Como trabajo preliminar para su libro en preparación El cine y yo, María Elena Chaple confeccionó un singular cuestionario y lo puso en manos de algunas importantes personalidades de la poesía, el arte y la literatura cubana.
Reproducimos a renglón seguido algunas de las preguntas de María Elena y las respuestas brindadas a ella por la poetisa y ensayista Fina García Marruz, donde, con entrañable cariño, revela sus relaciones con el séptimo arte.

¿Recuerda cuál fue la primera película que vio? ¿Qué filme de entonces suscitó una emoción más viva en usted?
La primera película que recuerdo haber visto es Los cuatro diablos. Fue la que suscitó una emoción más viva en mí, por aquella época. En mi libro Visitaciones dedico unas páginas a rememorar la enorme impresión que me dejó esta historia de cuatro artistas circenses que crecen juntos, desde niños, en torno a un carromato de circo, y después forman dos parejas de enamorados; el contraste entre la escena brutal del domador restallando su látigo entre el rugido de los listados leones y los jóvenes acróbatas, como una musiquilla sin palabras, muy conmovedora. Solo recordaba fragmentos, no la historia, pero me dejaron una impresión de belleza realmente inolvidable. Durante muchos años, a lo largo de toda la vida, traté de indagar sobre el destino de este filme que nunca veía mencionado en los ciclos sobre cine silente, y del que nadie me sabía dar noticiar. Y solo hace muy poco, a través de una circunstancia feliz, me hizo conocer un querido duendecillo familiar, que trabaja en la nueva escuela de cine, que mis queridos «cuatro diablos» eran nada menos que de un gran director (según informaba la voluminosa enciclopedia del cine que me mostró) llamado Murnau, de gran cultura poética (musical y artística), que había realizado otros filmes extraordinarios que también se perdieron.
Así pude saber la causa de que no se hubieran nunca dado a conocer ninguno de sus otros filmes, de prometedores títulos. Creo que tuve la suerte de que mi primer contacto con este arte fuera a través de este gran poeta del cine.
¿Quiénes eran los actores o actrices preferidos de su época?
Creo que los niños más pequeños preferíamos, desde luego, a Canillitas (entonces no se le decía Charlot ni Chaplin) y al Gordo y el Flaco (Stan Laurel y Oliver Hardy). Los hombres maduros, a Pola Negri o la Bertini. Más tarde se pusieron de moda otras actrices, las primeras rubias platinadas (precursoras de la Monroe): Jean Harlow, Carole Lombard, la opulenta Mae West (de los oestes), o más que el tipo moreno, aún romántico, el cerquillo de la pimentosa Clara Bow. Las mujeres preferían, desde luego, a Rodolfo Valentino, y llenaban las salas cada vez que se reponía El hijo del Sheik. Pero había gustos compartidos, como el de la inolvidable pareja de Charles Farrell y Janet Gaynor (antes de Mary Pickford, la novia de América), que yo adoré también, pues eran de los artistas circenses de Los cuatro diablos, y a los que recuerdo en otro filme para mí entrañable, El séptimo cielo, ya con música, la de la bellísima melodía de «My Dianey». Sin contar, entre las preferencias jóvenes, a los viejos saltos desde un tren en marcha de Richard Talmadge, tan emocionantes, o los filmes de Douglas Fairbanks, ya más reciente, con su elegancia de espadachín. Entre los artistas europeos entonces preteridos, estaba Emil Jannings, a quien recuerdo en El destino de la carne, y creo que en El ángel azul, aunque ya este recuerdo no lo tengo tan claro: es posible que lo confunda con escenas similares de El destino de la carne. También lo recuerdo en películas de guerra, la guerra del 14. Y si nos acercamos ya a los años treinta habría que recordar a las grandes comedias musicales norteamericanas: Gold Diggers (Los buscadores de oro), o a la pareja de Ginger Rogers y el inspirado y elegante bailarín Fred Astaire. Pero atravesando todas las épocas del cine desde su comienzo, un solo nombre para mí resumiría su punto más alto: los viejos filmes de cine mudo de Chaplin (La quimera del oro, El chicuelo —más que las que hizo ya para el cine parlante—, Luces de la ciudad, Tiempos modernos), con sus encantadores temas melódicos, filmes creo que hasta hoy inigualados.
