A Rufo Caballero, el hombre solo en la calle oscura.
«Dans une société criminelle, il faut être criminel».
Marqués de Sade
«Tú no buscas la verdad. Tú fabricas tu propia verdad».
Memento. Christopher Nolan
El alma negra del cine: algo de historia
El cine negro nace con inconsciencia de su nombre y el rostro de Humphrey Bogart en El halcón maltés, adaptación que hizo John Huston en 1941 de la novela homónima de Dashiell Hammett.
Inspiradas en las películas de gánsteres de una década atrás y en la evolución de la novela policial en Estados Unidos hacia el llamado hardboiled, con escritores como James M. Cain, W. R. Burnett y Raymond Chandler, que muchas veces se involucraron ellos mismos en los guiones, una estela de filmes aparece a continuación (Double Indemnity, 1944; Detour, 1945; El sueño eterno, 1946; El beso de la muerte, 1947; La dama de Shanghái, 1948; El tercer hombre, 1949; La jungla de asfalto, 1950; Extraños en un tren, 1951; La noche del cazador, 1955; Casta de malditos, 1956) hasta llegar al opúsculo de este «período clásico» con Sed de mal (1958), de Orson Welles.
Pronto, películas creadas por un puñado de directores (Billy Wilder, Otto Preminger, Howard Hawks, Robert Siodmak, Fritz Lang, Raoul Walsh, Nicholas Ray) se hicieron reconocibles por una serie de rasgos comunes y adquirieron la etiqueta de film noir, atribuida por el crítico italiano Nino Frank. Eran historias del ambiente delictivo, de asesinos y atracadores, hampones, detectives privados rudos y de moral oscilante, policías corruptos, ineptos o desencantados, femmes fatales que arrastran a los hombres a la perdición, seres perseguidos por su pasado o consumidos por la ambición, en medio de la noche y las tinieblas éticas de la implacable selva urbana.
La frase de Welles: «Si hay que elegir entre el abuso del poder policial y dejar un crimen impune, hay que elegir el crimen impune» deja expuesta su afiliación a una filosofía individualista y de diabólicos o nihilistas mandamientos.
Más allá de su contenido, como espejo acaso involuntario de la crisis social y existencial de un medio siglo torturado por dos guerras mundiales, estas películas crearon un universo de violentos contraluces y claroscuros sobre el blanco y negro del celuloide y con la perspectiva narrativa de una voz en off salida de la conciencia sombría del protagonista masculino. Marcas de estilización visual y dramatúrgica que recogían las influencias del tenebrismo pictórico, el expresionismo cinematográfico alemán y la novela moderna para brindar una respuesta estética al interés de dibujar el opresivo estado psicológico de sus antihéroes y la inclemencia del entorno de vida.
Cuando hacia Francia se mueve el influjo de esta serie negra de novelas y películas salen los filmes de Jacques Becker (París, bajos fondos, 1952; No tocar la pasta, 1954), Jules Dassin (Rififí, 1955), Henri-Georges Clouzot (Las diabólicas, 1955), Louis Malle (Ascensor para el cadalso, 1958) y René Clément (A pleno sol, 1960).
Ha nacido la vertiente gala, con el nombre Polar como cuño propio, y, como bandera, el rostro de Alain Delon, que bajo las órdenes del maestro Jean-Pierre Melville será asesino en 1967 (El samurái) y policía en 1970 (Crónica negra); y por el medio, en 1969, se comportará como ladrón para El clan de los sicilianos, de Henri Verneuil.
No luce casual, entonces, que un francés, Roman Polański, sea quien traiga de vuelta el género a Norteamérica con Chinatown (1974). Aunque escoltada por un fenómeno de revisión de los clásicos literarios (El largo adiós, Robert Altman, 1973; El cartero siempre llama dos veces, Bob Rafelson, 1981), la de Polański (muy celebrada por la crítica: ocho nominaciones al Óscar, entre un montón de reconocimientos más), por tratar con desmedida saña al detective privado Jake (Jack Nicholson) y significar un paso adelante en el proceso de desintegración psicológica del (anti)héroe, viene a convertirse en gozne hacia un tipo de cine que en lo adelante se llamará «neo noir».
Una película que levanta la Palma de Oro en Cannes, Taxi Driver (1976), de Martin Scorsese, ejecuta una maniobra similar con su justiciero nocturno (Robert de Niro), pero su historia se enfoca en los dramas de un Nueva York contemporáneo. Luego, en esta renovación del género comienzan a vislumbrarse dos vertientes: una historicista y autorreferencial, de acción situada en el pasado y ensimismada en la tradición del cine negro, y otra que, si bien retiene del noir su hálito narrativo y naturaleza visual, se ocupa del tiempo presente y los males modernos.
