Quizás no sea textual, pero me lo contó Daniel Díaz Torres. En una entrevista, la actriz inglesa Helen Mirren magistralmente sintetizaba cómo se debía actuar para la puesta cinematográfica: «Una vez que el director y el actor se han puesto de acuerdo en cuanto al personaje a interpretar, basta con que el director le dé las siguientes indicaciones, “más rápido”, “más lento”, “más grande”, “más chiquito”».
La anterior conclusión me remite a un cuño que se machaca como a los ajos, la premisa de que la madre de la actuación es el teatro, de la que no discrepo, excepto cuando se usa como un absoluto para simplificar, o reducir, la actuación frente a una cámara de cine. Repito que no discrepo, salvo que se use para reducir y simplificar.
Lo que une actoralmente a ambos medios es que, tanto en el teatral como en el cinematográfico, el actor ha de producir una verdad rotunda, aunque la manera de llegar a esa verdad en el cine sea diferente, porque este medio exige del actor un sentido y un comportamiento escénico muy particular, y la actuación depende de cómo el intérprete es filmado, al mediar entre este y la cámara varios elementos que ayudarán, o no, a conseguir la apariencia de la codiciada naturalidad, tal y como si no se actuara.
Incluyo entre esos elementos la fotografía, el montaje, el sonido y los efectos visuales. Merodearé en la fotografía. En otras entregas tocarán los tres restantes.
Nada estoy descubriendo con escribir aquí que un encuadre casi siempre define una actuación. Podría no ser categórico, pero no es lo mismo actuar de espalda a cámara que de frente a esta, o en primer plano, a toda pantalla. Menos, si ese primer plano del actor se filma contrapicado, es decir, de abajo hacia arriba.
La singularidad de actuar delante de una cámara (y su complejidad) también reside en la movilidad de esta (cámara en mano, travelling, etcétera), así como en la del actor. He trabajado con algunos a los que esta asignatura, luego de equis años haciendo teatro, les crea no pocas dificultades. Tener acciones físicas, decir diálogos, situarse en marca para que una luz caiga en su rostro, moverse con la cámara, ir de espaldas, voltearse, venir de perfil, siempre en foco… en fin, toda una coreografía que ha de lograr sin salir de cuadro ni tapar a otro intérprete, sencillamente suelen ser palabras mayores para un actor de este tipo si no está mínimamente entrenado.
Sepan los cinéfilos que el gusto de trabajar con rostros frescos, desconocidos, tiene un precio. He visto sufrir a buenos actores de radio, o aficionados, ante estas puestas en escena coreografiadas milimétricamente conocidas como «planos secuencia». Se desestabilizan porque actúan convincentemente, pero no caen en marca. O por estar pendientes de caer en marca no actúan bien. Y la belleza de un plano secuencia también está en que ambas cualidades marchen por el mismo cauce.
De ahí que una actuación «grande» o «chiquitica», según la Mirren, casi siempre la define el encuadre. Personalmente me interesa esta última opción, que no debe confundirse con hieratismo o frialdad, ¡al contrario! Una actuación «chiquitica» implica contención, o un mínimo de gestualidad. La indispensable para que el actor trasmita equis sentimiento en un tono sin tener que enfatizar, acentuar cada palabra con un movimiento en el rostro o con otras partes del cuerpo. Énfasis facial innecesario (ENFI), le llamo. Este código, compartido antes con mis actores, ayuda a que estos asuman y reaccionen cuando involuntaria e indiscriminadamente muevan cejas, frente, boca, ojos, hombros… cual maracas o chekeré.
