Alguna vez filmé un plano en el que un grupo de mambises avanza a cámara, vistos en grúa, bajo un aguacero, heridos unos, maltrechos todos e impelidos por la orden de llegar a un pueblo antes que los americanos, según se le oye decir al jefe.
La escena ocurre durante la intervención del ejército de Estados Unidos en Cuba, en la guerra de 1898. Ese plano, que estuvo varios años, demasiados, dentro de mi cabeza, debía producir determinado estado de ánimo en el espectador, porque aquellas sombras de corajudos guerreros, ahora despojados de todo, inexorablemente llegarían tarde a donde les tocaba entrar de primeros.

Sin detenerme a pensar, porque al parecer había sido compuesta para los tiempos que corren, le pedí al editor Luis Ernesto Doñas que al plano todavía desnudo de sonidos le montara encima la canción «Hacia el porvenir» (1993): «Hacia el porvenir partieron sombras. Rumbo a mañana, algo de oscuridad fue a sobrevivir, porque el sol de hoy no pudo más. No estarán completas las auroras. Quejas de mí lucirá la claridad, porque lo que yo tanto pretendí demorará (…) Hacia el porvenir partieron sombras. Cuando no alcance, solo podré alertar. Si alguien me oye allí, no se olvide, pues, de iluminar».
Luego de comprobar la fuerza emotiva del texto, decidí que no era honesto acudir a la canción para resolver cómodamente lo que debía construirse a través del uso de otros recursos cinematográficos y así expresar el conflicto de aquellos mambises. En ese experimento, el talento polisémico de Silvio Rodríguez fue brújula, no pasto, como suele insistirse cuando la propaganda reduce su genialidad musical para consumo de efemérides y coyunturas.

De Silvio, antes, durante y después de su paso por el Grupo de Experimentación Sonora (GES) del ICAIC, muchos cineastas han usado sus canciones, o le encargaron la música para sus películas. Tres directores debutantes incluyeron música y canción en sus respectivas óperas primas.
Manuel Pérez Paredes fue el primero en llamarlo, y lo hizo para El hombre de Maisinicú (1973), título idéntico al de la canción, compuesta en 1971: «Oh, qué sensación no tener rostro y contemplar el mundo, con ojos tan profundos, como con ojos de guardián del sol». Esta película, que fue muy popular, en parte porque la trama y la canción crearon un buen binomio artístico, demostró la valía del recurso de usar la canción en off como parte de la banda sonora.
Santiago Álvarez, en 1983, para Los refugiados de la cueva del Muerto incorpora «Solo el amor» (1978): «Debes amar el tiempo de los intentos, debes amar la hora que nunca brilla».
Y Víctor Casaus, en Como la vida misma (1985), escoge «Te conozco» (1984): «La única prisa es la del corazón, la única ofensa es tener testigos».
Afortunadamente, en cerca de veinte documentales Silvio ha dejado las vibraciones de su quehacer. Tres de estos son Al sur de Maniadero (1969), de Octavio Cortázar, pasando por Pablo (1978), documental de largometraje de Víctor Casaus y el más reciente Hay un grupo que dice (2013), de Lourdes Prieto.
En otros cuatro, además de sus canciones, es el protagonista rotundo, lo que nos permite asomarnos a partes de su vida: Que levante la mano la guitarra (1983), del director cubano que más uso cinematográfico ha hecho de su música, Víctor Casaus; Estado de gracia (2000), de Lourdes de los Santos, y Hombres sobre cubierta (2008), de Alejandro Ramírez Anderson y Ernesto Pérez. También fue filmado para el largometraje Yo soy de donde hay un río (1987), de Eduardo Toral, coproducción entre el ICAIC y Televisión Española.
Vuelvo a citar la ignorancia para acotar que cuando esta se juntó con el dogma en este país, y ambos le cerraban puertas a la canción inteligente, Santiago Álvarez, en la década del sesenta, desde varios Noticieros, primeramente filmó a un muy joven trovador en la biblioteca del ICAIC cantando «Es sed» (1967); luego, sobre coloniales tejados habaneros, «La canción de la trova» (1967). Y en el Zoológico de La Habana, «Hay un grupo que dice» (1967):«Hay un grupo que dice que una canción tiene que ser muy fácil para la razón (…), que yo no debiera ponerme a cantar, porque siempre estoy triste, muy triste. Miren que decir eso con tanto motivo para no reírse, como hay».
Sin pretender el trazo grueso de un itinerario, porque tempranamente Silvio también fue llamado para un programa televisivo —y zancadillas del dogma, excomulgado luego—, en estos tiempos revueltos oxigena el alma recordar que el ICAIC —también Casa de las Américas— fue la institución, con Alfredo Guevara a la cabeza y demás directores, donde el talento del hoy artista mayor fue entrevisto, nunca ignorado y menos maltratado.