¿Quiso alguna vez ser actriz de cine?
Pero nunca quise ser actriz. Aunque de niños jugábamos con mis hermanos a «las películas», que era, bien hacer una lista, a partir de dar el nombre de un actor, a ver quién se sabía más películas de él, bien a «representar» alguna historia inventada por ellos (que a veces interrumpían la «filmación» para consultarse en secreto cómo iban a seguir): yo prefería sentarme a «ver» lo que ellos hacían, al momento en que nos llamaban a mi hermana o a mí como «extras» para alguna escena. Pero no, nunca tuve intenciones de ser actriz.
¿Pensó en el cine como forma de realización personal? ¿Qué repercusión estima que haya podido tener el cine en su formación profesional?
Tampoco pensé nunca en el cine como forma de realización personal, ni creo que ni siquiera he pensado hacer nada para mi realización personal.
Uno hace cosas, que van o no saliendo, y que sin dudas hace «por» algo, que puede llamarse necesidad, pero no «para» nada, al menos preconcebidamente. Aunque sí leo a veces cosas de otros (cuentos, novelas) y me gusta imaginar la forma en que podrían llevarse al cine, que, aunque sé que tiene su lenguaje propio, que es el de la imagen, y por tanto tiende a excluir lo puramente literario o teatral, considerando la misma música como mero fondo, no creo que pueda pasárselas, en todo caso, sin la poesía (todos los grandes filmes tienen momentos de muy alto lirismo) o ese sustituto de los tiempos (musicales o sintácticos) de la escritura poética o musical, que es el ritmo de la acción. Con frecuencia veo incluso malas películas norteamericanas, de poca o ninguna calidad artística, cuya acción, sin embargo, puede «solfearse», a tiempo vivo o lento, pero siempre con un ritmo, del que suelen a veces carecer buenos filmes del ámbito hispanoamericano.
Aunque nunca nos haya pasado por la cabeza hacer cine, creo que todo arte dice algo a todos los otros, y aún influye en las formas más cotidianas de la vida.

Yo no tengo ninguna formación profesional, ya que siempre he escrito «por la libre» y no profesionalmente. Creo que en mi poesía está, sin embargo, muy presente el cine. Tengo un pequeño libro dedicado a Chaplin (Créditos de Charlot), al que más de una vez he evocado en otros ensayos. Y en Visitaciones hay toda una parte dedicada a estos recuerdos del cine mudo de mi niñez, a El chicuelo, a los viejos cómicos. Pero puedo afirmar que en cuanto a mis medios mismos de expresión (hecho muy frecuente en la novela moderna, en la cuentística actual y hasta en la poesía) el cine no ha tenido repercusión en mi formación profesional.
