Cuando pasamos de esa imagen de la partitura instrumental a la partitura
«El sentido del cine» (II. Sincronización de los sentidos). Serguéi Eisenstein
visual, se hace necesario
agregar algo nuevo: un «pentagrama» de visuales
sucesivas que corresponden, de acuerdo a sus
propias leyes, con el movimiento de la música y
viceversa.
Sin música nunca habría existido una industria del cine.
Irving Grant Thalberg
Ya no han de quedar dudas sobre la «idea del cine» (las aspiraciones a ver la realidad en su movimiento y con sus sonidos, e incluso un «arte total») como un medio, y luego, un arte audiovisual, hasta el punto en que, no pudiéndose lograr técnicamente la sincronización de visualidad y sonido, siempre se acudió a narradores, pianistas acompañantes y otras modalidades sucedáneas.
La cita de Eisenstein expuesta al inicio de este texto muestra hasta qué punto muchos cineastas han pensado la obra cinematográfica en plena analogía con la musical o, más que analogías, como coincidencias e identidades en sus diferencias. La experiencia de Thalberg, uno de los grandes productores de todos los tiempos, confirma tales influjos.
Muchos músicos que llegarían a ser futuros talentos del cine iniciaron sus experiencias en este arte como pianistas acompañantes del cine mudo. Uno de ellos fue Jacques Ibert, el afamado compositor de óperas y luego musicalizador de muchos filmes tan importantes como Un sombrero de paja de Italia (René Clair, 1928) y Macbeth (Orson Welles, 1948). También, entre muchos, André Delvaux, quien llegaría a ser el memorable director de El hombre de pelo corto (1965), Conversación con Bray (1973), filme que potencia estéticamente la música en su estructura y audiovisualidad general, y otros como Con Dierec Bouts (1975).
En fin, al hablarse del cine ya desarrollado como «el arte de la sucesión coherente de imágenes comúnmente audiovisuales logradas mediante una matriz y una superficie» ha quedado explícito su carácter audiovisual y, por ende, su factor sonoro. Además, también que, si no todo sonido es música, la música —ya fuese «acompañante» o ya fuese acoplada en el mismo registro o matriz— jugó siempre un rol muy significativo en este orden.
Nada gratuito fue que precisamente dos de estos filmes musicales inauguraron la era del llamado «cine sonoro», Don Juan (1926), aunque sonorizado a posteriori, y El cantor de jazz (1927), ambos dirigidos por Alan Crosland.
Por su parte, muchos artistas de las vanguardias de las décadas de 1920 y 1930 cumplieron y fomentaron la tentación de realizar obras que conjugasen intensamente las artes visuales (incluso las abstractas) y la música de su tiempo. Antes de haberse conseguido el sonido sincronizado, realizaron breves filmes que, aún silentes, potenciaban los factores rítmicos, entre otros sugeridos por lo musical. Nombres claves devienen desde Man Ray, Marcel Duchamp, Dudley Murphy, Fernand Léger y Hans Richter hasta Walther Ruttmann con Berlín: sinfonía de una gran ciudad (1927) y Melodías del mundo (1929), entre otros precedentes indudables de lo que luego se daría en mal llamar «música visual».
De uno u otro modo, la música tuvo sus altas valoraciones desde los inicios del cine hasta hoy, desde el cine musical, luego la «música visual» y más tarde el videoclip.
¿Qué caracteriza y qué quebranta, en su actual estadio, la condición de arte de cada una de estas modalidades de la audiovisualidad?
A) El cine musical
Ante todo, si bien es muy raro el filme que no maneje la música de uno u otro modo, e incluso muchos la utilizan con abundancia (y aun algunos con sobreabundancia manipuladora de lo emocional), no por ello puede verse como «musical» propiamente dicho cualquier filme con la presencia de lo musical.
Prima un factor al respecto: la música, digamos la canción, la danza o su combinación, ha de tener una función y un verdadero valor como foco fundamental de la atención. Es decir, ha de valer por sí misma, como canción, danza o combinación de ambas, encaminadas a proporcionar una experiencia donde lo musical se ha potenciado o, con riesgo de decirlo, es precisamente lo que en ese momento se propone a la expectación como experiencia fundamental.