Será en las décadas de 1980 y 1990 cuando hará eclosión ese espíritu de época llamado «posmodernidad», con su regusto por lo retro y la angustia finisecular del «ya todo está dicho». Mezclar parece de pronto el consuelo para las ansias de novedad, y Blade Runner (Ridley Scott, 1982) pone sobre el noir un traje de cyberpunk, y los androids fattales son perseguidos bajo la lluvia y los neones de una ciudad del futuro por el hunter-policía Harrison Ford. Lucifer y el vudú complican el trabajo del detective Harry (Mickey Rourke) para darle una roja pincelada, gótica y de horror, al noir de Corazón de ángel (Alan Parker, 1987).
Varios realizadores alternan entre las corrientes mencionadas y se buscan un sello propio: los hermanos Cohen echan mano de la comedia y el toque paródico (Sangre fácil, 1984; Miller’s Crossing, 1990; Fargo, 1996), Brian de Palma apuesta por la suprema estetización de la violencia (Scarface, 1983; Los intocables, 1987; Carlito’s Way, 1993), y Quentin Tarantino revive los estereotipos del cine B, al tiempo que experimenta con la estructura narrativa (Reservoir dogs, 1992; Pulp Fiction, 1994; Jackie Brown, 1997). La cota de calidad del género escala peldaños con La última seducción (John Dahl, 1994), Heat (Michael Mann, 1995) y Sospechosos habituales (Bryan Singer, 1995).
Mientras, el neo noir descubre la novela histórica de Umberto Eco y viaja al medioevo en El nombre de la rosa (Jean-Jacques Annaud, 1986); así como las nuevas firmas de la novela negra para su asimilación por la gran pantalla: James Ellroy (L. A. Confidential, Curtis Hanson, 1997), Walter Mosley (El demonio viste de azul, Carl Franklin, 1995).
Buen debut para Hannibal Lecter, personajes de las novelas de Thomas Harris, fue Manhunter (Michael Mann, 1986), aunque serán los cinco Óscar de El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991) los que impongan la moda del psycho killer. Seven (1995), de David Fincher, se monta en esa ola. Tres epílogos emblemáticos del neo noir en el fin de siglo serán el cruce negro con filosofía y surrealismo de Lost Highway (David Lynch, 1997), con la ciencia ficción en Dark City (Alex Proyas, 1998) y la reverencia clasicista de 8mm (Joel Schumacher, 1999).
En el arranque del XXI aparecen en 2001 las relevantes Mulholland Drive, de David Lynch; The Man Who Wasn’t There, de los hermanos Coen; y Training Day, de Antoine Fuqua. Una tríada que se le antoja al que esto escribe como colofones irrepetibles de lo que fue el noir del XX, más que aperturas hacia nuevos caminos.
La primera (Palma de Oro en Cannes al mejor director) solo vendría a confirmar que Lynch se interesa en el género por su espíritu nihilista y las oportunidades de lucimiento esteticista que brinda, más que por el tipo de historias que cuenta. Esa personal metafísica de lo irracional que caracteriza a este creador culmina enrareciendo demasiado la sustancia genérica de sus películas y colisiona con la médula resistente, de inclinación al logos, al realismo y la teleología, que permanece pegada a la raíz del género a pesar de los avatares y cambios de época.
En tanto, la segunda no pasa de ser otro artefacto retórico de los hermanos Coen, esta vez en plan de ejercicio historicista in extremis: trama a lo James M. Cain, ambientado en los cuarenta y concebido en blanco y negro. Mientras, la de Fuqua sirve para percatarse sobre todo de que es en la novela detectivesca original (con sus pares disparejos, ejemplo: Holmes y Watson) donde está el germen del buddy movie, aunque esa cinta aporte la singularidad de un díptico policial (interpretado por Denzel Washington y Ethan Hawke) en que un personaje apunta hacia el bien y el otro radicalmente hacia el mal.
A seguidas, colocadas según la fecha de estreno y sin intención alguna de jerarquizarlas según un criterio cualitativo, se presenta una lista de títulos destacados del nuevo siglo.
15 + 1 películas del neo noir del siglo XXI
1. Memento (Christopher Nolan, Estados Unidos, 2000)
Nominada al Globo de Oro por mejor guion y a dos premios Óscar, esta película abre stricto sensu el nuevo siglo noir, no solo por una cuestión cronológica, sino porque va a proponer cómo el proceso de desintegración de los atributos del héroe podría ir más allá de la ya exhibida degradación moral hasta convertirse incluso en una descomposición psicológica. La reconstrucción del asesinato de su mujer y la venganza consiguiente se le complicarán demasiado a un protagonista (encarnado por Guy Pearce) que sufre amnesia anterógrada y debe compensar esa incapacidad de almacenar nuevos recuerdos con fotografías, notas y tatuajes sobre la piel.
A diferencia de los caprichos de autor de un realizador como Tarantino, el director Christopher Nolan encuentra en la sustancia misma del relato a contar la justificación para urdir un sofisticado embrollo narrativo. Las dos líneas de tiempo paralelas, una hacia atrás y la otra en orden cronológico (a color las secuencias de la primera, en blanco y negro las de la segunda), fuerzan al espectador a involucrarse en la pesquisa de manera superlativa, porque el primer enigma a desentrañar es la propia propuesta fílmica.
