El televisor ha engendrado en Latinoamérica una nueva manera colectiva de ser: la cultura huachaca. Es la cultura bastarda —huacha— de la electrónica y de la urbe, que se abre paso entre la racionalidad occidental y la tradición popular.
«La cultura huachaca o el aporte de la televisión». Pablo Huneeus
Pasando por alto —no es el tema— la cuestión histórica del nacimiento y aquellas primeras tentativas públicas de la televisión desde las cercanías de 1930, así como su rápido desarrollo en los años subsiguientes, no cabe duda de que este medio adquirió su gran difusión desde la década de 1950, cuando se comercializó en considerable escala. Tampoco cabe dudar su pronto influjo en los hogares, al traer consigo ventanas hacia la visualidad del mundo, incluso el de tiempos lejanos y sobre todo el del mismo momento, esa inmediatez temporal imposible en el teatro y en los más rápidos documentales fílmicos.
Los más diversos públicos y personas tenían ya la experiencia de la imagen audiovisual producida por distintos medios, en especial el teatro y demás escenarios, y también el cine, que se había popularizado a gran escala. Pero se extendía ahora esa «audiovisualidad hogareña» que permitía la sensación de visitar sitios distantes (incluidos los anteriores teatros y cines), y posibilitaba no solo la sensación, sino también la plena objetividad de tener informaciones del momento sobre hechos (sonidos y visiones) de las diversas partes del mundo. Florecía un nuevo medio que contribuía a las acciones hogareñas y, de una u otra manera, por unas u otras razones, se asociaba a cambios en las preferencias, hábitos y conductas sociales generales.
Este progresivo desarrollo de la televisión, sus usos y repercusiones, precedido por las de la radio, permitió a investigadores como Marshall MacLuhan y Quentin Flore afirmar en su conocida obra El medio es el masaje. Un inventario de efectos:
«Las sociedades siempre han sido moldeadas más por la índole de los medios con que se comunican los hombres que por el contenido mismo de la comunicación. […] El alfabeto y la tecnología de la impresión han promovido y estimulado un proceso de fragmentación, un proceso de especialización y de separación. La tecnología eléctrica promueve y estimula la unificación y el envolvimiento. Es imposible comprender los cambios sociales y culturales si no se conoce el funcionamiento de los medios» (en edición en español de Paidós, Buenos Aires, 1969, p. 8).
Ya existían —siglos tras siglos desde los primeros tiempos de la humanidad— el diálogo, las conversaciones que implicaban tanto lo más doméstico de las tareas como cuentos narrados con mucho entusiasmo. Ya existían —desde también siglos antes, aunque no tantos ya— los libros, revistas y periódicos, en fin, la palabra leída. Ya existía —desde hacía décadas— nada más ni nada menos que la radio, con todo lo que implicaba y ofrecía en hábitos, uso del tiempo libre, informaciones (noticieros, entrevistas…) y aun entretenimiento, la música, quizás en primer orden, o quizás, según los gustos, en ese primer nivel los programas cómicos y también… las radionovelas y demás dramatizados. También la inmediatez espacial y temporal.
No es extraño entonces que se pensase y sintiese la televisión como un fenómeno de «visualidad» (es decir, de audiovisualidad). Es lo que aportaba, e impresionaba, como novedad significativa en los hogares.
Ahora bien, no se olvide ninguno de los factores ni conductas antes referidas (relatos en familia, revistas y libros ilustrados, radio, teatro, cine…), porque no fueron solo precedentes, sino que siguieron estando en la médula, como humus y abono, de aquello que ofrecería la televisión, por muy novedosa que fuese su visualidad, es decir, su audiovisualidad.
En otras ocasiones hemos insistido en que la televisión no trajo, en principio, ninguna clase de imagen que no estuviese ya en alguno de los medios precedentes, en particular el cine (por ejemplo, los planos, ediciones y dramaturgias iniciales), aunque, y muy claro está… con la propia «textura», las propias manipulaciones y usos del medio, no solo en lo tecnológico, sino incluso en las emotividades personales y familiares.
No cabe duda de que el nuevo medio traería también implicaciones expresivas y estilísticas para los más antiguos medios, artes y espectáculos, en el lógico y sempiterno interaccionar de todos ellos.