Se ha reconocido el riesgo de afirmarlo tajantemente porque, ello ocurre relativamente, no de modo absoluto, ya que, hablando de cine, de todos modos la canción, danza o, en general, dicha «música» se halla inmersa en un proceso discursivo. Así, el buen «filme musical» nunca puede hacer a un lado la correspondencia (y tributo) de lo musical al proceso narrativo o discursivo general.
Por ello, un buen o incluso un verdadero filme musical no puede consistir en el simple cúmulo o suceder de piezas musicales, sin su coherencia discursiva: en tal caso, constituye simplemente (o compleja y ricamente, puede serlo también) un recital o el registro filmado de un recital. En las incitaciones anteriores ha quedado bien establecida la diferencia entre filmación y cine, similar a la del lenguaje coloquial y la poesía.
Así, la relativa «focalización potenciada de lo musical» (canción, danza, ejecución de pieza instrumental, combinación de estas), infundida con plena coherencia en el relato o discurso general, es uno de los primeros rasgos fundamentales del cine musical.
Pero —en toda complejidad siempre hay «peros» que demandan el auxilio de otros factores o perspectivas— dicha «focalización privilegiada» constituye solo uno de los factores: cuenta también el «factor cuantitativo», es decir, la «relativa abundancia» de lo musical.
Casi desde los orígenes del cine ha sido común el filme que incluye una danza o una canción. Piénsese enseguida en Chaplin, quizás el más conocido, que recurre a la danza como foco central de la mirada (bailarinas y él mismo, incluso en patines o con globo), desde Al sol (1919), pasando por Luces de la ciudad (1930) y Tiempos modernos (1936) hasta El gran dictador (1940).
Entre tantas danzas incorporadas a un filme no musical, aún impresiona la secuencia de canto y danza «Rififí» (por Magali Noël y una pareja de sombras), en Rififí (1955), de Jules Dassin.
¿Quién no recuerda la escena con Ingrid Bergman, el pianista Dooley Wilson y la canción «As Time Goes Bye», de Herman Hupfeld, en Casablanca (Michael Curtiz, 1942), filme que incluso maneja con excelencia focal dramática himnos y canciones con trasfondo político-nacionalista («La marsellesa» y «El guardia sobre el Rin»)? ¿Y a la extraordinaria Rita Hayworth (con voz de Anita Ellis) en Gilda (1946), de Charles Vidor?
No es factor privativo de las cinematografías occidentales. Valgan los ejemplos de El arpa de Birmania (1956), de Kon Ichikawa, y, para mayor cercanía en el tiempo, Lagaan (2001), de Ashutosh Gowariker; Udaan (2010), de Amit Trivedi, y El cantante pansori (2020), de Jo Jung-rae.
Remontándonos al ámbito de las series, vale mucho el ejemplo de la eficacia con que Russell T. Davies utiliza ya no simplemente la música o la danza, sino la fiesta (música, canción, danza) como atmósfera y aun clímax dramático en los distintos capítulos de It’s a Sin (2021). Algo similar, aunque no en igual grado y precisión, sucede en Euphoria (2021), de Sam Levinson.
Miles de ejemplos pueden mostrar esta utilización de canción, danza o combinación entre ellas como foco fundamental solo esporádico en filmes que no son «musicales».
De modo que, al factor cardinal de ser foco fundamental de la mirada, con relativo valor en sí mismo, se une, también imprescindible, el de su relativa abundancia o permanencia a todo lo largo del devenir fílmico.
Claro está, y como todo en el universo y más aún en el arte, ¿quién puede cuantificar con exactitud tal cantidad y proporción? Queda siempre la cuestión de los hábitos de recepción y otros institucionales (sociales y culturales), incluyendo la intuición. Pero no cabe dudas de que ha de disfrutarse siempre cierta «abundancia» de lo musical.
Tal factor cuantitativo puede significar no solo una «relativa abundancia», sino llegar a un grado tan alto como las danzas de A Chorus Line (Richard Attenborough, 1985) y el máximo de un filme cantado de principio a fin como Los paraguas de Cherburgo (Jacques Demy, 1965).
Foco y cantidad parecen ser un binomio, los dos factores necesarios y suficientes, porque otros son habituales, aunque pueden ser dudosos, por ejemplo, el de la comicidad.