Por el contrario, encuentro que en muchos de nuestros clásicos hay técnicas (concepto que no me gusta en materia de arte, y en el que no creo) que después utilizó el cine. En un poema como «La niña de Guatemala», de Martí (para citar un solo caso), está ya el flash back: no se cuenta linealmente la historia, sino se van simultaneando los recuerdos del presente y del pasado, con distintos tiempos verbales según acompañen el recuerdo de la niña viva o muerta. En sus Crónicas norteamericanas hay lo que en el lenguaje de cine llamaríamos excelentes montajes, cortes, realmente magistrales. Con frecuencia termina una crónica con la escueta descripción de un hecho o una imagen que cobra un involuntario relieve simbólico: en Temas martianos yo recordaba la imagen final de «El terremoto de Charleston», en que después de describir las terribles escenas, termina con la mujer que da a luz a unos gemelos bajo una improvisada tienda azul; también escenas inolvidables como la del «Congreso de sordomudos de Nueva York», que termina con la imagen tristísima de los dos enamorados que se hablan con las manos y se despiden, agitando ella un pañuelo detrás de la ventanilla del tren, o la representación de unos comediantes para el asilo de locas de Blackwell (que no parecían gustar de los dramas y sí mucho de las comedias) y que termina con el gesto como de minué que intenta hacer una de ellas, al despedirse ya los cómicos. EI final de un poema como «Envilece, devora…» recuerda muchísimo el final de Milagro en Milán, en que los pobres salen volando sobre la cúpula de la catedral, y en sus crónicas aparecen vendedorcillos de periódicos que podrían figurar entre los limpiabotas niños del prodigioso neorrealismo italiano. Aunque en Martí no se siente nunca el dominio de una técnica aprendida o aprendible, sino que la inspiración crea siempre su propia técnica, como sucede en todo creador verdadero, y esa misteriosa piedad del arte, sin la cual ninguno es posible.
¿Cree que las películas de hoy sean mejores o peores que las de entonces?
Creo que en todos los tiempos ha habido buenos y malos filmes. Pero los «malos» de antes eran más ingenuos, tenían menos posibilidades de deformar (por el abuso de la violencia, la pornografía y el crimen) o de estimular la delincuencia. El cine de antes tenía además la poesía de todo comienzo, de modo que aun los cómicos, por ejemplo, que no llegaban a un Max Linder o Chaplin, los podemos seguir viendo hasta con una emoción peculiar, ya que todo está rozado por el paso imperceptible, melancólico, agridulce, del tiempo. Hay una poesía de la simplicidad, de ese puro blanco y negro de escenario pequeño, que no siempre alcanzan o igualan ni el ambicioso cinemascope ni el abaratado tecnicolor, aunque hay grandes excepciones: la misma sensación de espacio de filmes como El acorazado Potemkin, o de algunos otros de vastos exteriores de la época, no se debía tanto a las dimensiones físicas o a los grandes escenarios a lo Cecil B. DeMille. Desde luego que el cine actual es más rico, más complejo, de mayores recursos de todo tipo que un verdadero arte puede y debe utilizar: ya el colorido es menos chillón, se tiende a balancear los tonos dominantes y a utilizar el color o la luz como pudieron hacerlo los viejos maestros flamencos de la pintura. En cuanto a riqueza, piénsese en el extraordinario Bergman (para citar un solo ejemplo). Pero en términos generales (no excepcionales), creo que si un poeta del cine (como Chaplin o Murnau) puede lograr un alto rendimiento de belleza con recursos mucho más simples, lo considero, a mi juicio personal (que no es el de un especialista, desde luego), sencillamente superior.
¿Qué importancia le concede a este arte?
Para mí, la importancia del cine radica en su capacidad de influir en un mayor número de personas, lo que puede ser también (en el caso de una errónea utilización política, con fines interesados) un arma de doble filo. No incluyo lo didáctico (aunque en este sentido, hay grandes posibilidades de ser más utilizado de lo que es actualmente), porque creo, otra vez con Martí, que «el esfuerzo por conocer forma parte del conocimiento», y que tampoco debe acostumbrarse al alumno a demasiadas facilidades, ya que siempre hay que hacer más esfuerzo personal para leer que para sentarse a ver una película. Como auxiliar de la enseñanza, me parece útil, pero nunca como sustituto del libro, vehículo, a mi juicio, muy superior. Aparte de que jamás el surgimiento de un arte ha anulado a otro. Como auxiliar de la información, sin duda, el cine documental es una forma de periodismo gráfico de gran alcance. Si dijo alguien que Homero es nuevo cada día, y en cambio el periódico de ayer es viejo ya hoy, hay algunos documentales que ya se ve que perdurarán, por su valor no solo artístico, sino histórico. Es lástima que constituya un arte tan reciente.