Luego él, junto a Pablo Milanés, creará la banda sonora concomitante con varias generaciones de cubanos, particularmente con la del baby boom de los años sesenta, que al arribar a esas edades profundas de misterios e incertidumbres, porque en flor se abre uno a la vida toda, bruñidos nuestros oídos de escucharlos, nos era insoportable tararear un solo lugar común o una frase cursi, vendido en nombre del arte.
Cuando de Silvio cantábamos «Me quito el rostro y lo doblo encima del pantalón», de «Esto no es una elegía» (1977),nunca más fuimos acríticos. Era imposible, no solamente porque fuimos cómplices de sus metáforas, sino por defenderlas y enarbolarlas.
Puedo afirmar que no es que me gusten, sino que me estremecen sus composiciones. Y como los directores citados, también lo necesité en algunos de mis documentales, aunque como aclaré, no indiscriminadamente.
Buscando «un algo» para Nunca será fácil la herejía (2009), se escucha en su voz un fragmento de la electrizante «Tema de los doce» (1972): «Creo que no bastan doce retratos, creo que no basta el manual de historia, creo que no basta cantar a ratos, creo que no basta con la memoria, creo que no bastan las cicatrices, creo que no bastan los juramentos, creo que no basta con ser felices, basta el continente de monumentos, solo el continente de monumentos».

Sus canciones son de las de más alto octanaje. Cual combustible, todavía, y hasta el juicio final, las oigo mientras planeo sobre un nuevo argumento, o sobre un guion. Y es que Silvio talla el verso y la música como los más grandes de todos los tiempos: Trágico en «Ojalá» (1969):«Ojalá que la aurora no dé gritos que caigan en mi espalda, ojalá que tu nombre se le olvide a esa voz», y lírico en éxtasis en «Yo digo que las estrellas»(1973),al afirmar: «Yo digo que las estrellas le dan gracia a la noche, pues encima de otro coche no pueden lucir tan bellas».
Hacedor de imágenes que más que verlas parece que las siente, apareando concepto, compromiso y música para producir la sencilla inevitabilidad de la belleza en «La era está pariendo un corazón» (1967).«La era está pariendo un corazón. No puede más, se muere de dolor, y hay que acudir corriendo, pues se cae el porvenir».
Pienso que su soberanía es de tan alta complejidad poética que es un reto apresarla en una puesta en escena. Me pregunto si es posible materializar y ver a través de la cámara semejante estado de ánimo como en «Hoy no quiero estar lejos de la casa y el árbol» (1969): «Qué se puede querer si todo es horizonte».

Insisto en que algo de misteriosa inatrapabilidad cinematográfica se mece en las entrañas de sus metáforas rimadas: «Agua me pide el retoño que tuvo empezar amargo: va a hacer falta un buen otoño para un verano tan largo», de «El vigía» (1983).
Contestatario, martiano, y como Martí, además de su adelantado olfato, es fiero y fiel ante dramáticas circunstancias de nuestra realidad que le duelen: «Haciendo crítica social me perfumé de valiente, creyeron que era disidente y no era más que natural (…) Ciega, la vida nueva es como un verso al revés, como amor por descifrar, como un dios en edad de jugar», de «Juego que me regalo un 6 de enero» (1991).

«He preferido hablar de cosas imposibles, porque de lo posible se sabe demasiado», de «Resumen de noticias»(1970), solamente puede venir de un renovador del siglo XX, cuando dejamos de ser colonia, compartiendo sitial con Alicia Alonso, Carpentier, Chucho Valdés, Formell, Humberto Solás, Guillén Landrián, Lam, Leo Brouwer, Lezama Lima, Pablo, Piñera, Santiago Álvarez, Titón, Víctor Manuel y muchos otros, por lo que merece en vida —aunque quizás no lo aprobaría su modestia—, investigaciones y ensayos. Homenajes y compilaciones. Discos temáticos cantados por niños, jóvenes y viejos. E institucionalmente, acompañarlo a expresarse en todo lo que pueda, y quiera. Mimado, sí, pues no ha dejado de alimentar el rostro poético musical de este país.
Fuera bendecido igual por intensos y medrosos si solamente observara y produjera canciones desde cualquier torre, pero su honesta responsabilidad social no se lo permitiría, de ahí que es de los que ejercen una coherente conciencia crítica cuando dice: «Quisiera enmendar los comienzos de todas las brumas (…). Quisiera dar vuelta a la rueda que para en lo mismo», de «Segunda cita» (2010).
Entre cubanos y para el mundo nuestra era parió un ángel, que carga en las alas como un todo indivisible, bregando más allá de lo imposible, patria y agonía: “El problema no es despeñarse en abismos de ensueños, porque hoy no llegó al futuro sangrado de ayer. El problema no es que el tiempo sentencie extravío cuando hay juventudes soñando desvíos (…). El problema, señor, será siempre sembrar amor», de «El problema» (1991).
¡Salud, maestro!