Sin duda alguna, el concepto y término de «comedia musical» ha campeado ampliamente en este ámbito, hasta el punto en que comúnmente se han asociado con mucha firmeza. Parece ser que la mayoría de los filmes recepcionados como musicales (afirmación intuitiva, pues sería muy difícil, labor de un buen equipo y mucho tiempo, revisar los filmes musicales existentes para lograr tal estadística) tienen al menos finales felices o triunfales, o se comportan con «ligereza placentera», en dramaturgia y estética más bien epicúrea y horaciana que aristotélica o brechtiana.
Pero aun admitiendo tal «mayoría», no cabe duda de que el atributo «musical» no es privativo de la comedia. Entre muchos, lo atestigua el citado Los paraguas de Cherburgo. Antes lo habían probado, por ejemplo, El fantasma de la ópera (Arthur Lubin, 1943) y luego lo harían otras versiones de esta obra como la de Joel Schumacher en 2004.
Se trata de filmes, como El fantasma del paraíso (Brian De Palma, 1974), Tommy (Ken Russell, 1975), Pink Floyd, El muro (Alan Parker, 1982), Bailar en la oscuridad (Lars Von Trier, 2002), Moulin Rouge! (Baz Luhrmann, 2001), Chicago (Rob Marshall, 2002) y Nine (Rob Marshall, 2009), que se acercan a la tragedia moderna en virtud de sus tonos sombríos, incluso trágicos, y sus conflictos con desenlaces nada felices.
Se llega incluso a la combinación de música, horror, ciencia ficción y sátira de The Rocky Horror Picture Show (Jim Sharman, 1975), y a lo predominantemente soez de Repo, la ópera genética (Darren Lynn Bousman, 2008), o lo soez y satírico de Hedwig and the Angry Inch (John Cameron Mitchell, 2011).
Más aún, si el atributo de «comedia» no subsume el de «musical», tampoco lo hace el cine llamado de «ficción».
En cuanto incumbe a la animación, bastarían para evidenciarlo, entre muchos más, Fantasía (Walt Disney, 1940), Yellow Submarine (George Dunning, 1968), Allegro non troppo (Bruno Bozzetto, 1977) y Ópera imaginaria (Pascal Roulin y otros, 1993).
Claro que también está el documental, el propiamente dicho, no la ya antes mencionada pura «filmación» o el registro filmado de recitales, ópera y otra clase de obras musicales, sino el propiamente «cine», es decir, arte cinematográfico documental al que no falta el atributo de «arte».
Algunos conjugan la focalización musical con la del documental, como lo hace el paradigmático Canciones para después de una guerra (Basilio Martín Patino, 1971), al ofrecer un panorama histórico-cultural de tiempos de la guerra civil española y los años posteriores, realizado mediante un encadenamiento de canciones y pasos de baile con fragmentos ya filmados y otros documentos (revistas, diarios, fotos…).
No se pueden ignorar Simpatía por el diablo (Jean-Luc Godard, 1968), así como tampoco 196 BPM (2002) y Entre el diablo y el ancho mar azul (2005), ambos de Romuald Karmakar.
Se trata de obras que conjugan lo documental con lo musical, las dos perspectivas y focalizaciones al unísono.
Esto implica también evitar la confusión con puros «documentales» que tienen como tema o referencias «lo musical», e incluso ofrecen lo musical ampliamente en su banda sonora, sin ser propiamente «filmes musicales», similar a como se ha dialogado ya sobre filmes de ficción que incluyen esporádicas canciones, danzas o ambas.
Al respecto, valdría analizar con cuidado —aunque nos inclinamos a la perspectiva «documental sobre»— los magníficos documentales de Martin Scorsese The Last Waltz (1978, sobre y con The Band), No Direction Home (2005, sobre y con Bob Dylan), Shine a Light (2008, sobre y con The Rolling Stones) y George Harrison: Living in the Material World (2011, sobre el conocido fundador de The Beatles).
Vale concluir que el filme musical se caracteriza por el binomio conformado por «la focalización fundamental y la abundancia de lo musical», y la contingente presencia de otros factores y atributos, donde «la comedia» ha sido quizá lo más frecuente, y donde cuentan también otras posibilidades como «la animación» (el musical animado o el animado musical) y «el documental» (el documental musical o el musical documental), así como lo trágico, lo soez, lo satírico y muchos más.