Al respecto, vale bien retomar otras sugestiones de los investigadores acabados de citar, no obstante ciertas objeciones muy factibles a otros aspectos de sus tesis:
«La causa principal de que la televisión defraude y de que se critique radica en que sus críticos no saben verla como una tecnología totalmente nueva que exige respuestas sensoriales distintas. Insisten en considerarla una simple forma degradada de la tecnología de la imprenta. No comprenden que las películas que ponen por la nubes —como El knack, o como lograrlo, Yeah, yeah, yeah…, ¿Qué te pasa, Pussycat?— resultarían inaceptables como filmes para público masivo si a ese público no lo hubiesen condicionado previamente los avisos de la televisión, acostumbrándolo a repentinos zigzags, al montaje elíptico, a la falta de continuidad relativa, a los cortes abruptos» (p. 128).
Y escriben esto con anterioridad al desarrollo del videoclip y del magnífico renacer de las series, entre otros productos inconcebibles sin la tecnología y los usos televisivos (antes del surgimiento de internet y todavía hoy), los cuales, también lo hemos propuesto en otras ocasiones, se pueden asumir como casos particulares de «filmaciones» (el cine en su sustento y trasfondo), pero con las referidas texturas y modos particulares de su asunción supeditados a la televisión (y hoy internet).
En fin, la cuestión es que, como todos los medios, la imagen televisiva ha vivido en interacción (tecnológica, estilística, sociocultural) con los demás, y en tales legados e interacciones se destaca su «uso de la palabra».
Televisión, sonido y palabra
Se conoce bien que al aparecer un nuevo factor, este tiende a ser asumido o manipulado con cierta preferencia de las miradas y conductas. No había «visualidad» hogareña, y nada es más lógico que impresionase ante todo. Pero no era visualidad como la de las fotos y cuadros colgados en las paredes o las ilustraciones de libros, revistas y periódicos, sino «audiovisualidad», y hubo conciencia de ello.
¿Quién vio algún programa televisivo sin sonido? Salvo algún olvidado experimento vanguardista, no se recuerda televisión sin sonido. De modo que se trató siempre de audiovisualidad y no de visualidad.
Sin embargo, no fue siempre tan palmario el hecho de que también se trataba de una oralidad persistente. Más aun, una producción y estructuración mucho más conceptual, y por ello verbal, que sensorial…, salvo los mencionados vanguardismos excepcionales y quizá, llegados ya tiempos muy actuales, la sensorialidad aportada por algunas manifestaciones de la era digital. Pero quizá ni siquiera con esto ha sido desmoronada, al menos del todo, la racionalidad verbal o verbal-conceptual como fundamento, estructuración y guía de sus producciones.
Puede sostenerse la tesis —por supuesto, habría que probarla— de que la televisión siguió siendo sonora, muy sonora y oral, y mucho más conceptual y discursivo-verbal que sensorial, lo cual no implica que pudiese faltar lo sensorial incluso a menudo acentuado como en determinados programas espectaculares.
Ante todo, para cualquier razonamiento al respecto, hay que insistir una vez más en el carácter francamente mediático de la televisión, el «gran medio», en ninguna nación institucionalizado como arte (por mucho que algunos realizadores y amantes quieran adosarle este calificativo para «engrandecerla», como si solo el arte fuese «grande»), aunque paulatinamente fuesen ganando terreno dos factores.
Uno de estos factores, los segmentos (la famosa «parrilla» o la «programación») dedicados a manifestaciones artísticas como el cine, el teatro, la declamación, la danza y, en general, la música, y un magnífico producto ya bastante propio (aunque con mucho humus, raíces y abonos previos) constituido por la telenovela.
El segundo factor, el enriquecimiento de su «dramaturgia» y la búsqueda de «esteticidad» en cualquiera de sus segmentos. No puede negarse que una excelente dramaturgia y una reconocible esteticidad podían ser ofrecidas por un magnífico medio que se constituyó en «el medio de los demás medios», una especie de «medio de segundo grado».
La televisión como fenómeno general e institucional no podía producirse y realizarse como ninguna de las demás artes (pintura, escultura…, incluso cine) institucionalizadas progresivamente en correspondencia con el privilegio de la experiencia estética. Televisión y artes tenían factores y funciones comunes, pero otras no: eran como conjuntos secantes, no solo tangentes ni tampoco inclusivos. La «inmediatez temporal» y el privilegio de «la información» lo exigían así.
Estos son hechos. Otra tesis —también por probar, aunque parezca más bien un postulado evidente a los cercanos al medio— pudiera ser que los segmentos más noticiosos e informativos, sobre todo los «más inmediatos», quedaban dominados flagrantemente por la oralidad o, en todo caso, por un devenir conducido conceptual y verbalmente: por muchas imágenes que aporten, casi siempre estas vienen como «ilustración» de la exposición oral.
