«Mi paso como primer asistente de Humberto Solás en Cantata de Chile (1975), y su profunda amistad, fueron muy importantes en mi formación, pero no menos fue trabajar en Los sobrevivientes (1979), por la confianza mutua entre Tomás Gutiérrez Alea y yo. Tan profunda, que Titón me dejó como director cuando él se fue a filmar La sexta parte del mundo (1977), de modo que las dos últimas semanas del rodaje las dirigí yo», arguye Orlando Rojas a propósito de este artículo.
Esa relación, que incluso Titón testimonia por escrito, no bastó para que el cotilleo cinematográfico de la época redujera a Orlando a un epígono de Humberto. No valieron ni A veces miro mi vida (1981) ni La espera (1983) para borrar tal perversidad. El director que más joven arriba al largometraje de ficción en la década de los ochenta tuvo que esperar por su debut en Una novia para David (1983) para que otros vieran en él una singularidad artística.
No obstante, desde WhatsApp, regresa para matizar mi observación: «A pesar de que tirios y troyanos puedan haberse sorprendido con Una novia para David, no es hasta Papeles secundarios (1989), que yo dejo de ser el epígono de Solás. Al menos esa es mi percepción. Y estoy convencido de que tú fuiste, como elemento externo que llega a esa película, uno de los elementos más importantes para que ese cambio de percepción se perfilara».
No me detendré a cavilar sobre la sorprendente, inédita y generosa función que Orlando me otorga, pero él insiste y despeja el camino: «Te confieso que en un principio me sonó raro que aceptaras trabajar en Papeles secundarios, pues equivocadamente yo te consideraba cercano al cotilleo. La realidad mostró luego cuán equivocado estaba, porque el tuyo fue un trabajo sorprendente». Solamente agregaría que era un prejuicio, pues yo no tenía ninguna implicación ni con tirios ni con troyanos, y menos desde el punto de vista estético.
Desde aquí le doy las gracias y me zafo del elogio para viajar hacia los finales de julio de 1988, cuando a solamente un mes de comenzar el rodaje y con cero experiencia en la organización de los departamentos de maquillaje, peluquería y vestuario, me llama Ana Rodríguez, la primera asistente, amiga, socia, hermana de Orlando Rojas, para asistir a este en Papeles secundarios, su segunda película, en la que un altísimo porciento del vestuario fue confeccionado según los diseños de Lorenzo Urbistondo, aquí en su debut cinematográfico, pero que debido al atraso me veo haciendo pruebas y desglosando al unísono. Todavía durante los primeros quince llamados de rodaje en el teatro Terry, en Cienfuegos, estuve poniendo al día en el papel la organización de esos tres departamentos.
Toda esta matazón tendría para mí un exquisito premio: permanecer en el set —la mejor aula para cualquier aspirante a director—, pues es una condición inherente al asistente de dirección que atiende esas áreas. Fue así que por primera vez iba a estar todo el tiempo al lado del director y de su puesta en escena, lo que consolaba con creces el no haber estado en todos los trabajos de mesa, otro momento inigualable para discípulos cinematográficos.
Orlando, más adelante sabrán por qué, enfrentaba esta película desde una fuerte tensión nerviosa, pero al mismo tiempo muy creativa, que me era familiar, porque esa tensión, matices aparte, la vi en Fernando Pérez en Clandestinos (1987), filme en que yo fui por primera vez su asistente. Tal energía, similar en ambos, ha sido un brebaje definitorio en mi formación.
Desde el guion de Osvaldo Sánchez, altamente despojado de escenas triviales, obviedades y tonterías, se adivinaba que Papeles secundarios quería expresar sensaciones con un «algo» diferente, responsabilidad adjudicada a la fotografía de Raúl Pérez Ureta y a la dirección de arte de Flavio Garciandía. Si hay un parteaguas en el cine cubano en color en cuanto al uso contemporáneo de la luz sobre los volúmenes, buscando texturas y tonos, y que estos adquieran un carácter expresivo, ese sitial le toca a esta película.
Una atmósfera de neblina fue el elemento específico para tal concepción de la imagen. Cuando los de pirotecnia aplicaban el humo, además de cerrarse ventanas y puertas para que las corrientes de aire no lo delataran, nadie en el set podía moverse hasta que el humo concluyera su danza, y en su lugar surgiera la densa quietud que el ojo paciente del fotógrafo necesitaba.
Siempre vi que Orlando Rojas sabía muy bien la altura estética que debía tener su filme. Él era la locomotora, y sus asistentes —Anita y yo, además del veterano Roberto Viñas—, el engranaje que procuraba que cada detalle tuviera la exactitud concebida.
Hacer tres de los departamentos que están absolutamente involucrados con el diseño físico del personaje implicó para mí un esfuerzo tenaz. Debía entender de cortes de pelo, estilos de peinados, colores de tintes y de lápiz labial, todos femeninos, en los que francamente era un ignorante. Cada vez que se acordaba con el otro debutante, Elio Durán, hoy uno de los grandes peluqueros del cine cubano, que tal actriz llevara «una melenita», a mi mente solamente venía la pelambre que llevan los leones.
Pero me esforcé, por lo que, asumidos aquellos importantes códigos, luego en el rodaje vinieron otros, igual de importantes, aunque categóricos: ¿cuántas veces fui mandado a quitar pestañas postizas o a rebajar el color de labios a actrices que se resistían a aceptar que sus personajes eran mustios?, ¿cuántas, exigiéndome apretar más los corsés para que las actrices o figurantes del harén de Yarini lucieran auténticas?