B) La mal llamada «música visual»
En nuestro vivir común acostumbramos, en ciertas condiciones y momentos, a diferenciar los sentidos de la vista y el oído, de manera que, básicamente, «con los ojos se ve» y «con los oídos se oye». En esta perspectiva y con mucha lógica, asociamos la música al sonido y, por ende, al oído. De modo análogo, correlacionamos la pintura y otras artes —esas que nada gratuitamente, se llaman «visuales»— con la visión y, por ende, los ojos.
Pero tales experiencias, que resultan ser más bien «básicas», se ven acompañadas por otras donde actúa con mucha relevancia el fenómeno de la sinestesia, es decir, las habituales, inevitables y hasta a menudo deseables interferencias o inducciones de un sentido en otro, las incitaciones que un estímulo ejercido sobre uno de los sentidos provoca también en otro. A nadie extraña que se hable de colores «chillones» o «cálidos» ni de sonidos «brillantes» o «ásperos».
Como se ha asentado ya en incitaciones anteriores, ello influye sobremanera en la riqueza de las obras de arte que, sin limitarse al puro material que las sustentan (por ejemplo, a la frialdad, dureza y estatismo del mármol o de la piedra, o a la superficie plana del lienzo…), alcanzan las propiedades (calidez, dinamismo, profundidad…) y las dimensiones sociales y humanas que tanto disfrutamos.
¿Por qué sentir como extraña, entonces, una aspiración y concepto como el de «música visual», acuñado desde la década de 1910 por el pintor y crítico inglés Roger Fry?
Desde antes de que se originase el cine, ya músicos, pintores y poetas buscaban crear obras que fusionasen las múltiples experiencias sensibles. No hay más que recordar a grandes creadores que, antecediendo al cine, lo conocieron y aun experimentaron en su primer desarrollo: a los poetas simbolistas e impresionistas (Baudelaire, Rimbaud, Valéry…), a los pintores impresionistas y sobre todo a los abstraccionistas en adelante (Degas, Klee, Kandinski…) y a los músicos impresionistas y expresionistas (Debussy, Ravel, Granados, Albéniz, Falla…). Por supuesto, ¿cómo ignorar esta búsqueda y creación sinestésica y de conjugación entre artes propuesta por grandes creadores que tocaron diversas artes, incluyendo el cine: Dalí, Buñuel, Lorca, por ejemplo?
Inmersos en tal caldo de cultivo, las vanguardias artísticas de las primeras décadas del siglo XX acrecentaron esas experiencias con logros ostensibles también en el naciente cine entendido como arte. Líneas arriba han quedado ya referencias a una importante trayectoria desarrollada con Man Ray, Marcel Duchamp, Dudley Murphy, Fernand Léger y Hans Richter, hasta Walther Ruttmann, entre muchos más.
Pero esta tendencia comenzó a alcanzar más abundantes y mejores propuestas sobre todo desde la década de 1980. Aprovechando el desarrollo de la informática, como actualísimos Pitágoras, muchos músicos, igual que matemáticos y otros científicos, experimentaron cada vez más con las correlaciones entre el sonido y lo visual, asociados a posibles leyes estadísticas y matemáticas generales. Compositores innovadores o, en general, artistas creadores, proponen obras donde el flujo sonoro fluye concomitante con un flujo visual, siguiendo lo mismo reglas que las mayores posibilidades aleatorias. Basta el término «fractal» para llamar la atención sobre tales ímpetus matemáticos e informáticos. John Cage es el nombre de uno de los grandes patriarcas en la nueva música que aprovecha la informática.
La simple mención al importante Festival Internacional de Música Visual de Palma de Mallorca ayuda a vislumbrar el arraigo de la «música visual» en el universo audiovisual; asimismo, el ejemplo de la pléyade de creadores catalanes de «poemas visuales»: Pere Anguera, Joan Brossa, Joan Burguet, J. M. Calleja, X. Canals, Jordi Cerdà, Gabriel Guasch, J. Maria Mestres Quadreny, Francesc Orenes, Santi Pau, Perejaume, A. R. Casamada, Martí Roselló, A. Terrades, Guillem Viladot.