Y otra tesis —esta quizá un axioma por ser mucho más evidente— afirmaría que precisamente aquellos segmentos más imbuidos de «esteticidad» o incluso ya propiamente de «artisticidad» (como los mimos y demás obras teatrales, las danzas transmitidas y las danzas coreografiadas precisamente para un programa televisivo, y los recitales musicales, por ejemplo) son los que suelen privilegiar mejor lo visual, en verdad, lo audiovisual por encima de lo verbal.
Sin embargo, ¿acaso hasta los mimos y las danzas no obedecen a un decurso también muy conceptual y, como todo lo conceptual, signado por el verbo, es decir, el lenguaje? Puede sostenerse la tesis anterior sobre la estructuración en base a lo racional-verbal para tales manifestaciones en el ámbito de la programación. ¿Qué decir ya de las declamaciones, las obras teatrales, las lecturas de poemas y sobre un determinado tipo de música, como trovadores, cantautores y otros análogos? Otras manifestaciones relevantes y frecuentes que hablan mucho de esta oralidad son los presentadores y animadores. No hace falta comentarios.
En fin, la innegable audiovisualidad de la televisión nunca ha dejado de potenciar al factor verbal, ya sea en sus más intrínsecos procesos y estructuraciones dramatúrgicos y conceptuales como en la más evidente de informativos, animadores, presentadores y muchos productos donde no queda fuera, ni mucho menos, la telenovela.
Esta merece un párrafo aparte para recalcar dos o tres cualidades suyas que, personalmente, hemos ampliado en otras páginas (por ejemplo, el breve ensayo «De la oralidad a la telenovela» en el anuario Oralidad, ORCLAC-UNESCO, nros. 6-7, 1994-1995, recogido en el libro Audiovisualidad, artes y cultura contemporánea, Pueblo y Educación, La Habana, 2014).
En primera instancia, este producto tan «televisivo» sustituyó en gran medida, al menos en muchas latitudes hasta ahora, la tradición nacida desde las antiguas tribus y evolucionada hasta el mismo siglo XIX y quizá el XX, de la reunión hogareña o familiar para la audición de relatos.
Aunque hoy las series compiten con las telenovelas o alternan tiempos y circunstancias, no las eliminan ni sustituyen. Si no ofrecen la oralidad tan acentuada, según unas u otras, tampoco la abandonan por lo común, especialmente en las de suculenta comicidad dialogal.
Es casi imposible concebir telenovelas «subtituladas», entre otros motivos, además de los públicos a que suelen apuntar, por la imposibilidad de seguir en letreros la abundante y rica locuacidad, además de la pérdida del sabor de lo «oído» con inmediatez, sin mediación de la lectura. Ello no niega que, dado el caso de algunos doblajes abominables, haya que optar por los letreros.
De aquí pudiera derivarse otro tema, no procedente ahora, centrado en las mediaciones dadas por «la lectura» de una obra audiovisual (básicamente no realizadas para «ser leídas», como libros ilustrados, sino para ser «audiovistas») y las deficiencias e incapacidades de «los doblajes» (factor a favor de los subtítulos), entre otras argumentaciones. Lo perfecto es imposible: dominar todas las lenguas y, gracias a ello, ver (audiover) cada obra en su lengua original. Es de suponer que el paulatino perfeccionamiento de doblajes y traducciones favorezca también progresivamente la función de «audiover» por encima de la de «ver-leer», como se ha venido haciendo secularmente con las obras teatrales (Sófocles, Shakespeare, Ibsen, Strindberg, Chéjov, Brecht…) representadas, que no vamos al teatro a leer, sino a audiover, aunque, muy claro está, no es lo mismo. Tema, se dijo, para otro momento.
Volviendo a las telenovelas y su cualidad nucleadora y sustitutiva de viejas tradiciones, a ello se asocia su inevitable oralidad, dada no solo por la necesidad de diálogos, sino por su tradicional abundancia y las debidas entonaciones y estilos.
En fin, no puede perderse de vista que en la connotada «audiovisualidad» de la televisión perviven los procesos discursivo-verbales —que es también decir discursivo-conceptuales en su propia producción y estructuración— en la evidente dialogística de narradores, presentadores y locutores tan frecuentes, y con mayor evidencia aun, en ciertas manifestaciones como la telenovela, pero incluso, aunque parezca extraño en principio, en manifestaciones tan «visuales» (en verdad con muchos efectos y factores visuales) como el videoclip, que, después de todo, tiene como fundamento la canción o música, es decir, sonido.