Orlando, a quien le he dado a leer este artículo, y que lo ha revisado con la intensidad perfeccionista que lo define, me recomienda: «Aquí yo haría una transición a algo que te fue más fácil de aprender, lo que narraría mejor el proceso que yo sentí en ti como discípulo». Y me recuerda lo que creí que nunca supo, que aprendí a sortear con paciencia la laaaaarga cháchara telefónica de una de nuestras artistas más célebres al darle el llamado para el día siguiente, o a «agitar», con mucha menos paciencia, a un actor internacional eternamente distraído cuando este ya tenía que estar en el set, listo para filmar.
La aprensión por tener que lidiar con actores con que llegué a Papeles secundarios desapareció para siempre. Y lo más relevante: fue esta película la que me permitió observar las herramientas necesarias para dirigir actores, primeramente la dosis de exigencia desde el rigor y el concepto artístico acordado.
Rosa Fornés, Juan Luis Galiardo, Luisa Pérez Nieto, Leonor Arocha, Ernesto Tapia y María Isabel Díaz encabezaban el reparto. Los dos primeros, pesos pesados. Ella, nuestra, y él, español.
Rosita, actriz total y gran persona, invitada lamentablemente tarde al cine cubano posterior a 1959… Cuando filmábamos en el teatro Terry, sus admiradores le llevaban obsequios y cariño al enterarse de su presencia. Jamás esa popularidad se volcó en frivolidades y divismo, ni dentro ni fuera del set. Luego de trabajar con ella, pocas veces he vuelto a ver a una actriz tan rigurosamente preocupada, y ocupada, por la apariencia física. Con ella aprendí que el cuerpo del actor no es de él, sino del personaje. Que mientras dure la prefilmación y la filmación, el actor ha de cuidar el cutis, el peso, abstenerse del sol, la playa, ciertos alimentos, entre un sinnúmero de inhibiciones que de ignorarse terminarán cercenando la cabal construcción de un carácter.
Con Galiardo choqué como un tren. Una mañana llego al departamento de vestuario de Cubanacán, entro al camerino y me lo encuentro de cabeza sobre el piso y las piernas sobre la pared, casi tocando el techo, de lo alto que era.
Tal vez era importante para él, pero era el turno de su prueba de vestuario, y el yoga debía postergarse. El cine, además de arte, es tiempo y dinero. Era a mí a quien le tocaba «aterrizarlo». La orden me salió cara. Galiardo me marcó con una raya que duró casi todo el rodaje. Fue desagradable trabajar con un actor que todo el tiempo me miraba con odio manifiesto, sin yo saber por qué.
Como director, Orlando tiene una visión más completa y me vuelve a sorprender: «Galiardo, que había perdido a un hijo, era un ser humano terriblemente dañado. Un día se acercó a mí quejándose de la mala energía del rodaje. Le molestaba el humo de Raúl (según él, una bobería de amateur), las interminables chácharas de Rosita, la sequedad de Luisa hacia él, y tus mandatos».
«Tuvimos una conversación en que los dos terminamos abrazados y llorando. Una catarsis a dúo. Él me contó detalles íntimos de su carrera y su vida sentimental. Yo, por mi parte, muy inseguro con el futuro político de la película, entre otras cosas le dije que si él me creaba una crisis, la película —que se estaba filmando bajo la duda de Julio García Espinosa—, iba a irse a bolina. Y es que tanto Julio, presidente de aquel ICAIC, como uno de sus asesores, el ensayista Ambrosio Fornet, habían sido muy reticentes con el guion. Si estaba filmando la película era gracias a mis maestros Humberto Solás y Tomás Gutiérrez Alea, quienes, consultados por Julio, la defendieron a capa y espada. Y Julio, respetando la importancia de los Grupos de Creación concebidos por él, fue fiel a sus preceptos. Recuerdo que me dijo: “Si buscas dos criterios de gente que te defiendan, y yo respete, haces la película”».
«Angustia mediante, convencí a Galiardo, y él, arrepentido, prometió ayudarme. Después de eso fue más condescendiente. Luego de aquella catarsis mutua, lo comenté con el productor, José Ramón Pérez, y este habló con él estando yo presente. No mencionó ni a Rosita ni a Luisa, pero sí a ti y el humo de Raulito. A partir de ahí, él aflojó el poquito que pudo. Nada, que tu relación con él —contrapuesta a la de Rosita— fue parte de tu aprendizaje como discípulo, y es que algún actor siempre nos va a dar guerra».
«En cuanto a Raúl y a ti, nunca les dije nada de estas conversaciones, porque temí que, conociéndolos a los dos, cualquier confesión sería un subrayado que podía empeorar las cosas, en lugar de ayudar. A lo mejor me equivoqué. Pero todo fue para evitar una bronca colectiva. A fin de cuentas, no solo tú, casi todos tenían a Galiardo en la mirilla (menos Rosita, aparentemente alejada de todo, o más alta que todos, pues nunca me comentó nada), y yo, que le perdonaba sus paranoias porque respetaba su trabajo con el mejor Saura, el fundacional. Pero siempre recuerda —y es probable que suene muy despiadado—, que en una película lo único insustituible son los actores».
Orlando no recuerda que poco antes de concluir sus escenas, Juan Luis Galiardo me pidió disculpas que yo acepté, con humildad, como le toca a un asistente de dirección si quiere ser parte de un viaje que es eterno aprendizaje.