De una u otra manera, todo parece indicar que por los múltiples avatares del destino —ese mismo que se conjuga con causas como los circuitos de distribución y promoción, así como, quizá sobre todo, los hábitos y preferencias de recepción—, la llamada «música visual», y comenzamos a adelantar ya que «mal llamada», no goza tanto cuanto merece del conocimiento y recepción por parte de los espectadores (estadísticas de taquilla mediando), exceptuando algunas pocas, como la trilogía Koyaanisqatsi (1983), Powaqqatsi (1988) y Naqoyqatsi (2002), dirigida por Godfrey Reggio, con musicalización de Philip Glass, lo mismo que Anima Mundi (1991); así como Baraka (1992), de Ron Fricke, con música de Lisa Gerrard, Brendan Perry, Michael Stearns e Inkuyo; y Nómadas del viento (Le Peuple migrateur, 2001), de Jacques Perrin.
En el ámbito latinoamericano, tales filmes son tan escasos (o poco difundidos o, mejor, ambos a la vez) que Suite Habana (2003), realizado por Fernando Pérez, con la dirección de fotografía de Raúl Pérez Ureta y la banda sonora de Edesio Alejandro, se erige casi como único baluarte, y ello en caso de considerarse también como «música visual».
Pero, en fin de cuentas, ¿qué caracteriza hoy, más que según conceptos antiguos, a esas obras conocidas como «música visual»?
Ya no se trata de las simples insinuaciones mentales de imágenes visuales a partir de estímulos sonoros como la palabra (la poesía) y la música propiamente dicha. No se trata, por ejemplo, de las sugestiones sinestésicas deseadas por la música programática que desarrollaron los románticos, en especial a partir de los poemas sinfónicos de Liszt, con precedentes en obras como la «música para fuegos artificiales» de Haendel, otros neoclásicos y los barrocos; o, después de los románticos, por los impresionistas (con un excelente ejemplo en «La mer», de Debussy), o, aún después, por una infinidad de músicos y obras.
Tampoco se trata de lo inverso, de las puras insinuaciones sinestésicas de sonidos a partir de colores o lo visual; ni de algo más complejo y aun escénico como el ballet y la ópera, donde toda musicalidad (sonoridad) se acompaña e insinúa visualidades.
Más allá de las sinestesias posibles, se ofrecen las realizaciones y conjugaciones efectivas de lo musical y lo visual.
En otro plano, más que una simple circunscripción a la audiovisualidad de matrices y superficies, se desarrolla una audiovisualidad generada y elaborada por modernos medios, donde el más antiguo es el fotográfico del cine tradicional (sin escatimar clases de focos, lentes, ediciones y otros recursos de posproducción) y el más moderno, la digitalización.
El controvertible término de «música visual» remite a un tipo de obras con un relativo privilegio de lo musical, que llega a dominar totalmente la banda sonora y, lejos de opacar, realza a su vez y se conjuga con lo visual, por lo cual el término «relativo» califica muy bien el privilegio de lo musical. Este privilegio se da en comparación con otras obras acostumbradas y posibles sobre los mismos temas, fabulaciones y referentes, en comparación con los comunes filmes, tanto de ficción y animación como documentales, pero no respecto a lo visual en la estructura de la misma obra.
En la «música visual», lo musical se muestra privilegiado, como en el cine musical, pero con cuatro características diferenciales:
1.- La música es constante, domina totalmente la banda sonora (lo cual ocurre, se ha visto en líneas anteriores, en algunos filmes musicales, pero no en el común de ellos), aunque pueden incluirse sonidos ambientales u otros que, en fin de cuentas, quedan embebidos en el continuum sonoro.
2.- Dicha música no se estructura, al menos comúnmente, como canciones o danzas más o menos esporádicas o, por muy continuadas que sean, con cierta individualidad o como fragmentos, sino de forma similar a la música sinfónica u orquestal, como un largo continuo o con fragmentaciones relativamente largas.
3.- Coherentemente con ello, pudiéndose asumir como otra perspectiva de la misma cualidad, se pretende siempre la total unidad sonora y visual, distinta de la del cine musical, donde una canción tiende a ser foco fundamental, válida por sí misma, permitiendo incluso cierta independencia o realce suyo.
