La visualidad de la imagen en general, y del vestuario en particular, de la década de cincuenta, con sus líneas de modas femeninas y masculinas, de autos, diseños de propagandas, de espacios, mobiliarios y demás objetos utilitarios, estéticamente hablando, no me ejercía fascinación alguna. Prefería los años veinte, los cuarenta, o el siglo XIX, del que no me he podido desprender hasta este minuto.
Fue a través de Clandestinos que sintonicé y empecé a entender y a digerir visualmente esos años. De ahí que cuando Fernando me llama como primer asistente de dirección para acompañarlo en su segunda película, Hello, Hemingway (1990), no fue solamente un ascenso en relación con mi desempeño en su ópera prima, sino la felicidad de estar artísticamente más cerca de él para hacer el viaje a una época con la que ya me sentía en mejores condiciones para disfrutarla.
Aunque solía decirme, tal vez como ejercicio de modestia, que no tenía idea de qué iba a resultar del guion de Hello, Hemingway, escrito por Mayda Royero, su esposa por aquellos años, Fernando tenía absoluta claridad del filme que quería hacer. Quizás porque el argumento de esta película no se inscribe en la línea de gruesos y agudos conflictos, de esos que contienen «lenguaje de adulto, violencia y sexo».

Suele decirse que el cine se divide en filmes buenos y filmes malos. Nelson Rodríguez, el gran editor cubano, aunque con matices, lo expresaba más lapidariamente: «películas y peliculitas». Solamente una sensibilidad que sabe ver la grandeza en lo sencillo pudo salir airosa y evitar que fuera una simplona peliculita, una más, por la extrema sencillez del guion y el manoseado tema: la injusticia social. O la sinopsis: «Muchacha pobre, pero sensible, que quiere estudiar una carrera y por vivir cerca de la casa de Ernest Hemingway en San Francisco de Paula, cree que todo sería más expedito».
Partiendo del temor por esos motivos, los que trabajamos con Fernando, sobre todo los más jóvenes, Onelio Larralde —a quien sugerí traer de los Estudios Cinematográficos de la FAR como escenógrafo, que se aceptó con la condición de que también fuera ambientador, dos especialidades distintas que él hizo que no fueran incompatibles—, Rafael Rosales —uno de mis asistentes de dirección, al que igualmente traje de los Estudios Cinematográficos del ICRT y que ahora se enfrentaba a un largometraje por vez primera— y yo, cerramos filas para que visualmente la película creciera en pantalla.
Por lo anterior, hay una secuencia en que la abuela va a una casa de empeño a vender los aretes para ayudar a la nieta en sus aspiraciones de estudiar en Estados Unidos. En el guion podía inferirse que era un plano en un mostrador, pero como me creía el cargo de primer asistente, convencí a Fernando, primero, y a Ricardo Ávila, el productor, después, para que se filmara en la calle Obispo con guaguas, autos y transeúntes. Dura poco en pantalla, pero con ese plano general la película respira, dejando «ver» y sentir la atmósfera de la época.

