La pandemia ha hecho sus estragos también, por supuesto, en el periodismo y la crítica de cine. Las salas cerradas, carencia de estrenos, festivales y encuentros internacionales se limitan al mínimo…, y entonces solo queda la opción de recordar el cine que éramos, que gustábamos ver, aquel que asumíamos despreocupados como si fuera a durar para siempre. Nunca antes me solicitaron, tantas publicaciones diversas, textos sobre películas o cineastas que cumplen aniversarios redondos. Y así, uno se sorprende recordando lo que fue, o más bien tratando de aprender algo del camino andado y de las películas viejas, y así intentas reproducir con palabras la impresión que te causaron, redescubres con asombro cuán joven e ignorante eras.
Hace casi veinte años, exactamente en 13 de junio de 1991, fue exhibida durante cuatro días en los cines Yara, Payret, Alameda, Mara, Carral, XI Festival, Chaplin, Ambasador y Gran Cine, Alicia en el pueblo de Maravillas. Desde meses antes, corría el rumor de que la película estaba «durísima», y los privilegiados que tenían algún amigo en el ICAIC sabían que había ocurrido un cambio de dirección y que incluso estaba amenazada la existencia misma del Instituto.
Las circunstancias habían cambiado mucho con la desaparición de la URSS y comenzaban a recrudecerse las oscuridades del período especial, de modo que la crítica desenfadada y aguda —que presentaba Daniel Díaz Torres con un guion coescrito por él en colaboración con el grupo humorístico Nos y Otros (Eduardo del Llano) y Jesús Díaz— fue objeto de una campaña nacional de descalificación mediática que convirtió al filme en una de las obras con peor prensa en la historia del cine cubano.
En 1991 yo trabajaba en Juventud Rebelde, en el Departamento de Computación, pues me había decidido a abandonar de una vez la carrera de geógrafo, e intentaba «colarme», por donde fuera, en el mundo del periodismo.Como casi todos los cubanos, me gustaba el cine nuestro, y fui a ver Alicia… con Fernando, en el cine Mara, de Santos Suárez, y recuerdo perfectamente el desconcierto de ambos a la salida, porque los rumores, y la prensa, exageraban muchísimo la magnitud satírica.
Me pareció graciosa, oportuna, y mucho antes de escribir crítica y trabajar en el ICAIC pensé que el filme continuaba coherentemente la línea de cuestionamientos a la inercia o el esquematismo que se apreciaba en las inmediatamente anteriores Plaff o Demasiado miedo a la vida (Juan Carlos Tabío, 1988) y Papeles secundarios (Orlando Rojas, 1989), ambas protagonizadas también por jóvenes que se enfrentaban a ciertas aberraciones preestablecidas.
En 1991, hace treinta años, todavía veríamos en Cuba, realizada en el ICAIC, otra muy notable comedia satírica, esta vez concentrada en el fingimiento y la doble moral, Adorables mentiras, de Gerardo Chijona, que había surgido, al igual que Alicia… al calor de los grupos de creación aprobados en la etapa en que Julio García Espinosa dirigía el ICAIC, y desactivados al regreso de Alfredo Guevara. Al igual que en otras varias películas de los años ochenta, aquí se hablaba de la gente de cine y de algo que Chijona designaba con un término que me encanta: la «simulocracia». El aprendiz de guionista y pichón de cineasta que es el protagonista, Jorge Luis (Luis Alberto García), resulta ser también un mentiroso y manipulador de grandes ligas, pero en el fondo es un cubano típico, gozador y hasta simpático, poseído por el ansia de ganarse a toda costa la admiración y el respeto de quienes cree mejores que él.
Debiéramos tener en cuenta que uno de los mayores riesgos de estas remembranzas cinéfilas, obligatorias en tiempos de Covid, proviene de las operaciones selectivas que verifica la memoria, detenida solo en lo que juzga principal, o más general, y así el cine cubano oscila, de acuerdo con lo leído antes, entre una comedia ácida y otra de igual sabor. En 1991, el ICAIC se aprestó también a concluir la poética y filosófica Mascaró, el cazador americano, dirigida por Contante Diego, en una coproducción entre Cuba, España y Venezuela, basada en la novela de Haroldo Conti, y la musical Latino Bar, coproducida por Opalo Films S. A., Universidad de los Andes e ICAIC, con la colaboración de Televisión Española S. A. y Channel Four, que realizó el mexicano Paul Leduc como cuarta adaptación de la novela Santa, escrita por Federico Gamboa, y segunda parte de una trilogía integrada también por Barroco y Dollar Mambo.
Nunca vi en su momento ninguna de las dos, porque ambas tenían fama de «raras» y elitistas, aunque después comprobaría que este espectador aspirante a elegir inteligentemente lo que ve y lo que no, y mucho más un joven de veintiocho años con aspiraciones de convertirse en crítico de cine, no debió guiarse por índices erróneos o prejuicios que, simplemente, frustraron la posibilidad de apreciar dos películas singulares, inclasificables, muy vinculadas con tradiciones literarias y artísticas latinoamericanas, la región donde nuestro cine actúa y se consagra.
Precisamente en ese marco para la consagración de lo mejor del cine latinoamericano y cubano que es el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, fue premiada la mexicano-venezolana-cubana Latino Bar, como mejor dirección y fotografía, mientras que Adorables mentiras consagraba a Senel Paz como el mejor guionista que competía en ese evento. Además, 1991 fue un año atípico, porque ganaron principalísimos premios películas de Venezuela y Colombia, como las respectivas Jericó, de Luis Alberto Lamata; Disparen a matar, de Carlos Azpurúa, premio de ópera prima; y Confesión a Laura, de Jaime Osorio, que se llevó el premio especial del jurado y también estaba coproducida por el ICAIC.
