Los reportes de prensa del ámbito cinematográfico correspondientes al 21 de abril de 2022 reseñaron la muerte del octogenario actor, productor y director francés Jacques Perrin, nombre artístico de Jacques André Simonet. Pero para la prensa, en un alarde de ignorancia, era solo el Salvatore adulto de Cinema Paradiso, cuando desde los años sesenta del siglo de Lumière ya Perrin había entrado en la historia del cine.
Muchos, en efecto, lo recuerdan en ese personaje de Salvatore, el cineasta que desde una butaca roja en una sala de proyecciones asiste —entre maravillado y sorprendido— a la visión de aquellos «impúdicos» pedazos de películas que el párroco de su pequeño pueblo siciliano mandaba a cortar sin piedad. Alfredo, el viejo proyeccionista del Cinema Paradiso, desobedeció parcialmente la orden y nunca botó aquellos fotogramas, sino que los conservó para legárselos a Totó, su discípulo. En medio de la apoteosis de la partitura compuesta por Ennio Morricone, la cámara gira en torno a este espectador que, iluminado por el haz de luz del proyector, no puede creer cuanto ve en pantalla, la sucesión de aquellas escenas «atrevidas» por las que desfilan en anárquico orden los rostros de la Garbo, Valentino, la Mangano, Ingrid Bergman, Totò, Mastroianni, Gabin, Alida Valli…, inmersos en tormentosas o románticas escenas en las que los besos eran pecado que perseguía el censor.
Cinema Paradiso (1989), de Giuseppe Tornatore, representó el reencuentro con el actor parisino Jacques Perrin, aquel marinerito rubio e imberbe, enamorado de una de las «señoritas de Rochefort» tras abandonar en Italia a la «muchacha de la valija»; el intrépido «aventurero de la rosa roja», el mismo que caracterizó a un atormentado carácter creado por Pío Baroja en La busca. Perrin no vaciló en incursionar en la producción y contribuir decisivamente a que Costa-Gavras inscribiera la letra z en el alfabeto del cine, y se reservó un papel determinante, el del temerario periodista que ayuda al abogado a descubrir todos los entresijos del complot. El resto, para acudir a una frase hecha, es historia. Desde la áurea década de los sesenta, Jacques Perrin cuenta con una filmografía impresionante en la que figuran nombres de cineastas como el propio Costa-Gavras (Estado de sitio, Sección especial), Vittorio de Seta (La invitada), Jean-Jacques Annaud (La victoire en chantant), Aldo Lado (Desobediencia) o Christopher Gans (El pacto de los lobos).
Como productor, Perrin acumula, desde 1969, más de una veintena de títulos, entre los que pueden citarse Microcosmos: Le peuple de l’herbe (1996), de Claude Nuridsany y Marie Perénnou, que le proporcionó el premio César al mejor productor; Himalaya, l’enfance d’un chef (1999), de Eric Valli, y Les choristes (2004), ópera prima de Christophe Barratier, todos estrenados en el Festival de Cine Francés de La Habana. Presentó por primera vez en Cuba Nómadas del viento (Le peuple migrateur, 2001), su debut como director, un extraordinario largometraje documental sobre las aves migratorias. Luego, se consagró durante varios años a la apasionante labor de filmar Océanos (2010), otro recorrido indescriptible, esta vez por la fauna submarina, y provocador de tal impacto que solo viéndolo puede creerse. En nuestra entrevista reveló la génesis de lo que luego sería Océanos:
«Me gustaría realizar un filme que fuera un testimonio de la naturaleza, y al mismo tiempo de la fragilidad de esa naturaleza, de los océanos, de los mares, y luego sobre las personas que llevan a cabo un combate admirable para que los océanos, que son el mar madre, sean preservados. Existen personas que tienen actitudes extraordinarias. Al hablar de ecología y de medio ambiente, realizaremos un filme verdaderamente político. Pero cuando se dice político, se tiene siempre la impresión de que se trata de importantes asuntos sociales, pero se puede luchar también por cosas que son igualmente importantes, como el aire que se respira».