Lo mismo pasó hacia el final, cuando se celebran las Navidades, cuyo oropel de luces y colores debe aplastar dramáticamente a Larita, la protagonista, interpretada por Laura de la Uz. Esa secuencia se filmó en la calle Galiano, esquina Neptuno, otra locación de mi cosecha que Fernando con picardía me disputaba, diciendo que la había visto primero. Recuerden que desde Clandestinos manteníamos una competencia a ver quién acertaba con las mejores locaciones. El asunto es que Onelio y Rafael se entregaron, logrando hacer con cuatro centavos lo que parecía que tenía muchos miles. Un ejemplo de esto fue el quiosco donde quedan reducidos los sueños de Larita, maniobrando con destreza tazas y platos blancos debajo de aquella humeante cafetera National, que apenas quedaba una en Cubanacán y que tuvieron que buscar a alguien que la echara a andar.
Un detalle: quedaron tan bien los decorados que al grupo de arte, conmigo a la cabeza, se le pidió reproducir todo eso para la película Habana (1990), de Sydney Pollack, que obligado por el bloqueo norteamericano tuvo que filmarla en Santo Domingo. Titón fue designado para dirigir los planos free y Ana Rodríguez fue la primera asistente. De haberlo sabido daba «el paso al frente», pero dije que no, porque ya tenía la luz verde y deseos para filmar El Fanguito (1990).
Fernando nos había pedido cero anacronismos y el mayor naturalismo posible, por eso la cafetera, las tazas y platicos, las azucareras, la caja contadora y demás elementos como cajas de cigarros, tabacos, fósforos, chicles, etcétera, que exhibían y comerciaban ese tipo de quioscos abigarrados. Los mismos que él habrá visto muchas veces en su niñez y adolescencia.
Si por exigencias del guion el grupo de arte debía reproducir con autenticidad ese espacio, también lo hacía como un acompañamiento entrañable, desde el profesionalismo y la sensibilidad, al director, por lo que íntimamente está detrás y debajo de cada personaje, de cada diálogo, de cada plano, de cada secuencia, que no es más que esa fuerza que veremos luego en la pantalla en forma de verdad artística.

Entender lo anterior fue otro aprendizaje. En una de las líneas del tren que pasa por debajo del paso superior, durante el rodaje de Clandestinos, mientras esperábamos por la luz adecuada para filmar la aparición del cadáver de Pino, el personaje que interpreta René Losada, Fernando me cuenta que esa escena la vio siendo un adolescente, yendo a bordo de una de las guaguas que lo llevaban a su natal Guanabacoa. Tal revelación, inolvidable, une sensibilidad con perseverancia en el cineasta, urgido de compartir en pantalla tal estremecimiento, como habrá sido aquella vivencia.
El aula de la escuela donde estudia Larita y demás personajes era una preocupación de Fernando, en el sentido de «lograr un aula de verdad», me decía. Una vez que en el trabajo de mesa él me trasmitió cómo veía esa aula y demás acontecimientos en el Instituto de Segunda Enseñanza, que se rodaría en lo que hoy se conoce como el Pre de La Habana, y en vacaciones, durante la prefilmación, para tenerlo a nuestra disposición, me consagré en buscar al grupo de estudiantes, primeramente en actores aficionados al teatro. Para no interrumpir mis obligaciones en la prefilmación, todo ese trabajo lo hacía de noche, hasta que cercana la fecha de rodaje pude ensayar en el aula, y entonces fue que Fernando vio y aprobó el resultado.
La filmación en el exterior del preuniversitario fue compleja: espacio enorme, cierre intermitente de las calles Monserrate, San José y Zulueta, dos semanas de rodaje, tres cámaras, carros patrulleros del rodaje y demás autos, acciones de violencia, cerca de ochenta transeúntes, cien jóvenes accionando y gritando —que por suerte entre estos estaban los estudiantes entrenados, lo que facilitó el rodaje—, más los actores. Ese excelente grupo de actores aficionados, adolescentes al fin, había que estar controlándolo para evitar males mayores, como cuando se filmó la irrupción de la policía: suenan disparos y dos alumnas salen corriendo, una de ellas choca con el carro patrullero y cae sobre el pavimento. Me llevé las manos a la cabeza pensando en lo peor, cuando veo que se levanta y sigue corriendo para la acera de enfrente, que era la pauta que yo le había dado. A la voz de «corte», varios salimos en su auxilio y ella estaba divina. Sencillamente, aprovechó el frenazo brusco de la patrulla y simuló que el carro la había tumbado. La pantalla agradeció esta improvisación.