4.- Se trata comúnmente de obras documentales e incluso con abundancia de tesis antropológicas o antropológico-sociales.
Sería muy difícil saber cuántas obras «musicovisuales» (para llamarles de algún modo particular) han sido inspiradas, imaginadas o creadas a partir de la música y luego «ilustradas» visualmente; o, como puede ocurrir en el cine tradicional, a la inversa, partiendo de las imágenes (o de un guion literario y técnico) y musicalizadas luego. Pero sí puede creerse que las mejores han resultado de un origen, una inspiración común, un estricto acondicionamiento y reajuste mutuo entre lo sonoro y lo visual: desde la inspiración o imaginación inicial de un universo imaginal ya audiovisual.
De aquí pudieran emanar disyuntivas o paradojas de la música visual, más bien falsas o rudimentarias entre los factores visuales y sonoros: música «ilustrada» o visiones «sonorizadas». Disyuntivas nada sostenibles en la genuina y lograda música visual.
Por ello mismo, resulta bastante fallido el término de «música visual» y mucho más la pretendida diferenciación entre clases de artes que se ha hecho con frecuencia entre el cine y la música visual.
En principio, no hay música estrictamente visual (aunque sí música que pueda sugerir potentemente sensaciones visuales), como tampoco visualidad, plasticidad cabalmente sonora (aunque sí las sinestesias correspondientes). Más que de sonido o música visual, y más que de visión musical, es preferible hablar de audiovisualidad, de la audiovisión, lo que se oye y ve al unísono de modo necesario (y conveniente), solo que con los factores sonoros identificados con lo musical.
Más aun, nada obstaculiza concebir dichas obras como una modalidad del… cine, como lo es el cine musical (que también potencia el factor musical), pero con las características propias apuntadas arriba.
Pudiera lanzarse a alguien el reto de mostrar música visual que no sea o no se pudiese contemplar y disfrutar como cine (en su amplio concepto), aunque se tratase de cine abstracto, pero siempre de cine donde la banda sonora sea exclusivamente musical, o al que cualquier melómano asuma desde una perspectiva privilegiada sonora sin menoscabo de lo visual.
En fin, lo que suele llamarse «música visual» es una modalidad del cine, o sea, del arte de la sucesión coherente de imágenes comúnmente audiovisuales logradas mediante una matriz y una superficie, solo con la máxima potenciación del factor musical y comúnmente con el hálito documental y frecuentemente antropológico, sociológico o culturológico.
Quizá en esta medida también pueda considerarse como «música visual» el antes citado Canciones para después de una guerra (Basilio Martín Patino) y otros más, cuestión que queda como incitación para otra circunstancia.
Pero lo más importante, la mal llamada «música visual» ha venido constituyendo un ámbito de obras que enriquecen nuestro mundo artístico, cultural, humano, favoreciendo un disfrute y una asunción más plena de lo que vemos, oímos y «audiovemos».
C) Sobre el videoclip
La presencia progresiva del videoclip en las pantallas, dígase televisión, computadora, tableta o cualquier otra, demuestra su aceptación generalizada y sus potencialidades para llenar cierto tiempo y espacio en nuestras vidas. ¿Qué le posibilita tanto vigor y, después de todo, qué es, qué caracteriza al videoclip, aparte de constituir generalmente una breve obra audiovisual sustentada en una canción?
Diversas respuestas a las interrogantes han sido pensadas desde la perspectiva del «lenguaje», y, aunque no compartimos el hábito de considerar «lenguaje» a las artes y algunos productos mediáticos como el propio videoclip, pudiésemos aceptar el reto de discernir en qué medida tiene el videoclip su propio lenguaje y, en tal caso, ¿cuál sería?
En principio, quede bien apuntado el hecho de que el videoclip no ha ofrecido ninguna imagen, o clase de imagen, que no haya sido dada antes en el cine (ni aun en la televisión).
