Eléctrico siempre ha sido, casi acelerado, pero ecuánime. Maestro en dejar ver el nervio y a la vez velarlo, aunque infantilmente lo delataba el temblor de los dedos cuando acercaba el cigarro a los labios.
No sé ahora, pero en las tres películas que le asistí, nunca se sentó en su silla. Le peleaba para que descansara sin que jamás me hiciera caso. Y tuve que darlo por incorregible, porque su energía no procede de los combustibles fósiles, que se acabará algún día, sino que es solar, como me demostró en aquel cambio de plano en uno de las márgenes del Puente de Hierro, secuencia estelar de bicicleteros del inicio, donde luego del corte y en medio del cambio de plano se me pierde y lo veo, delgado e inconfundible, entre los trabajadores de iluminación, cargando las mancuernas, rueditas, de los tramos del dolly. Parecía cualquier cosa, menos el director de lo que él decía que era su última película, porque, a causa de la crisis, ya no se haría más cine en Cuba.
Era la tercera llamada de Fernando para trabajar, y por supuesto que acudí, sabiendo que estaba a punto de cerrarse mi etapa de primer asistente de dirección, pues había hecho un par de documentales que definían mi anhelado sueño de consagrarme en la dirección.
Saber, desde que me entregó el guion, de que ahí venía una gran película fue una certeza que consolidé en las sucesivas lecturas, necesarias para imaginar todo lo que estaba escrito, a partir de la versión del cuento Beatles versus Durán-Durán, de Mirtha Yáñez, adaptado por Manolito Rodríguez, egresado de la especialidad de guion en la EICTV de San Antonio, y por Fernando Pérez.
Madagascar (1994) debía ser un mediometraje, que junto a Quiéreme y verás (1994), de Daniel Díaz Torres, y Melodrama (1995), de Rolando Díaz, tres amigos muy compenetrados y con experiencias comunes de los tiempos del Noticiero ICAIC, conformarían un largometraje de ficción de tres historias, según habían acordado sus realizadores. No recuerdo por qué, pero al final salieron tres películas independientes.
Es aquí donde comienza la relación de trabajo de Fernando con Raúl Pérez Ureta, cuya concepción fotográfica era la exacta, la que necesitaba la propuesta estética del director, en la que resultaba fuente de inspiración el universo pictórico de René Magritte, el pintor surrealista belga, en la búsqueda de un modo de expresión, que aún dentro del absurdo realista, desde la luz, los encuadres, los ángulos, los movimientos de cámara y el color, dotara a la película de una atmósfera particular, que fue conseguida con creces, apoyada esa visualidad en la dramaturgia, concretamente en los cambios y estados psicológicos del personaje protagonista, otra vez encarnado por Laura de la Uz.
La entrega y el aporte de Raúl, que ya venía de la experiencia de Papeles secundarios, me atrevo a afirmar que fue determinante. Solía decirme Brigadito, por mi participación intensa en la Asociación Hermanos Saíz, que antes se llamó Brigada Hermanos Saíz. Tan despistado era, que nunca se percató del cambio de nombre, de Brigada a Asociación, pero se le quería mucho y se le respetaba, sobre todo cada vez que nos repetía: «En esta película no quiero verdes». Tanto escenografía, que la hizo Onelio Larralde, como vestuario, a cargo de Miriam Dueñas, asumieron esa voluntad estética, que a través de mis asistentes yo chequeaba y cuidaba constantemente.
Esta película tuvo una intencionada, meticulosa y exquisita búsqueda de locaciones, sin antecedentes en mi carrera como asistente de dirección. Debo decir que aquí sí me ganó Fernando, ya que apenas pude proponer dos o tres con rotundez, pues Raúl sabía bien por qué y para qué se escogían los espacios. No recuerdo cuál de los dos desandaba La Habana los domingos viendo lugares desde abajo, a los que el lunes y el resto de los días de la semana íbamos para confirmar cómo se vería desde arriba. Con ese nivel de pasión de dos contra uno, sencillamente yo estaba en desventaja.
El cómo y el dónde decidir la locación que se necesita para expresar una emoción, y no para que, naturalistamente, sea el espacio físico donde poner una cámara delante y hacer la puesta, fue una enseñanza absorbida. Para el director y el fotógrafo de Madagascar, cada locación, de por sí, debía expresar una determinada sensación, ya fuera de libertad, de neurosis o de claustrofobia. Esta última condición es lo que intenta representar la secuencia del túnel con que termina la película.
Hacer lluvias en nuestro cine casi siempre ha sido un problema. Eso me ha marcado tanto, que no podría hacer algo parecido al tercer cuento de mi admirado director Esteban Insausti en Tres veces dos (2004), donde casi toda la puesta transcurre con dos actores dentro de un auto y bajo un torrencial aguacero. En mis guiones, la lluvia apenas aparece descrita en una o dos secuencias, no más. Cuando cambie la obsolescencia, quizás haga Cantando bajo la lluvia 2.