Como quiera que se aprecie, la audiovisualidad de la televisión se consumó y se erige todavía como un gran reducto de la oralidad y el sonido, desde la más antigua o histórica a la más moderna o electrónica.
¿Cultura del espectáculo?
Si comúnmente no se toma conciencia del gran peso de la racionalidad y la palabra en la televisión, sucede lo contrario con el carácter espectacular y, con este, la «superficialidad» de este medio; más bien, por lo contrario, exagerada, como lo fue un tiempo con términos como la «caja tonta» y con la impronta del «entretenimiento».
Habría que volver, en primera instancia, a la general experiencia de que un medio es un medio y un instrumento es un instrumento, de manera que sus funciones y valores dependen de la cultura o sociedad en que se inscribe, sin que neguemos las razones arriba aducidas por MacLuhan sobre los efectos reestructuradores y reacondicionadores que tiene la aparición y desarrollo de cada medio.
Esto, que en el caso de la televisión y los medios más modernos se complejiza un tanto, puede ser observado desde los instrumentos y utensilios más comunes y aparentemente simples hasta los medios más complejos y modernos.
Entre los engañosamente más simples, puede figurar el ejemplo del cuchillo, devenido instrumento imprescindible para nuestra civilización. Aunque parezca algo banal, para la antropología nada es banal, bien mirado, y pudiera realizarse un inacabable discurso sobre las implicaciones de la aparición del cuchillo (es decir, las afiladas piedras de sílex de la prehistoria) en la infinita gama desde el maravilloso utensilio para que los grandes chefs preparen magníficas comidas hasta la frecuente arma de asesinatos. En fin, un medio es un medio y un instrumento es un instrumento, con muchas determinaciones dadas por sus propias cualidades y posibilidades, pero también con múltiples funciones y valores según individuos y culturas.
Pudiera surgir aquí el viejo chiste, también aparentemente vulgar, pero en realidad muy aleccionador, del que sorprende a su pareja engañándole con otra persona en el sofá y quema este sofá para evitar futuros engaños. Solemne caso de fijación y exageración de la importancia del utensilio.
Una característica del medio televisivo que puede ser vista asociada en buena medida a su consagración como el más grande medio de su tiempo —medio de medios— es su tendencia a lo espectacular.
Tal tendencia conlleva peligros culturales que afloran a menudo. Pero vuélvanse a depurar los prejuicios. Del mismo modo que no es imprescindible «ser» arte para ser algo grandioso, tampoco lo espectacular es necesariamente negativo, pudiendo serlo o no.
El ser humano se ha civilizado desarrollando magníficos espectáculos de una u otra índole, desde los más antiguos juglares y malabarismos de las primeras comunidades, pasando por deportes y juegos hasta los más ostentosos circos y óperas, entre otros.
Recuérdese que artes y espectáculos no son campos excluyentes ni tangentes, sino intersecciones que llegan a veces a ser una inclusiva de la otra: todo arte es un medio (no necesariamente masivo ni tecnificado), aunque no todo medio es un arte; todo arte es espectáculo (por ser demandante de la expectación), aunque no todo espectáculo es un arte; todo espectáculo es un medio (aunque no necesariamente masivo ni tecnificado), aunque no todo medio es un espectáculo (sí en su más amplísimo sentido de encaminarse a ser «expectado», pero no en el más estrecho sentido de «lo altisonante» y multitudinario).
En fin, tanto una producción artística, como una mediática o una espectacular (coincidan o no de alguna manera) pueden ser grandiosas o pueden ser fallidas como tales y en sus valores generales.
El problema de la televisión es que —sin ninguna obligación de creer que en sí y por sí misma— se ha comportado en concordancia con las características específicas de cada sociedad y momento, de cada grupo e intereses de su producción, muy propensa a lo espectacular ante todo y demasiado a menudo de una manera degradada.
Un dedicado y agudo investigador del medio y la cultura como Huneeus no escatima en decir en su libro arriba citado (en la página 143 de la edición de 1981 de la editorial chilena Nueva Generación):
«Piénsese, por ejemplo, hasta qué punto la televisión tiende a edulcorantes formales en sustitución de lo más esencial. Así, ¿a quién le extrañaría —inventemos un ejemplo algo exagerado, pero… no tanto— que en vez de presentarnos a los ancianos y desgreñados Albert Einstein o Hopkins en una charla sobre la teoría de la relatividad y el cosmos, se nos diese en pantalla a una muchacha o muchacho de hermosa apostura y llamativo peinado leyendo o diciendo lo que habrían de decir los sabios señores».
