Estoy haciendo la «pre» de «pre», la preparación de la prefilmación de un futuro proyecto, y miro a mis compañeros del equipo y no encuentro con quién compartir este extraño retorno luego de 35 años, cuando en esta misma terraza, sentados sobre los mismos muebles de mimbre, de color blanco, Ana Rodríguez —la primera asistente—, Andrés Ortega, Marina Ochoa y yo —los asistentes de dirección— veníamos a encontrarnos con Manuel Octavio Gómez durante la extensa «pre» de «pre» de su último filme, Gallego, en el cálido verano de 1986.
Caminar desde la Oficina de Producción, en la calle 23 entre 8 y 10, hasta la otrora Casa Latina, sita en 19, casi esquina 6 —llamada así porque allí vivieron muchos cineastas latinoamericanos a los que el ICAIC ayudaba a terminar en Cuba sus películas, —me caía como una patada. No solamente porque lo hacíamos después de almuerzo bajo el sol, sino porque la frialdad de este sitio todavía pintado de blanco, con gentes que entraban y salían sin siquiera saludar, me resultaba fatigoso para la creación. Una vez que emigró Sergio Giral, el otro director cubano que tenía allí su morada, el ICAIC decidió convertir aquella casa de dos plantas en Oficina de Producción, lo que sigue siendo hasta hoy.
La comodidad, pues vivía allí junto a su esposa, la actriz Idalia Anreus, fue quizás la razón por la que Manuel Octavio decidiera hacer los encuentros con nosotros justamente alrededor de la misma mesita de mimbre que estoy mirando.
Por aquellos años, él era un peso pesado, tanto que cuando Julio García Espinosa crea los Grupos de Creación, él no queda en ninguno, y siguió siendo atendido directamente por Julio en su condición de presidente del ICAIC. También pululaban los decires, que si por su carácter irritable, que si por su estética, de que si carecía de liderazgo como para ejercer autoridad artística con otros cineastas, cosa que no era cierta, pues junto a Tomás Gutiérrez Alea (Titón) y Manuel Pérez, —me recuerda este último—, se desempeñaba también como asesor de documentales en la Vicepresidencia de Programación Artística.
Luego de Titón y Humberto, indudablemente él hacía el tres entre los directores de ficción de aquellos años. Tal vez subordinarlo a cualquiera de los jefes de grupo —Manuel Pérez era el tercero—, sería irrespetar su jerarquía artística, respaldada por filmes que sobreviven hasta nuestra contemporaneidad, como La primera carga al machete (1969), un experimento de respeto; Los días del agua (1971), de las películas cubanas con más guiños estéticos al cinema novo brasilero; Ustedes tienen la palabra (1973), que permanece solitaria en el parnaso de los logrados filmes «de asuntos de obreros», desde el singular reto de rozar cierta zona del realismo socialista, pero saliendo airosa; hasta Patakín, quiere decir fábula (1984), nuestra segunda película musical, que aún con los desaciertos del reparto, se puede ver una y otra vez, dejando siempre un sabor de agradable entretenimiento que, lamentablemente, sepulta su gran tema: la precaria eticidad que subyace en el «cubaneo», esa forma de choteo que favorece al de peor conducta, porque es gracioso y cae bien. Le otorgo el beneficio de la duda a los que dan vivas a Tulipa (1965).
Como parte de un curso donde me formaba como asistente de cámara, cinco años atrás lo había visto en mi primera entrada al Foro de Cubanacán, filmando él una secuencia de Patakín…, que no sobrevivió al montaje. Nuestro entrañable profesor Niceno Blanco, especialista del Departamento de Cámara, quería que viéramos después los rushes de esa filmación para entender una parte del proceso fílmico, pero, ignorantes jóvenes, mis compañeros y yo denostamos a Manuel Octavio por su negativa a que entráramos en la sala de proyección. Hasta que me tocó estar en su lugar entendí que tal visionaje es un asunto privativo del núcleo de dirección y de algunas cabezas de equipo. A pesar de la digitalización, en mis películas todavía se visionan los rushes y no participa nadie aparte de los que tienen que estar.
Una de las complejidades de Gallego radicaba en las construcciones escenográficas, que eran bastantes: parque de diversiones, café billar, calles comerciales, bodega, coche de carbón, tranvía, este último, absolutamente extinguido desde que a inicios de la década del cincuenta fue retirado, pues a nadie en aquellos años se le ocurrió dejar alguno, al menos con carácter museístico.
