la identificación de una parte de los espectadores con los padecimientos y el triunfo final del protagonista, y al mismo tiempo, en otro sector de los espectadores, estimulaba el deseo de ser como el protagonista, y triunfar, y seguir siendo solidario y amoroso incluso en medio del éxito.
El filme funcionaba de manera similar a las novelas de Corín Tellado, a las telenovelas mexicanas, o más bien, funcionaba como funcionan mil melodramas con canciones, de esos que se hicieron antes y se siguen haciendo ahora en cualquier tiempo o país. Desde el argentino El día que me quieras hasta las recientes Bohemian Rhapsody o Rocketman. Carlos Gardel, Freddie Mercury, Elton John y Julio Iglesias encarnaron, cada uno en su momento, los infelices, sufridos y talentosos personajes principales de filmes biográficos que culminan con la consagración o gloria eterna del infinito talento. La discusión de si Julio Iglesias pertenece o no a esta plétora desborda los propósitos de este texto, interesado en enfatizar el argumento de que el público, de antes y de ahora, necesita estas fábulas sedantes y con final positivo, alentador. Las excelentes y profundas, o medianas y pegajosas canciones añadidas proveen un placer colateral, pero indispensable.