También recuerdo las colas, el entusiasmo del Festival de 1991, aquel en que abundaron los inconformes al final, cuando el jurado premió varias películas mexicanas menos la que realmente parecía la líder indiscutible de esa nacionalidad. El segundo y tercer premio Coral fueron otorgados, respectivamente, a La mujer de Benjamín, del luego multipremiado Carlos Carrera, y Mi querido Tom Mix, en la cual Gabriel García Márquez, como guionista-autor, tuvo ocasión de rendirles homenaje a los héroes de aquellos oestes norteamericanos que ilusionaron su infancia.
Sin embargo, por muy bonitas y eficaces que resulten ambas películas, jamás logran el impacto estético y la profunda reflexión sobre la historia continental, y el papel de los conquistadores, que contiene Cabeza de Vaca (Nicolás Echevarría), inspirada en el libro Naufragios,del español Álvar Núñez, apodado Cabeza de Vaca. Solo la OCIC, casi siempre acertada, decidió reconocer, en el Festival los valores del impactante filme mexicano.
Y también hay que recordarlo: 1991 fue el año en que se estrenó esa película completamente olvidable que fue la comedia sexy Sueño tropical, con el protagonismo de la entonces muy popular Hilda Rabilero; y Jorge Luis Sánchez iniciaba su artística cruzada para hacerle justicia audiovisual a uno de los más extraordinarios poetas cubanos de todos los tiempos con el muy notable documental ¿Dónde está Casal?, ahora mismo menos visto y recordado de lo que se debiera.
En el mismo Festival que mencionamos antes fue reconocido, con el Coral al mejor cortometraje de ficción, una obra realizada en coproducción con Francia y que continúa casi inédita, Fortuna la que ha querido, de Orlando Rojas, quien permanecería luego casi una década sin rodar otras ficciones. Mientras tanto, el premio especial del jurado en esa misma categoría fue para Sed, de Enrique Álvarez, una obra adelantada en espíritu y concepto al cine cubano que recrea las angustias juveniles y problemas generacionales en el siglo XXI.
Respecto al cine proveniente de otros entornos, 1991 fue, para los críticos cubanos, el año para entronizar Nostalgia (1983), como la mejor película exhibida ese año. Para quienes lo olvidaron, se trata de la penúltima película realizada por el poeta del cine Andrei Tarkovski, y la primera que pudo hacer luego de la dolorosa decisión de abandonar la URSS; el filme contiene, y expresa, toda su tristeza y decepción, además del irreprimible deseo de otorgar el don de la belleza y la sensibilidad para todos aquellos que quisieran compartir su sentido de lo que debía ser una película.
La mayor parte de los preferidos por los críticos provenían de los años ochenta, porque la crisis del período especial se dejaba sentir en el ICAIC, en todo el país, y comenzaba a disminuir drásticamente el número de estrenos y de salas. Después de Nostalgia, por orden de votos, clasificaron la cubana María Antonia (Sergio Giral, 1990), la mexicano-argentina Yo, la peor de todas (María Luis Bemberg, 1990), una buena película grandiosamente sobrevalorada en Cuba, y el documental británico Bring on the Night (Michael Apted, 1985) protagonizado por Sting y otros músicos encargados de concebir el disco Sueño de tortugas azules.
En la lista de las mejores del año, según los críticos, figuró también el musical Los fabulosos Baker Boys (Steve Kloves, 1989) con Michelle Pfeiffer cantando, vestida de rojo, acostada sobre un piano, y enamorando incluso a los seres más recalcitrantemente gays de este planeta; la comedia estilo perestroika La fuente (Yuri Mamin, 1988), una de las últimas grandes películas soviéticas aplaudidas en Cuba y testimonio vital de una cinematografía cuya infraestructura comenzó a desintegrarse precisamente en 1991.
En el último lugar de aquella selección —en la cual todavía no participaba este servidor, puesto que me apresté a formar parte de la Asociación Cubana de la Prensa Cinematográfica (ACPC) solo en 1994, embullado por Rufo Caballero— quedaba finalmente la brasileña Días mejores vendrán (Carlos Diegues, 1989), protagonizada por una de las mejores comediantes del mundo, Marilia Pera, en el papel de Marialva, una aspirante a actriz que solo consigue trabajo en el departamento de doblajes, mientras sueña con protagonizar las sitcoms a las cuales le pone su voz. Porque el filme describe los precarios balances psicológicos de una nación obsesionada por lo que vende la televisión mientras enfrenta una cotidianidad frustrante y mezquina. Ojalá mi amigo Frank Padrón la reponga pronto en su espacio televisivo de cine latinoamericano.
Por supuesto que nunca lograría citar de memoria la lista de las mejores películas de 1991, y por ello me auxilié del libro memorioso Cartelera cinematográfica cubana (1960-2017), escrito por Sara Vega y Mario Naito. Este volumen fue la máquina del tiempo que me ayudó a volver a vivir, y a repensar, momentos plenos de sentido y ocurridos hace treinta años, cuando estaba redescubriendo a toda velocidad mi propia identidad, y por tanto se reformulaba raudamente mi relación con el cine.