No digo que sea una regla, pero generalmente los directores son muy selectivos, por no decir huraños, en eso de extender confianzas, extrartísticas, con los actores con los que trabajan. Orlando Rojas es de signo contrario: le gusta y necesita establecer sólidos puentes amistosos con sus actores. Más allá del rodaje, los mima y los comprende, sin que jamás esa auténtica condición en él impida exigirles sus tareas sin cortapisas. Estoy seguro que en él dirigir actores es lo más parecido a un sacerdocio.
«Creo que en ese sentido soy muy singular en el cine cubano. No solo María Isabel Díaz Lago, también Jorge Luis Álvarez, Luisa Pérez Nieto, Popi Gattorno, Rosa Fornés, Verónica Lynn, Thais Valdés, César Évora, Edith Massola, son parte de mí, hermanos(as), primas(os), hijas(os), madres siempre cercanas», subraya.

María Isabel querida, a la que le debo un artículo, la gordita esculpida por la dirección de actores de Orlando en Una novia para David (1985), es una de las actrices que con la que él ha cultivado una exquisita relación de cariño que se enriquece en las buenas y en las malas. A ambos los vi trabajar «ebrios de gozo» en esta película (era la segunda vez que trabajaban juntos), por lo que me preguntaba si no se me estaría revelando la relación que yo debía sostener con mis futuros actores, es decir, calidad humana, rigor, cariño, respeto y profesionalidad.
Por tanto, me sigue guiando todo aquello que aprendí viéndolo defender los diálogos previstos e impidiendo con firmeza a tal actor improvisar y cambiar textos que fueron pensados buscando un propósito. U obligando a aquel otro a caer en marca para que la luz trabajara sobre su rostro, dando paso a la expresión de un silencio orgánico.
«En Los sobrevivientes vi que la negatividad con que Tomás Gutiérrez Alea (Titón) a veces trataba a un actor cuando este comenzaba a molestarlo, o a no actuar como él deseaba, no ayudaba a ninguno de los dos y mucho menos a la película.

»Por ese camino comprendí que el modo en que se relacionaba Humberto Solás era más lógico y humano. Mi carácter, mi respeto por los actores, mi capacidad de tratarlos a cada uno tal como es, me hizo llevar las cosas a un extremo más definitivo que Humberto. Y no lo hice por oportunismo estético, lo hice porque es en mí natural, y además por el profundo respeto que le tengo a la actuación como profesión». Cuando Papeles secundarios (1989), aunque podía intuirlas, todas estas revelaciones yo no las dominaba al dedillo.
Viéndolo en retrospectiva, no recuerdo a otro director cubano que hubiera tenido el privilegio, no solamente de asistir a dos personalidades artísticas, sino de involucrarse intelectualmente con el trabajo de dirección de actores de esas dos cumbres del cine cubano de ficción.

Por eso clamo por los estudios sobre el manejo de la dirección de actores en Titón y en Humberto, pues de ambos se desprenden procedimientos y tendencias aún vigentes, más explicitas, más sutiles, menos discretas, que son las que marcaron métodos en no pocos de los actuales directores de cine cubano. Pido exégesis, no impresiones henchidas de adjetivos que empañan y no dejan ver.
Orlando, no importa el paso del tiempo, sigue siendo el preceptor que complejiza mi reclamo: «¿Exégesis puede aparentar ser menos de lo que reclamas? La idea es tremenda, Jorge, pero yo perfilaría la palabra “exégesis”. Se necesita investigación, búsqueda de hechos, y para eso hacen faltan los testigos, que poco a poco se van muriendo o son solo apologéticos. Abunda la crítica impresionista y también la presuntamente profunda, pero no basada en investigación, en comparaciones, en estudios fundamentados en hechos. Exégesis está bien, pero yo pondría a la par investigación crítica, entrevistas, historia, no historieta impresionista».
Ato cabos y estoy viendo a Orlando en el set puliendo rasgos, gestos e inflexiones de la voz para que sus actores encuentren el tono preciso, el necesario en este filme que debe convertir lo raro, la teatralidad de la puesta en escena de la versión de Réquiem por Yarini, la obra que da pie al guion, en natural verosimilitud y «voluntad de estilo», matiza él.
¿Ese tono, ese sello estilístico de Papeles secundarios, ajeno a clichés que no poco naturalismo cinematográfico ha estandarizado a nivel actoral y de puesta en escena intentando parecerse a la realidad, viene de lo aprendido con Titón o con Humberto? ¿O en esta película ya no es ni uno ni el otro, sino Orlando Rojas?
«Con Titón yo aprendí de dirección de actores en un sentido específico. Más que los caracteres, creo que a Titón le interesaba la representación de las ideas de estos. Cuando lograba conjugarlos, las actuaciones eran fuertes: las mujeres de Memorias del subdesarrollo (Yolanda Farr, Daisy Granados, Eslinda Núñez), Sergio Corrieri; Nelson Villagra y los esclavos en La última cena.