Estamos en Neptuno, casi esquina a Zulueta, locación escogida por expresiva y «amplia», con el edificio Bacardí al fondo, ¡error mío al proponerla!, para hacer una lluvia bajo la cual cruza la calle el personaje que interpreta la actriz Zaida Castellanos. La lluvia, hecha con los carros y las mangueras de los bomberos, no salía creíble, no era posible, y como el plano era con grúa, de pronto quedaba vacío el cuadro, cayendo la lluvia en un solo punto y en forma de chorro. Todos nos estresábamos tras cada toma, hasta lograr las menos malas. Y no sé por qué, pero casi a punto de cortar, me veo discutiendo con Fernando a causa de la ineficiente lluvia. Tal vez sentí que era injusto con el esfuerzo que todos hacíamos para sacar el plano, o que me tomé para mí algo que no me tocaba. Conclusión, que la acostumbrada apacibilidad de mi director desapareció, y en su lugar el hombre dijo que no iba a filmar más, y que se iba. ¡Candela!
El silencio nos recorrió a todos como una descarga eléctrica, pues, además de que había un traslado de locación hacia La Habana Vieja, nunca habíamos visto a nuestro querido director tan disgustado. Al contrario, siempre estaba en modo san: san Fernando, y hasta yo le cubanizaba, y él reía, una conocida estrofa de la canción del grupo ABBA, en la que se menciona su nombre.
Por respeto, nadie se atrevía a decirle «ni esta boca es mía», como diría mi abuela. Mientras él seguía plantado, tomé la decisión arriesgada por inconsulta, de a través de señas decirle a Santiago Llapur, el productor, que se fueran para la otra locación, que yo vería como domaba a la fiera.
Mientras el equipo recogía, aparentando que se había acabado el rodaje, mi director y yo parecíamos par de locos, él más que yo, aclarando entuertos, desatando nudos, hablando y gesticulando en los portales de la manzana de Gómez durante casi cuarenta minutos hasta que nos quedamos solos, aunque con un auto esperándonos, al que discretamente también le dije que se fuera.
Mi táctica fue darle toda la razón, que la tenía, hasta que se desahogara, además de hablar mal de la lluvia, autocriticándome por alguna falta de previsión, pero invitándolo a caminar para bajar tensiones. Sin mencionarle lo de retomar el rodaje, lo fui moviendo hacia la calle Obispo hasta llegar a la locación, que estaba en el Museo de Historia Natural, frente a la Plaza de Armas. El desahogo funcionó, pero ¿qué nivel de irritación tendría, que hicimos el trayecto en pocos minutos, sin él dejar de hablar?
Cuando Raúl y Llapur, que no nos esperaban, me vieron entrar con él, sonaron las trompetas de los ángeles celestiales y la armonía regresó al equipo. Hasta me felicitaron a discreción, y yo, ebrio de gozo. Como ya estaba listo el almuerzo, rápidamente le sirvieron, almorzamos juntos y «aquí no ha pasado nada».
Nunca más hablamos del asunto, pero muchos años después, coincidiendo en un grupo de amistades mutuas, conté la anécdota donde yo me había adjudicado el personaje del psicólogo salvador, y me revela él, muy gozoso, que sabía que yo le había hecho señas al productor y que lo estaba llevando para la otra locación, pero que había decidido dejarse llevar por mí.
Fernando, por haber ejercido la docencia, y por ser muy querido, siempre tenía alumnos a retortero. En aquellos años él vivía una intensa participación como profesor en la EICTV, por lo que me pidió valorar, jamás imponer, que un alumno suyo, japonés, Ayumu Akamine, fuera uno de mis asistentes. Laborioso y muy preocupado por no equivocarse, aunque novato, su desempeño en general fue bueno.
Pero había otro, mallorquín, Isaac Casero, de muy buen carácter, bastante cubanizado, que hablaba un español ininteligible, como si tuviera un boniato por cuerdas vocales, que me daba risa. Este joven, aupado por nuestro director, iba al set, y se me fue introduciendo, dándole yo pequeñas misiones de utilidad, como cuando estábamos filmando en pleno barrio de Jesús María y había que controlar a los transeúntes, y lo más delicado, pedirles a los vecinos que cerraran las puertas de sus casas para evitar esos interiores de bocas oscuras.
Le pido a nuestro mallorquín que se ocupe de tal misión, y muy diligente la emprende. Al rato regresa espantado. Resulta que la dueña de una casa al oír su acento empezó a gritar: «¡Maceo, Maceo, cómo es posible que este español venga a mandar en mi casa, tú que tanto luchaste por Cuba! ¡Maceo, Maceoooooo! ¡Viva Cuba libre!».
Antes de pedirle a Raúl que buscara una solución con el encuadre, con lo que Fernando estuvo de acuerdo, había tratado de convencer a la patriota personalmente, pero fue imposible. A aquella señora poco le faltó para halar de un machete y ordenar una carga contra el equipo de rodaje.
Pasado el mal rato y terminado el rodaje, le pedimos a nuestro mallorquín que nos echara el cuento, porque en su voz aquello era un concurso de campeonato de risa.
Filmamos la película en tiempos difíciles, en plena crisis de los noventa, conocida como período especial, y el horno en Cuba no estaba para galletitas.
Hola Jorge Luís. Soy Isaac .
Casualmente he llegado a este artículo. Fue una experiencia preciosa. Un equipo que logró lo que parecía casi imposible en esos momentos. Un abrazo muy fuerte. Ah, soy menorquín, aunque ahora viva en Mallorca.
Espero algún día podamos tener un reencuentro.