No obstante, la pregunta sobre la significación de su primera película como director se impuso en primer término:
¿En qué lugar de su filmografía sitúa usted a Nómadas del viento?
El lugar que ocupa este tercer filme dentro de lo que he producido sobre el mundo de los animales —primero fue El pueblo de los monos, luego Microcosmos y más tarde Nómadas del viento—, es el que le corresponde al testimonio que he considerado importante dar sobre lo que sucede en el planeta. Vivimos en un mundo frágil, donde de vez en cuando se habla de ecología. La ecología es algo muy bello, pero casi parece un término político. Pero ello significa mucho más, pues es necesario el compromiso de todos y de cada uno para que pueda protegerse a la naturaleza. Se habla de «la tierra como herencia», de «la tierra de nuestros hijos»; es necesario que esa tierra esté en buen estado. Es preciso que eso que se les entrega a nuestros hijos conserve sus riquezas.
En el Museo de Historia Natural de París existe una gran galería, la galería de las especies desaparecidas, donde se camina, se camina y se camina a lo largo de metros y metros, decenas de metros…, y en ella se encuentran todas las aves, todos los animales que han desaparecido desde hace ciento cincuenta, doscientos años. ¡Es increíble! Si realizamos un cálculo similar, dentro de otros doscientos años, con igual número de especies de menos, ¡sería aterrador! Una frase de uno de nuestros científicos dice: «No habría nada más inhumano que un mundo donde solo existieran seres humanos».
Pienso que esto es importante y el cine debe dar testimonio de todas las cosas, de todo tipo de actividad, de movimientos políticos, de las sociedades entre los hombres, pero debe también hablar de lo que respiramos. Y eso que respiramos es la vida de otros, y la vida de otros son las otras especies.
¿Está satisfecho con el resultado final o quedó siempre la insatisfacción del creador?
No creo que pueda estarse satisfecho. Cuando se realiza un filme sobre la naturaleza se inicia una marcha, a un ritmo dado, en una dirección determinada, pero de ahí a pensar que la marcha emprendida debe ser exhaustiva, que es ejemplar, no lo creo. Existen mil vías diferentes. Solo se trata de uno de los caminos importantes, pero estar satisfecho…; no he tenido tiempo para sentirme satisfecho, hay muchas cosas por hacer, además, Nómadas del viento no es un filme definitivo. Es el filme de un momento, de un paseo por la naturaleza; salimos a echar un vistazo y luego pasamos a otra cosa.
Lo importante no es el filme, sino el hecho de que, si algunos espectadores se sensibilizaron un poco más, y al mirar pasar un ave recuerdan el filme que vieron y se dicen que resulta admirable la forma de comprometerse por la vida de esa ave, entonces han logrado mirar con respeto la naturaleza. Solo respetamos las cosas que conocemos, y no conocemos bien la naturaleza. Es bueno detenerse por momentos. En nuestras sociedades estamos corriendo todo el tiempo, estamos apurados, mientras que hay muchísimas cosas por hacer. Si anduviéramos menos rápido, si respiráramos más profundamente, si miráramos lo que sucede a nuestro alrededor, pudiéramos llegar a decirnos que valía la pena estar ahí en el mismo centro de todas esas cosas.
¿Es cierto que su primera incursión en el cine fue en Las puertas de la noche, de Marcel Carné?
Sí, es cierto. Cuando terminó la guerra, yo estaba interno en una escuela, y en el camino hacia el internado existía un estudio cinematográfico, cerca de París. Mi madre, Marie Perrin, que era actriz, supo que allí solicitaban jóvenes y niños, me presentó y fui aceptado, aunque luego no continué. Gracias a eso aparecí en Las puertas de la noche en 1946, y volví a empezar en 1958 en Los tramposos, también dirigida por Carné. Existe una buena distancia entre las dos…
Usted es hijo de Alexandre Simonet, un director de la Comédie-Française, y se formó en el teatro. ¿Qué le hizo decidirse por el cine?