Imaginemos lo que sería haber podido oír y ver algunas de las magnas oraciones revolucionarias de Martí.
¿Vio la serie Hollywood, la era del silencio? ¿Encontró muy cambiados a aquellos actores? ¿Se afectó ante el cambio?
Solo vi una parte de la serie Hollywood, la era del silencio, y no encontré muy cambiados a los actores, ya que a algunos los recordaba justamente así, sino a esos ancianos y ancianas que hablaban en lugar de ellos, ya como en su nombre. Lo que me impresionó fue el empuje con que nació y creció aceleradamente este arte, en que ya se veía en germen el carácter industrial que habría pronto de adquirir, su audacia, su creciente trucaje, sus posibilidades violentas de imponerse a la timidez y poesía de sus comienzos.
Por lo demás, enseguida me acostumbré al cine hablado. Recuerdo los anuncios con Vitaphone. Pero como las películas eran en su mayoría en inglés, hubo que acostumbrarse, más que a oír, a leer más seguido los letreros. La verdadera revelación fue la de la música en el cine, aunque el pianito que se oía en el teatro acompañando a las películas mudas tenía una enorme poesía, pero quiero decir la comedia musical de los años treinta a la que ya me referí, las operetas como ¡Oh, Marieta!, El príncipe y el mendigo o Rose Marie. La primera que recuerdo fue Ensueños, todavía de Janet Gaynor y Charles Farrell, y se vendía el álbum con todos los números: en casa, mamá los tocaba, y los cantábamos todos. En español, empezaba el cine mexicano, y yo recuerdo haber visto a Mojica en El precio de un beso no menos de veinte veces, solo por oír su voz, que en las primeras escenas cantaba sobre un fondo de bosque «¿En dónde está la mujer imaginaria…?».

La forma como iba modulando las vocales en la melodía, como sobre una sola sonoridad dominante, me causaba una verdadera sensación de suspensión del tiempo, que solo reencontré después, agrandada, naturalmente, en el gregoriano, en la poesía mística española. El cine argentino también tenía sus ídolos, que lo eran nuestros, y de todos: el trío de Irusta, Fugazot y Demare, por ejemplo, que estuvo en Cuba, en el Campoamor, y finalmente el inigualable y más venerado de todos, Gardel, el zorzal criollo, con sus dos registros, el grave y el otro, más lírico, la voz más emocionante de toda la familia americana. Y también, entre los preferidos, Chevalier, del cine francés, y Al Jolson, del americano. Puedo decir que más que el cine hablado, me encantó el cantado: Jeanette MacDonald, Chevalier en El desfile del amor: he hecho un librín pequeño en que recuerdo parte de estas emociones y que titule Antiguas melodías.
¿Qué significaron para usted Valentino, Pearl White, Greta Garbo, Francesca Bertini? ¿Con cuáles actores de hoy los compararía?
Sobre los actores mencionados y lo que significaron para mí… bueno, a Pearl White no la recuerdo, o solo de nombre o fotografía; y muy vagamente los arrebatos gestuales de la Bertini: pero estos rostros, apasionadísimos, como el de Valentino (el único a quien recuerdo perfectamente), se me fijaron como parte de una época, como parte de los álbumes de fotos que había en mi casa, más que por los argumentos mismos de sus películas (El beso, Las mujeres son siempre mujeres). A Greta Garbo la seguimos viendo después en películas ya de corte más parecido al actual, y con la única actriz que podría compararla sería con la Ingrid Bergman de Intermezzo y de Stromboli, cuando, dirigida por Rossellini, volvió a alcanzar aquel inicial encanto que desvanecieron un poco sus otras películas ya comerciales. Pero el rostro de la Garbo tenía más misterio, y quizás más belleza, al menos para mí. En el cine francés, solo Michele Morgan tuvo un rostro de esa intensidad.
Publicado en la Revista Cine Cubano, número 122, 1988.