«Con Humberto aprendí el alto valor de la improvisación, y saber que lo que yo quiero está por encima de todo y no implica hacer daño, y pensar que lo que uno quiere tiene que lucharlo mucho. De Titón, también la gramática, el orden, la disciplina, aspectos que a Humberto a veces le fallaban».
Desde mi mirada como asistente de dirección desconocía no pocas herramientas que puedo usar ahora, pero ciertos manejos me confirmaban que estaba viendo conducir y dirigir actores de una manera diferente. No era Orlando el director que le hablaba al actor durante la puesta, indicándole en voz alta lo que debía hacer. Tampoco el que, buscando la ansiada verdad, lo dejaba todo a la espontaneidad del actor. Mucho menos el que tras terminar una toma va donde los actores, les miente diciéndoles que han estado fenomenales, pero que, por protección, hay que hacer otra.
«En un número aceptable de tomas, me solía exponer en un diálogo con el actor, en voz baja —cosa poco usual en mí—, pero a la vista de todos. En ese diálogo solía traer a colación el método de actuación con el que la actriz o el actor era más afín. Esta conversación, digamos fría, no la podía seguir prolongando cuando el número de tomas crecía sin poder acorralar “la externidad”. Es un momento dramático donde se pone en riesgo no solamente la calidad de la película, sino también el cumplimiento del plan de filmación. Es algo aterrador. Poder superar esa crisis es parte sustancial de mi método, de la cual creo que nadie ha sido testigo».

En cambio, en ocasiones se apartaba con los actores; obviamente, nunca supe lo que hablaban, hasta hoy:
«Me llevo a los actores a un lugar donde nadie nos vea ni oiga. Yo soy quien llama al mismísimo Stanislavski para que me socorra. Soy yo entonces el que se “desnuda” y doy curso a mi desazón. Nadie ha sido testigo de esos momentos, e incluso no estoy seguro de que sean realmente útiles para otros. No sé si podría usarlo con una Meryl Streep, pues soy yo el que busca en mis emociones y me quiebro. El mundo se me viene encima y el actor en cuestión acude a salvarme. Se crea esa catarsis entre dos que ya te he mencionado».
Haber captado rápidamente aquella condición de lo diferente me permitió disfrutar de no poca complicidad con Orlando, cuando después de la palabra «¡corte!» sentíamos al unísono —un extraordinario honor para mí— que tal actriz o tal actor podía dar más verdad, matiz que no estaba por el camino de las muecas, las caritas o los llantos sin lágrimas, trucos que abundan en las actuaciones externas.

«Los actores se bloquean, o nosotros, los directores, con nuestras tensiones, los bloqueamos. Actores y directores compartimos una misma responsabilidad. Pero hay que cuidar que cada cual se exprese por su voz. Y cada voz tiene que ser distinta. El director no tiene que actuar como el personaje. No puede confundir su tono con el de los personajes; eso agrava cualquier problema. Tampoco esa labor puede ser muy pública. Actuar es durísimo, hay que respetar mucho los procesos. Ese momento privado que elijo para romper la desesperación mutua toma tiempo, energía. Uno de los defectos del cine cubano es que, en muchos filmes, no pocos actores hablan con el tono del director.
»Martí decía “no hables mal de mujer”. Mi lema, más limitado: no se habla mal de actores que han trabajado con uno. Si el resultado es malo, el director es igualmente responsable».
La película que veía crecer necesitaba de buenas e inusuales actuaciones, en consonancia con el teatral expresionismo que aportaba la casi constante neblina. La atmósfera de la fotografía —y la dirección de arte—, en conjunción con la interpretación por parte de los actores de aquella trama tan despojada de naturalismo, tenían que crear un espectáculo cinematográfico que comunicara al espectador, de manera subliminal, el universo lleno de ideas y emociones del guion. De no ser por tal cualidad de las actuaciones, la película podría resultar en una imagen virtuosa, pero hierática, hueca y narcisista.

Abrir mis ojos veinteañeros a otra manera de colocarme frente al hecho cinematográfico desde la dirección de actores fue una de las siembras más rotundas de mi relación profesional con Orlando Rojas, que hoy, tras el rencuentro, se sostiene y crece gracias a WhatsApp: nuestro espacio para el debate estético, político, social, sin faltar el intercambio de nuestros febriles guiones inéditos.
Me he explayado en la dirección de actores por las razones ya desmenuzadas, pero a partir de lo que viví durante la aprobación de los vestuarios y los diseños de los personajes pudiera discernir sin dificultad sobre la conducción exacta que hacía mi director del concepto artístico, que jamás fue suplantado por el capricho hormonal.
Físicamente desaparecidos Titón y Humberto, un registro de la realidad como los suyos percibo que hace rato nos hace falta. De haber estado activo en el cine al que pertenece, el cubano, no tengo dudas de que Orlando Rojas habría realizado no pocos filmes inquietantes, notables. Por respeto al arte, y no solamente por agradecimiento, soy de los que trabajan en silencio por su regreso. Veinte años ausente de la pantalla del largometraje de ficción ya es demasiado tiempo.