Además de los departamentos de Ambientación, Efectos Especiales y Pirotecnia, yo atendía Escenografía. No pocos de los compañeros que ya habían trabajado con Manuel Octavio, como Orlando González, alias Vinagre, un notable ambientador, para mí de buen carácter, me alertaba de que a este le gustaban los grandes decorados, pero que luego, en el rodaje, cerraba tanto el encuadre que la escenografía y la ambientación perdían magnitud.
Y es que en los filmes de época, el plano general —costoso cuando encuadra una construcción escenográfica, porque esta se hace para aquel— no solamente se justifica según la concepción del filme, sino que cuando está bien imaginado, y luego conseguido, ha de dejar, desde mi punto de vista, la sensación de «llenura», es decir, que sacie en el espectador el apetito visual al permitirle, más que ver el ambiente pretérito, «sentirlo».
Como entendí muy rápido, sin complejo alguno, que un asistente de dirección trabaja para que se exprese otro, y no solamente el director, me sumergí de lleno en aportar, organizar y chequear el trabajo con los escenógrafos Guillermo Mediavilla y Calixto Manzanares. Recuerdo con mucho agrado las sesiones estudiando las imágenes en las revistas de las tres primeras décadas del siglo XX, como El Fígaro, de manera que ellos estuvieran en mejores condiciones de presentarle al director los bocetos de los diferentes decorados.
Y aquí quiero acotar que Manuel Octavio nos pedía el máximo de rigor para evitar anacronismos. Con él, que ya había hecho cine de época, no había espacio para la conformidad del «mata y sala». Recuerdo la construcción del tranvía y la minuciosidad que exigía para los detalles. O para las mesas del café billar, cuyas bases debían tener la apariencia del hierro y la parte superior de mármol, redondas unas y cuadradas otras, con sus correspondientes sillas de apariencia Thonet. Todo se replicó con el mayor rigor posible, y al menos las mesas se pueden encontrar en el Departamento de Ambientación de Cubanacán. O en alguna oficina del ICAIC.
Hubo una tarde en que se hablaba del tranvía y de las posibles locaciones por donde este podría pasar en filmación. En el acto recordé par de calles que todavía conservaban intactas las líneas aprisionadas dentro del adoquinado. Manuel Octavio, más que dudar, negó su existencia de plano. ¿Con qué vehemencia habré defendido el patrimonio de las imágenes que atesoro desde mi infancia, que exigió ver «esa» locación, persuadido yo de que mientras él filmaba sus películas, en paralelo mi infancia brincaba en el barrio de Jesús María sobre las olvidadas, pero visibles líneas del tranvía? En las calles Misión y Factoría, en La Habana de extramuros, se convenció, pero como los muchachos, me marcó con una mirada poco amistosa que más adelante comprendí.
Por su carácter fácilmente irritable, los trabajos de mesa se recalentaban entre él y Ana Rodríguez, como cuando en el desglose del guion, en el decorado del café billar y en el acápite de extras, habíamos puesto tantos marines y tantas putas. Reaccionó como una fiera: «¡No quiero marines ni putas en esta película!». A lo que acotó Anita, famosa por sus malas palabras: «¡Ni maricones ni tortilleras!». Nadie pudo dejar de reír. Como ambos se conocían, pues ella había trabajado para él en La tierra y el cielo (1976), luego de la borrasca no quedaban huellas, y hasta intercambiaban sobre su salud: él, asmático, y ella, diabética. Anita, una gran profesional, de regreso a la Oficina de Producción, reproducía el cuento, nombrándolo con un apodo que nos daba risa, y sellando el chiste con un «hasta aquí las clases».
No tardé en comprenderlo. Se refería a la abusiva reiteración que una zona del cine nuestro ha hecho de determinados elementos de la realidad. Para dar la época antes de 1959, indiscriminadamente se acudía a vestir extras de marines y sus correspondientes meretrices. Otras imágenes, ya comunes, las seguimos repitiendo, no para mostrar la realidad de las cosas, sino las cosas fáciles y cómodas de una estereotipada realidad, ya vista en otras películas, también en las extranjeras.