Fui actor hasta los veinticinco años, pero me aburría un poco y estaba más o menos atrapado en papeles algo pasivos, de esos que se distribuyen en el último momento. Cuando se es actor uno no se compromete. Entonces descubrí la producción. Y la producción es una responsabilidad, es una actitud. Cuando se es actor no hay actitud, se presta un servicio. En cambio, ser productor es trabajar por el descubrimiento de talentos, plantearse interrogantes, encontrar la vida de un proyecto, ir más allá de las cosas… Y mientras más se lee y más personas se conocen, más se aprovecha y se mira lo que sucede alrededor de uno, y uno se da cuenta de que existen muchísimos filmes por realizar.
Era también una época, en 1968, cuando produje Z, en la que tenía muchos amigos realizadores que me decían que el sistema era espantoso. Presentaban proyectos para filmes formidables, pero nadie quería producirlos. Yo no creía eso. Considero que, si en realidad se tienen deseos de hacer algo, no hay que quejarse del sistema: uno mismo tiene que tratar de realizarlo a pesar del sistema. Por lo tanto, existe aquí una noción de compromiso que me gusta bastante, uno se compromete con la vida.
¿Puede referirse a dos cineastas relevantes en su carrera, Valerio Zurlini y Costa-Gavras?
Zurlini fue uno de mis grandes encuentros, y como suele decirse, de cierto modo fue algo así como mi padre espiritual en el cine. Él sabía hacer algo formidable. Cuando se hablaba del neorrealismo, se hacía referencia al neorrealismo de la sociedad que se filmaba, pero en su caso se trataba de algo más: del neorrealismo de los sentimientos. Zurlini sabía filmar los sentimientos. ¿Y qué son los sentimientos? La expresión de un rostro, de los ojos, de las actitudes, de la correspondencia entre uno y otro ser. Él sabía hacer eso. Para mí fue determinante. Y tuve el privilegio de trabajar con él en tres oportunidades: La muchacha de la valija, Crónica familiar y El desierto de los tártaros.
Costa-Gavras es totalmente diferente. Es un gran realizador, pero realiza filmes porque abre sus ventanas a la actualidad. Valerio Zurlini no abría obligatoriamente las ventanas, sino que permanecía totalmente confinado con sus personajes. Antes siempre se decía: «Dejemos la política a un lado, está bueno ya de todo eso que nos aburre; cuando vamos al cine, vamos a soñar», lo cual no es cierto. En el cine podemos encontrar las cosas cotidianas que nos conciernen, y no es porque las encontremos que vayamos a rechazarlas, ya que se transforman en espectáculo y pueden entusiasmarnos. Aprecio mucho a quien, en medio de su batalla, logra aislarla y llegar a tener una apreciación social y, sobre todo, espectacular de las cosas. Existen pintores que han sido testigos de su época, pero también existen cineastas testigos de su época. Costa-Gavras es uno de ellos.
¿Qué representa Z para usted al cabo de tanto tiempo?
Ante todo, fue la primera producción que realicé, con la satisfacción de que la película gusta a todas esas gentes del sistema, ya sea en Francia o en Estados Unidos, que decían que no se debían realizar filmes políticos. Y curiosamente, desde entonces, al escuchar el criterio de que no hay que hacer algo, tengo la convicción de que hay que hacerlo, porque se corren riesgos y es bueno correr riesgos por algo.
Y en Z, como nada se hacía desde el punto de vista comercial, su realización constituía un reto. Enfrentarse a un reto y llegar hasta el final es una forma de actuar que me entusiasma sobremanera, incluso con temas difíciles, dificilísimos, a condición de que la forma sea accesible. Z fue la divina recompensa. Además, me gusta mucho la fraternidad y la solidaridad en medio de las cuales se realizó Z. Todos sus actores estaban convencidos de que el filme valía la pena, pero los distribuidores y los financieros no pensaban así, solo los actores lo creían. Y cuando se está con una troupe integrada por veinte o treinta técnicos y actores que dicen: «Este filme vale la pena, nadie cree en él, pero nosotros sí creemos», es preciso llegar hasta el final. Yo no llevo el filme en mí, no lo arrastro, es el filme el que me da ánimos.