Después de esta cinta, Nolan le tomó el gusto al tinte negro y repitió en Insomnia (2002, remake estadounidense de la homónima noruega de 1997), Inception (2010) y sus tres incursiones en el universo de Batman (con destaque para The Dark Knight Rises, 2012).
2. Road to Perdition (Sam Mendes, Estados Unidos, 2003)
Si las palabras terminales del emperador Julio César, en el momento de ser asesinado, fueron «Tú también, Brutus», dirigidas a su protegido, que participó en el complot, el bocadillo postrero de John Rooney, jefe criminal en Road to Perdition, y del actor que lo encarnó, Paul Newman (nominado al Óscar y al Globo de Oro con esta actuación, su última en el cine), fue «Me alegra que seas tú», destinado a un inusual Tom Hanks (el buenazo de siempre, aquí en rol de asesino a sueldo), quien un segundo después le dispara a quemarropa a su padre adoptivo.
Toda esa larga escena final de cacería humana, nocturna y bajo la lluvia, sería captada magistralmente por Conrad L. Hall (el mismo de Butch Cassidy and the Sundance Kid, 1969), y le valió un tercer Óscar en su larga carrera como director de fotografía, aunque otorgado póstumamente.
Con su trama de viejos códigos de honor, celos y lealtades familiares dentro de un clan mafioso a lo El padrino, esta segunda película de Sam Mendes (debutó con la multipremiada American Beauty, 1999) es un panegírico rotundamente calculado del añejo cine de gánsteres. Y al basarse en la novela gráfica de Max Allan Collins y Richard Piers Rayner allanó el sendero para otros cómics de la línea noir que arribaron después a la pantalla.
3. Sin City (Frank Miller, Robert Rodriguez, Quentin Tarantino, Estados Unidos, 2005)
¿Por qué fracasó completamente Frank Miller con The Spirit (2008), ese homenaje a Will Eisner, su maestro del cómic noir? Seguramente por la ausencia de Robert Rodriguez y Quentin Tarantino, una cofradía que sí le asistió a Miller anteriormente, cuando su novela gráfica, Sin City, fue trasladada al cine en 2005.
Mientras Tarantino legó una escena memorable, aquella en la que Dwight (Clive Owen) habla con el muerto Jackie Boy (Benicio del Toro), fue Rodríguez quien convenció al creador de Robocop de llevar adelante el proyecto a través de una fiel reproducción de la historieta original. Se valió del por entonces novedoso método del live action, con pantalla verde de fondo y la filmación íntegra con cámaras digitales, hasta obtener una matriz a color que se recompuso en computadora al blanco y negro, con el añadido virtual de los escenarios y el retoque de color sobre objetos puntuales.
Ambos realizadores contribuyeron además con el aporte de una banda sonora insuperable y un casting donde cada actor encaja perfectamente en el personaje asumido (Jessica Alba en la hermosa ingenua, Bruce Willis como el apaleado corazón de oro, Mickey Rourke en el violento y leal, y Rutger Hauer de villano perfecto, entre otras estrellas), con el resultado de que la película arrasó en los cines y en los premios Saturn y alcanzó una nominación a la Palma de Oro. La secuela estrenada en 2014 (Sin City: A Dame to Kill For) no logró, en cambio, repetir ese efecto.
4. El aura (Fabián Bielinsky, Argentina, 2005)
Sin convertirse en caudal, a cuentagotas todavía, la herencia del cine negro va captando el interés de realizadores en Latinoamérica. La cinematografía argentina muestra los avances más notables y ya consiguió con El secreto de sus ojos robarse la atención del público y de la crítica internacional, que le concedió los premios Goya y Óscar, respectivamente, como mejor película iberoamericana y extranjera en 2010.
Parece herejía que esta lista obvie esa cinta aludida o alguna de Marcelo Piñeyro, todo un especialista del género (Plata quemada, 2000; Las viudas de los jueves, 2009). Pero Juan José Campanella no luce más que un eficaz artesano, y el otro, un hábil tejedor de blockbusters, en comparación con el malogrado Fabián Bielinsky (falleció en 2006), si bien este debió conformarse con que El aura obtuviera varios Cóndor de Plata y una precandidatura al galardón estadounidense.
Tras rendir a la taquilla con su primera película, Nueve reinas (2000), el cineasta retomó a Ricardo Darín y elevó al actor a estado de gracia, en el papel del taxidermista epiléptico y huraño, cuya imaginación y carácter meticuloso le llevan a protagonizar crímenes y atracos perfectos en el teatro de su conciencia hasta el día en que lo real asalta la materia de sus sueños.
Aunque «el aura» anunciada en el título derive argumentalmente de la enfermedad del protagonista, Bielinsky logra, mediante la atmósfera visual y la espesura del tiempo fílmico, traducirla en una inquietud que atrapa al espectador, percatado de que la moral personal puede ser una ficción construida para los ojos de otros y que basta, para su desmoronamiento, con que un ciervo se te cruce en el camino, como ocurre en la película.