Porque atendía la escenografía y por ser «conocedor de locaciones» —aquella mirada poco amistosa—, él decidió que yo buscara el solar que aparecía en el guion. Aunque me dio escuetamente su parecer, estábamos trabajando sin director de fotografía, lo que es un rollo, pues ese ojo es único en el equipo, no importa si el director sabe en detalle lo que quiere. Desde la prefilmación debe estar el fotógrafo, que aquí lo aportaba la contraparte española, pero al no estar listo el acuerdo de coproducción, no lo teníamos.
Luego de haber buscado una «cantidad hechizada» de solares, nos organizamos para la aprobación. Viajábamos en dos autos Volga, el negro en el que iban Manuel Octavio y Miguel Mendoza, el productor, y el otro, de horrible color mostaza, donde viajábamos Anita, Guillermo Mediavilla y yo. Paramos frente al primer solar, nos bajamos y esperamos a Manuel Octavio. Este bajó la ventanilla y miró por encima de sus gafas oscuras para decir con desapego: «No me gusta». Luego de mi perplejidad, continuamos para ver otro y se repitió la escena anterior. Cuando paramos delante de la fachada del sexto solar, fui yo el que no se bajó.
Anita y yo discutimos con Miguel Mendoza, quien logró entender que mi irreverencia se debió a que el director estaba en el deber, legítimo, de expresar inconformidad, pero argumentada. De lo contrario, ¿cómo yo iba a saber por qué no le gustaban? Quien los conoce sabe que la entrada de un solar nada dice si no se caminan sus espacios. En la industria del cine, a este tipo de actitud suele endilgársele indiscriminadamente la palabra «inseguridad», saco roto al que le echamos casi todo, desde la majadería hasta lo hormonal. Y es inexacto, porque frente a la vacilación y la duda, un director debe comunicarse con su equipo. Lo que tenemos en la cabeza, si no lo decimos o no lo escribimos, sencillamente no existe. No se piense que estoy insinuando mediocridad, que a veces no es fácil de detectar. Manuel Octavio era un director talentoso, que sabía organizar y expresar sus exigencias artísticas.
¿Cansancio, crisis creativa, ego herido, escena que necesita escribirse mejor en el guion, concepto para filmar determinado plano que nunca se encuentra, pero hay que filmarlo, película que hacemos por equis compromiso sin que nos apasione su trama, desmotivación, presiones…? ¿Quizás hablar menos y escuchar más a los que nos rodean? Piénsese que el verdadero poder de un director de cine no radica solamente en su talento: puedes creer que hiciste la gran película, y en su momento de circulación, nada dice, nada muestra. Treinta años después, con tres varas de tierra encima, es un filme de culto: ahí está el ejemplo de Soy Cuba (1964). Pocos como el director tienen las más diversas variables para vaciar en otros sus miedos y limitaciones. Esa fue la esencia aprendida en aquel paseo por los solares habaneros.
Lo peor no era que trabajáramos sin fecha, sino cambiar toda la papelería cada vez que mandaban desde España una nueva versión del guion. Hasta que por problemas financieros se decide detener la «pre». Guardamos toda la documentación meticulosamente pensando que otros la terminarían, por lo que debían entenderse los diseños, el desglose de escenografía y vestuario, y la parafernalia de listados, fotos, direcciones, etcétera, que son necesarios en la preparación de una gran producción, como lo fue Gallego.
Cuando apareció el financiamiento, los asistentes estábamos en otros proyectos. En mi caso, fui llamado por Fernando Pérez para hacer Clandestinos, su ópera prima. Años después vi Gallego en su premier en el Chaplin como si la hubiera hecho, porque me la sabía de memoria, aunque nadie se acordó de ponernos en los agradecimientos siquiera. Entonces noté, efectivamente, la ausencia de planos generales que permitieran sentir la atmósfera de aquellos costosos decorados. ¡Ni el tranvía se disfrutaba!
Gallego arranca en 1916 y termina en la década del ochenta. El original literario, del mismo nombre, de la autoría de Miguel Barnet, fue versionado por Mario Camus y Manuel Octavio. Más que el guion, me fascinaba el libro, que me remitía a esa mitad de mis genes de piel blanca, en mi caso vascos, pero igual, españoles que vinieron a Cuba a paliar sus pobrezas. La tranquila convencionalidad carente de emociones en que resultó la película no la merecía el libro; menos, la muerte de Manuel Octavio, con 54 años, ocurrida dos meses antes del estreno comercial.