¿El personaje del periodista es uno de sus preferidos?
Me gusta mucho el personaje, es decir, me satisfizo, pero desde el punto de vista de sentir un intenso placer, interpreté otros papeles que me marcaron quizás más. La aventura de la producción de Z me marcó. El encuentro con Costa-Gavras, con Jorge Semprún, el guionista, con el novelista griego Vasili Vasilicós, con tantos intérpretes notables: Irene Papas, Yves Montand, Jean-Louis Trintignant, François Périer… Como actor también me sentía bien, me sentía contento entonces, pero como actor realicé trabajos en otras películas en las cuales la intensidad de mi labor fue más importante.
Ese personaje transmite tanta intensidad vital como intensidad mortal se transmite en El desierto de los tártaros.
Sí, en cuanto a El desierto de los tártaros, se trataba de mi propia gestión. Yo seleccioné el tema, seleccioné el libro de Dino Buzzati, escogí después a Valerio Zurlini para dirigirlo. En Z solo fui mi productor, estaban Semprún, Vasilicós, Costa-Gavras, que ya habían escrito el guion, y llegué en el momento en que no podían cruzar el río. Les ayudé a cruzarlo, pero no participé en la iniciativa, que fue de Costa-Gavras. En cambio, en El desierto de los tártaros me volqué por completo, porque se trataba de un libro y no realizamos una adaptación, sino una transposición.
¿Cómo valora su período italiano dentro de su carrera como actor?
No sé cuál es el valor, pero sé cuál es la nostalgia que siento y es muy grande, grandísima. Decía que Valerio Zurliniera el realizador de los sentimientos, y fue en esa época cuando filmé con él La muchacha de la valija y también Crónica familiar, junto a Marcello Mastroianni, que fue uno de mis mayores encuentros con un actor. Era de una fuerza increíble. Sentir un personaje sobre los hombros, saber que un director se mueve por todas partes en torno tuyo en busca de ese personaje y que espera que la emoción llegue. Y si la emoción llegó fue porque la intención estaba dentro de uno, porque el realizador estaba junto a usted. En determinado momento se logra lo justo, y él sabía captar sus sentimientos.
Como actor este fue un período de sueños. Trabajar con Mauro Bolognini en La corrupción; con Florestano Vancini en La calda vita… Porque, además, los italianos le concedían verdadera importancia a la interpretación de los actores, y en torno a ello tenían un verdadero sistema. Francia había llegado a un nivel en el cual la técnica era lo más importante, la realización, la puesta en escena…, pero en Italia la puesta en escena importaba poco: lo importante era que el alma estuviera allí. Ellos sabían filmar el alma en el fondo de los ojos. Fue un gran período para mí, uno de los más bellos, de los más prometedores, un período hermosísimo.
¿Qué espacio reserva a Las señoritas de Rochefort en su memoria?
Conservo algunos buenos recuerdos de Las señoritas de Rochefort. Pero no, para mí los filmes son Z, La busca, los que rodé con Zurlini —sobre todo Crónica familiar, que era una maravilla—, y luego un cineasta francés desconocido en Cuba, que se llama Pierre Schoendoerffer, quien realizó La sección 317, un filme admirable sobre la guerra de Indochina. Para esa filmación vivimos durante cuatro meses en la jungla para dar testimonio de los combates, de los buenos y de los malos. Pero entre gentes que se encuentran atrapados por el enemigo, atrapados en su combate, y que en determinado momento encuentran su soledad, su condición humana.
La sección 317 es muy importante para mí, porque muchos filmes de los que he podido producir, como Himalaya… y otros, los he realizado en función de los recuerdos de La sección 317: seleccionar un equipo de técnicos, dejarlos vivir sin cámara real, dejarlos vivir juntos durante un tiempo, y cuando hayan vivido al mismo ritmo que los demás, entonces pueden empezar a rodar. Es una enseñanza que conservaré siempre.