Por mucho que milimétricamente se controle el rodaje, puede pasar este tipo de cosas, pero simpáticas. Joel Angelino, que muchos años después fuera escogido por Titón y Tabío para hacer el pintor de Fresa y chocolate, era uno de aquellos estudiantes, al igual que el hoy director Lester Hamlet. Como Joel era muy eficiente y hacía bien todo lo que se le pedía, yo lo usaba para los primeros planos y las acciones de mayor envergadura. De repente, al final de uno de los llamados toca hacer el plano de algunos estudiantes lanzando sillas desde los pisos altos, y para allá mandé a Joel. Y Fernando, supercontento. Y yo contento de que Fernando estuviera contento.
Por esos azares del montaje, cuando se ve el filme, Joel está gritando abajo, y por corte, en el plano siguiente aparece arriba, lanzando sillas. Solamente quien conoce al actor goza con la pifia. Cada vez que nos encontramos Joel y yo evocamos este momento.
Los fondos otorgan credibilidad y atmósfera, y Fernando me estimulaba a hacerlos, algo que me resultaba apasionante. Les inventaba historias a los extras, a quienes veía como mis actores. Todavía hoy tengo que llamarme a capítulo para no montar algún que otro fondo, siempre con permiso de mis queridos asistentes. Si a la voz de acción el director atiende a lo que ocurre en primer término: los actores, el Primer Asistente crea, monta y mira al fondo: extras, autos y todo lo que se mueva detrás. Con pavor escucho la creciente tendencia en directores, secundados por primeros asistentes, a los que les horroriza trabajar con extras.
Para Laura de la Uz este filme constituyó su debut. Para encontrar a la protagonista se ambientó un salón en la productora bajo las apariencias de un cuarto, y allí, frente a un espejo, las aspirantes hacían la prueba filmada, nada fácil, pues debían cantar y decir textos. A partir de la primera prueba, vi que Laura, estudiante de la Escuela de Instructores de Arte, era la actriz, pero Fernando, sin desecharla, decidió seguir probando a otras aspirantes, para luego hacerle a Laurita otras pruebas. Tras fatigosas semanas, ella seguía siendo el mejor rostro para encarnar a la protagonista.

Julio Valdés, Pavo, tras una extensa carrera como operador de cámara, lo que le propició ser un vasto hombre de cine por la cantidad de saberes y recursos que poseía para resolver imprevistos en el set, había trabajado a las órdenes de varios fotógrafos, sobre todo con Livio Delgado. Para esta película asumió la dirección de la fotografía, pero en la tradición cinematográfica de Pavo no estaba sentarse a hacer guion técnico, secuencia por secuencia. Aunque asistía disciplinadamente, siempre percibí que era torturante para él.
Estamos filmando la secuencia final en la playa El Cachón, en Cojimar, que como se sabe es un poblado muy vinculado con Hemingway. Larita camina por la playa, se detiene a mirar a un viejo pescador, largo y flaco, lo más parecido que encontramos para evocar al personaje de la novela El viejo y el mar. Esperábamos la luz mágica, pero de corta duración. Se hicieron varias tomas, y como la luz bajaba, Pavo reforzó con un «bruto», una pesada lámpara de arco eléctrico, la iluminación de Larita y del pescador. Laura, con aquella cantidad de luz de frente, aunque alejada varios metros, en buen cubano engurruñaba los ojos, diluyendo el drama de la mirada de su personaje al encontrarse con el pescador. Fue Pavo quien nos dio una lección elemental de cine: «¡Laura, los actores de cine tienen que aprender a mirar a la luz sin cerrar los ojos!». Y en lo que se preparaba la toma, ella se entrenó poniéndose de frente a la luz descomunal de aquel artefacto, que la galopante tecnología pudo sustituir por las actuales lámparas HMI, mucho más livianas.
En solitario, Hello, Hemingway permanece en la cúspide de cierta zona del cine cubano. Esa que nos dice que no hay conflictos pequeños, pues planea su vuelo artístico sobre un gran microcosmo, el de los valores humanos trastocados por la falta de oportunidades sociales. Un filme sencillo, que tal vez si le quitáramos el color podríamos sentir que fue el único que, adelantado a su tiempo, se filmó en la década del cincuenta con emoción, buen gusto e inteligencia.