«Cuestión de imagen», diría ese telerrealizador y, claro, consentiría «determinado» público; desafortunadamente nada extraño uno ni otro.
Queda claro que tales desmanes pueden producirse en cualquier medio, incluyendo cualquier arte, solo que el campo del arte se muestra «histórica y culturalmente» mucho más renuente a tales «formalismos» que destruyen las auténticas formalizaciones.
El mismo Huneeus lo aclara una página después:
«En verdad, tales superficialidades y poderes no son exclusivos de la televisión, sino también ostentados por otros medios, como el cine y el teatro, pero no en tan gran medida, ya que estos y otros más suelen compensar sus tendencias y corrientes más espectaculares y superficiales con otras de índole francamente artísticas, “difícilmente” artísticas, y, en general, con un carácter cultural, capaces incluso de encumbrar lo feo, lo “extraño” y lo “no-espectacular”».
El mediólogo español Agustín García Matilla, en «Más allá del terror televisado. Estrategias contra la desinformación», capítulo del libro colectivo de 2002 Culturas de guerra. Medios de comunicación y violencia simbólica, hace un llamado a la necesidad de una auténtica educación para la televisión, considerando que:
«A lo largo de su breve historia la televisión ha demostrado algunas de sus fortalezas: ha sido el medio más rápido, más eficaz, más seguido como referencia por los telespectadores… y, nuevamente, la televisión ha presentado sus debilidades para dar sentido a la información y al mismo tiempo ha demostrado la imposibilidad de romper con su tendencia a la fragmentación, su incapacidad para servir al conocimiento, sus limitaciones para presentar una información que permita hacer un debate ordenado, o que contribuya a la formación del espíritu crítico de los telespectadores. Y, a pesar de todo, esas no son, sin embargo, limitaciones reales de la televisión, sino que vienen causadas por un uso sesgado y empobrecedor del medio».
Sería imposible aquí, por demasiado arduo y dilatado, hacer referencias a la inmensa cantidad de investigadores y pensadores que han llamado la atención sobre estos efectos del medio televisivo, sin que falten extremos como el de Jerry Mander, famoso nada menos que por sus Cuatro argumentos para eliminar la televisión.
Pero la mayoría de los conocidos por nosotros siempre han subrayado también el hecho de que dichas particularidades se correlacionan con la clase de sociedad y proyectos.
Así, tales desmanes no caracterizan a las muchas televisoras universitarias del mundo y otras similares, a las muchas televisoras comunitarias, a las televisoras que piensan en un destinatario conceptualmente exigente.
Habiendo mencionado ya los segmentos (cuestión de parrilla, de programación) que pueden ser caracterizados como «artísticos» o, al menos, con una más acentuada finalidad estética, también puede hablarse de segmentos dedicados al diálogo más conceptual, a la información más reflexiva y a efectos no «espectaculares» en su bajo sentido, aunque sí «espectaculares» en su mejor arista de la expectación más honda y enriquecedora.
De uno u otro modo, tal como analiza suficientemente García Canclini en Consumidores y ciudadanos. Conflictos multiculturales de la globalización, más que una propiedad intrínseca de los diversos textos y medios, los efectos y todos los significados se producen actualizados, inmersos en las prácticas sociales particulares, sobre todo en las formas (hábitos, preferencias, modalidades diversas) de consumo.
De aquí que el citado Huneeus, tan crítico sobre cómo se produce concretamente la televisión en las sociedades occidentales y otras en las que estas sociedades influyen, sabe que hay soluciones como las que enuncia hacia el final del libro citado: integrar la televisión a la campaña civilizatoria, operarla también como instrumento correlacionado y no en contradicción con los ideales propios de las instituciones educacionales, financiar la televisión por vías que eviten su contaminación comercial, convertirla en medio para acrecentar la identidad nacional, e instaurar una franja huachaca donde vayan los bailongos.
Sin dejar de recalcar que: «Al leer esto, un ratón diría, estupendo, ¿y quién le pone el cascabel al gato? Pero, aunque cueste creerlo, no somos ratones, sino humanos, y para el hombre, querer es poder».