Ciertos actores acuden a elementos externos —pequeños vicios— para fingir estados de ánimo que no sienten. Es cuando el verdadero sentimiento se suplanta con muecas, caritas, ojitos y parpadeos intermitentes, los molestos y falsos suspiros, el llanto sin lágrimas, el gesto manido de pasarse la mano por la cabeza ante un problema, o redundancias expresivas como decir que «sí» y asentir también con la cabeza y con los hombros. Lo más difícil, porque implica estudio, observación y entrenamiento, es trabajar y dar las emociones con la expresión, limpia e intensa, de la mirada. Cuando en un primer plano el actor, inequívocamente, nos da a través de su mirada la tristeza, la felicidad, la duda, la rabia o la inseguridad, no solamente hace avanzar el entramado psicológico de su personaje, sino que respeta el espacio del receptor, el espectador, para que este sintonice, descodifique y disfrute el significado de una expresión.
En cambio, se pide todo «grande» cuando el plano es general, abierto, por lo que sin determinada dosis de gestualidad tal vez el espectador no aprecie cuál es el estado de ánimo del personaje, especialmente en escenas sin diálogo. Imaginemos que, distante de cámara, el actor viene caminando eufórico. Tal conducta, si no se hace «grande», probablemente no se vea. Igualmente, el plano puede ser más cerrado, pero puede necesitarse que la actitud a representar sea superlativa.
«Rápido» o «lento», significa que hay acciones que para verse y sentirse en pantalla el actor necesita de cierto tempo, según el ritmo interno que debe tener la escena. Por tanto, cuando un director —auxiliado por el cronómetro en manos del anotador—, le pide al actor que lo haga todo más rápido, el encadenamiento de las acciones físicas le otorgará a la escena la autenticidad buscada, porque ciertos elementos dramáticos para ser creíbles pasan por un determinado tempo.
Por todo lo anterior, un actor de cine debe dominar qué es un primer plano, un plano medio, un plano americano o un plano general. Durante la puesta en escena, el director pone en aviso al actor sobre cuál será el valor del plano a filmar y ya está en mejores condiciones para hacer la toma. En el cine, lo que no ve el encuadre, el fuera de cuadro, generalmente no existe.
Es obvio que otros elementos de la fotografía, como la indispensable iluminación, influyen. La misma emoción de un rostro no se percibe de igual manera a contraluz, que si fuera iluminado cenitalmente. Un contraluz fuerte no permite visualizar los rasgos de la cara, pero sí la silueta, por lo que importa que los movimientos sean grandes.
En nuestra cinematografía, posiblemente haya prevalecido la tendencia general de pedirle al actor organicidad, dejándolo en libertad de expresar sus sentimientos, pues a semejanza de la vida, la actuación tiene que ser convincente. Si a esto se le agrega que la mayoría de los mortales que nacemos en este archipiélago somos sanguíneos, y que nos definen el ritmo, el color, el movimiento, la efusividad, el hablar más con las manos que con la boca, entre otros rasgos identitarios, pareciera que la verdad está en representar al cubano todo grande.
En lo personal, intento alejarme del calco de la realidad, y de no reducir lo que imagine a ser reflejo, como cierto dogma extendió. Opto por un cine cada vez menos naturalista, arqueológico. Un cine que mire a la realidad cual expresión irremisiblemente subjetiva y, obviamente, según mis principios humanistas, éticos, filosóficos, sociales, políticos, religiosos, culturales.
Regreso a la contención y llego a Orlando Rojas en Papeles secundarios, donde lo vi cuidando el tono actoral. Como ya conté, fui asistente de dirección en esa película y aprendí que en paralelo debo preocuparme por que el actor sea orgánico con las emociones, pero sin los horribles énfasis innecesarios.
De Orlando —un director a quien echo de menos, porque su rigurosa voz intelectual le hace falta al cine cubano de ahora mismo— asimilé que no es posible que una película suplante la escuela de actuación, y que más allá de la opción que asuma en cuestiones de dirección de actores, y en muchos otros aspectos de la puesta en escena, el director ha de tener un pie en el acelerador y otro en el freno: más grande, más chiquito, más lento, más rápido. En materia de actuación, lo demás le toca ponerlo al actor, que es también un creador.