De cualquier manera, no se pueden ignorar los «precedentes» tan marcados desde los propios orígenes del cine, desde aquella vieja propuesta de Edison cuando coloreó a mano y acompañó del fonógrafo, inventado por él mismo, el corto de la danza de los siete velos, y las Fantasmagorías animadas; y luego las experiencias de Ray y de McLaren, y las canciones filmadas de Carlos Gardel, hasta llegar a tiempos más recientes con clips involuntarios en cuanto tales, como el Now, de Santiago Álvarez, clip social y eficaz como pocos, pero que no privilegia la intención comercial.
Sus imágenes son las mismas del cine (planos visuales y sonoros, secuencias, ediciones, trucaje), asumidas antes por la televisión…, aunque, sería demasiada tozudez no darse cuenta, manejando texturas, técnicas y cierta clase de estilos dados por sus propios fines y usos.
Por ello no solo halla precedentes en el cine, sino que incluso muchos fragmentos de filmes, canciones insertas o que forman parte de sus estructuras pueden funcionar cabalmente como videoclips. Visítense, entre tantos posibles, Help! (Richard Lester, 1965), o los arriba mencionados El fantasma del paraíso (Brian de Palma), Tommy (Ken Russel) y Pink Floyd, El muro (Alan Parker).
También por ello mismo, nada impide considerar el videoclip como un filme musical sintético. También de aquí que, en su apretada construcción de «microformas», el videoclip no se desprende —no puede hacerlo— de los más diversos recursos y géneros fílmicos, sino que tiende a utilizarlos cada vez más, trátese de documentales, de la ficción o la animación, conjugados o con diversos grados de pureza, como la actual proliferación del clip realizado con dibujo animado o, mejor, la «animación», lo cual hace ya décadas que viene haciéndose: Take on Me, de los A-ha, por ejemplo, aunque la banda virtual de rock alternativo Gorillaz parece ser la más consagrada con sus cuatro personajes de animación.
Mírese el clip como una microforma fílmica, con la característica basal de ser construida generalmente sobre una canción (pudiendo ser varias), de modo que funciona como mundo audiovisual propuesto y sugerido por dicha canción, y desarrollado actualmente bajo la égida de la promoción y venta musicales.
Por otra parte, aun siendo una «microforma fílmica», se conoce el papel desempeñado por la televisión, como ahora internet, como medios para su gran desarrollo, imposible de haberse realizado con tal magnitud en el cine tradicional y sus circuitos. No por ello estos dejan de constituir filmaciones (ficcionales actuadas, animadas, documentales o híbridas).
La pregunta sobre sus valores artísticos se relaciona indisolublemente con la mencionada «esencia» promocional comercial.
Quede aclarado antes que, parafraseando un sabio refrán, «Una golondrina no compone verano», o «Una novela no hace novelística». Puede generalizarse que un clip «político» o artístico-cultural no establece una modalidad propiamente artística.
Ahora bien, los videoclips nacieron y continúan básicamente marcados por la promoción comercial de la canción, disco o grupo. Como cada obra de arte, cada rama del arte y el universo del arte en general demanda y goza del privilegio de la experiencia estética, el privilegio del objetivo promocional-comercial tiende a obstaculizar la «consagración» del videoclip como arte.
Ello no significa que tenga que carecer de valores estéticos. No es lo mismo artisticidad que esteticidad; y si aquella supone a esta, no se cumple lo inverso. En principio, se supone que la experiencia y el valor estéticos estén presentes de por sí en los valores musicales de la canción que se promueve, pero, mejor aún, su integridad audiovisual puede favorecer intensamente la experiencia estética aun sin institucionalizarse (historia, cultura, sociedad) como arte propiamente dicho.
Aparte de los que sí han sido realizados procurando los máximos logros estéticos, lamentablemente lo menos común, ¿qué puede impedir que surjan movimientos, escuelas, tendencias dedicadas al clip propiamente artístico, microformas audiovisuales artísticas sustentadas en una canción o lo musical? ¿Qué impide un movimiento generalizado, abundante e intenso, de clips basado en lieder de Schubert, cantos barrocos, canciones tradicionales o de la trova con la intencionalidad básicamente artística? Solo los hábitos y condicionamientos socioculturales.
Subrayamos con ello la perspectiva del videoclip como la microforma fílmica que, junto al cine musical y la «música visual», caracterizan el privilegio de lo musical en el universo audiovisual, sin que se ignoren otras formas de tal privilegio, como el videodanza.