¿La experiencia con Jacques Demy fue muy importante?
Uno puede actuar en tal filme con tal director, en dos, tres, cuatro, cinco, diez, cincuenta…, pero de pronto aparece un realizador con el que te quedas totalmente fuera de ese conteo. Así era Demy. Con él no se trata de un filme más, sino de un encanto inesperado. Un bello encanto. Todas las personas que trabajaron con Demy recordarán siempre la ciudad de Rochefort donde rodamos, toda la ciudad, el parque que se pintó de blanco y azul, los altoparlantes que difundían la música compuesta por Michel Legrand por doquier en las calles y que los habitantes conocían de memoria. Nadie olvida haber participado en el sueño de Jacques Demy. Actué también para él en Piel de asno, un cuento de hadas. Y dormíamos soñando con lo que sueñan los niños.
Tengo muchos proyectos, entre estos, rodar una comedia musical. Algo que ya hice con Jacques Demy, por lo que tengo un buen recuerdo de él: Las señoritas de Rochefort. Realizaré una comedia musical y también un filme que será algo entre la ficción y el documental. Me gustan mucho las formas nuevas en el cine, y creo que el cine debe adoptar la ficción de una vez por todas, y si el cine enloqueciera y no tuviera esa regla imperiosa y provocadora de que se diga que hace falta tal estilo o conservar mas cual estilo, me gustaría mucho rodar filmes con estilos y guiones que se enfrentaran.
Usted ha actuado con directores muy jóvenes y con otros consagrados. ¿Qué le incita a decidirse por un personaje, su olfato como productor o su gusto como actor?
Pienso que es esto último. Actúo de modo tal que trato de dejar a un lado la experiencia. Desconfío mucho de las personas que dicen que ejercen su oficio hace treinta años, porque quizás llevan treinta años haciendo estupideces. No creo en la experiencia. Verdaderamente tenemos mucho que aprender de los jóvenes realizadores, porque todo lo que hacemos, a pesar de todo, es en un oficio que tiene un pasado, que tiene una historia. Tratamos pues de hacerlo bien, en correspondencia con la gran historia.
Creo mucho más —para decirlo en términos de ustedes— en la revolución del cine, por lo que cada filme debe emprender algo completamente inesperado. Por lo tanto, me gusta lo que no espero, lo que no me imagino, me gusta el «sí, pero ¿a dónde vamos?».
Cuando hay que atravesar por primera vez el río o el mar, y para uno se trata del primer gran viaje, que hemos realizado otros, pero que este es tan especial, se corre el riesgo y se vive la gran aventura. Solo amo la profesión cuando se replantea las interrogantes, cuando se cuestiona una y otra vez.
¿Recuerda su labor en la película española La busca, de Angelino Fons, por la que obtuvo el premio Copa Volpi en el Festival de Venecia?
Tengo un gran recuerdo. Como actor siento satisfacción por el trabajo realizado. Tras actuar en Italia en Un uomo a metà, de Vittorio de Seta, poco después lo hice en España en La busca, y fue un período en el cual tuve el tiempo necesario para prepararme, para acercarme a la historia de los personajes. Y si no estoy satisfecho de esa época es porque me exijo mucho, salvo con esos dos filmes, que considero formidables. Son mis dos filmes de actor.
¿Existe algún personaje que haya rechazado y después se arrepintiera?
Tengo tantas cosas que hacer mañana que no tengo tiempo para remordimientos ni arrepentimientos. No pienso que exista ninguno. No he hecho cosas de las que me arrepienta. He interpretado algunos filmes tontos, pero no me avergüenzo de ninguno. He cometido estupideces, pero no digo que no las he hecho. Si empezamos a decir que solo vamos a realizar cosas buenas caemos en lo que caen los actores que dicen que solo filmarán con grandes realizadores, y es preciso preguntarse si los grandes realizadores tienen deseos de trabajar con esos actorzuelos.
¿Qué lo motivó producir el debut de Jean-Jacques Annaud como realizador?
Había escrito a la perfección con Georges Conchon la comedia La victoire en chantant[1],una crítica sobre la política de las colonias francesas en África, una sátira muy fuerte, de profundo contenido. Además, yo había visto una cinta que Jean-Jacques Annaud filmó antes. Era magistral. Era evidente que se trataba de un gran realizador.
¿Podría revelar lo que el productor Franco Cristaldi le cortó a Cinema Paradiso para reducir la duración de la versión internacional, en la que desapareció su reencuentro con el personaje de Helena adulta?
Giuseppe Tornatore me llamó cuando ya yo era un actor maduro y me dijo: «Ah, cuando yo era un niñito, solo un niñito, lo vi en La muchacha de la valija, y me gustaría regresar a esa época». Por lo que me convertí en algo así como en el veterano al que llaman para recrear la nostalgia de los tiempos heroicos del cine. De todas formas, al realizar Cinema Paradiso con el gran actor francés Philippe Noiret, mientras filmábamos en el pueblecito de Sicilia, comprendí que era cierto que todo el ambiente del lugar se correspondía con el tema del filme.
Lo que resulta admirable en Tornatore es que al rodar Cinema Paradiso tenía 27 o 28 años, por lo que hablaba de una nostalgia de una época que no había conocido. Eso es formidable. Él imaginaba lo que había sucedido. En un primer momento, el filme fue maravilloso, pero demasiado largo, más o menos dos horas y media. Y un gran productor como Franco Cristaldi, quien había producido numerosos filmes de importantes directores, le dijo que era demasiado largo. Giuseppe no quiso hacerle caso y el filme no tuvo acogida alguna en Italia. Tres meses después lo proyectaron en Roma y tampoco tuvo éxito. Luego, llegó el Festival de Cannes y entonces el productor, y yo también, le comentamos a Tornatore que era obligatorio cortarlo. Se le redujeron veinte minutos e inmediatamente después de su presentación en Cannes despertó tremendo entusiasmo y unos aplausos extraordinarios.
Solo entonces Cinema Paradiso fue un verdadero triunfo. En él se conjugaron el talento formidable de Tornatore, pero también la perseverancia del veterano productor, quien afirmaba que, pese a no haber gustado la primera vez ni tampoco la segunda, a la tercera iba la vencida. Esto provocó que las relaciones entre Tornatore y Cristaldi fueran complejas y difíciles, ¡pero eran admirables como pareja!
Una de las secuencias más hermosas del cine contemporáneo es aquella en que usted aparece sentado en la sala de proyección viendo la edición de los besos censurados. ¿Cómo la describiría?
Giuseppe le concedía una gran importancia a esa escena, claro está. Me habían hablado tanto de la escena y de la escena, que a fuerza de hablarme de ella yo sentía una gran preocupación… Cuando le hablan tanto a uno de algo, la responsabilidad es tan grande que resulta enorme. El día del rodaje todo estaba instalado en la cabina de proyección y yo no había visto las imágenes que se proyectarían. El travelling giraba a mi alrededor mientras se proyectaban imágenes que descubría por primera vez, al mismo tiempo que se rodaba. Pero sentía tan profundamente los rostros y las miradas de los técnicos de Tornatore, quienes me miraban para que me emocionara. ¡Y es tan duro sentir una emoción mucho más fuerte que la que esperan las personas que nos miran! Pero, al mismo tiempo, estaba tan emocionado al verlos emocionados por la emoción que esperaban que yo sintiera, que finalmente me emocioné. ¡Fue hermoso, algo muy hermoso! Y esa fue la primera toma. La primera toma que se realizó quedó registrada en la película. Imagine usted cuando leí esa escena, con todos esos besos… Ahora, al contárselo, los ojos se me llenan de lágrimas.
[1] No estrenado comercialmente en Cuba, conocido con el título en español Blanco y negro en color, que obtuvo el premio Óscar en la categoría de mejor filme extranjero.