No existe cine musical cubano. Y los pocos títulos con que contamos son malos, o documentales. Tales parecieran ser las conclusiones al uso en los escasos estudios sobre este género que se publican sistemáticamente, todos concebidos bajo el toldo del asombro o el bochorno, porque nadie consigue explicar racionalmente tales carencias y escaseces en la llamada «isla de la música». En este texto pretendemos describir las estrategias narrativas y formales más comunes en los musicales cubanos que me parecen más relevantes, de antes y después de 1959, y para seleccionarlos tuve en cuenta, en primer lugar, la siguiente definición: un filme musical es aquel cuyo desarrollo narrativo está vehiculado, o interrumpido, por fragmentos de canto o baile, que resultan fruto de una puesta en escena devenida eje estilístico de la obra y principal motivo de atracción para el espectador.
Dicho de otra manera, puede decirse que un filme musical viene a ser entonces toda película cuyos ingredientes esenciales sean, en diferentes combinaciones y medidas, las canciones, la música y el baile. De modo que la historia del género ha estado permanentemente ligada al teatro, la industria discográfica, la radio, el folclor y las culturas autóctonas de cada nación, razón que explica la enorme variación de formas y contenidos de un género extraordinariamente híbrido y multifacético.
Narrativamente hablando, la historia del musical, en cualquier país y época, ha registrado la tensión entre la tendencia a integrar trama y música, y la corriente opuesta, que consiste en construir un espectáculo cuyo centro de atención sea la ejecución musical o danzaria, más allá de la lógica del relato.
Pensando en las principales variantes, en la selección siguiente, las diez mejores películas musicales cubanas están agrupadas en cuatro categorías o subgéneros del musical: biópic y cine histórico (La bella del Alhambra, Zafiros, locura azul y El Benny),revista antológica o monográfica (Nosotros, la música,Yo soy del son a la salsayla coproducción Habana Blues), musical teatral o backstage y concierto documental(Historia de un ballet,Giselle y la coproducción Buena Vista Social Club)y musical integrado o fantástico (El romance del palmar y la película española de tema cubano Chico y Rita), aunque existen varios títulos de mucho mérito que se salen de estas cuatro categorías[1]. Sin más preámbulos, los diez filmes musicales elegidos, previamente calificados según la anterior axiología.
1. La bella del Alhambra (1988), de Enrique Pineda Barnet (biópic y cine histórico)
Desde la teoría de los géneros se explican los múltiples aciertos y el prolongado éxito de esta producción, a partir de la combinación entre dos significativas tradiciones del cine musical internacional: la del biópic o cine histórico, sobre músicos, cantantes y bailarines, con los códigos del musical teatral o backstage y concierto documental, en tanto los principales personajes se mantienen, a todo lo largo de la trama, preparando la nueva subida a escena en actos que constituyen la parte más atractiva del metraje. A los dos subgéneros mencionados se añade la dramaturgia inherente a las revistas antológicas o monográficas y la causalidad inherente a los musicales integrados, fantásticos y experimentales, en tanto se reciclan, en la banda sonora concebida por Mario Romeu, algunas de las canciones cubanas populares en los años veinte y principio de los treinta: la vedete madura, llamada La Mexicana, asume «Quiéreme mucho», de Gonzalo Roig, y «Papá Montero», de Eliseo Grenet (siempre con la voz de Omara Portuondo, y en ambas ocasiones sobre el escenario, como parte de las revistas musicales del Alhambra. Beatriz Valdés, a través de su personaje de Rachel, joven estrella ascendente, interpreta canciones que permiten comprender los deseos de los personajes y hacen avanzar la trama, como «Capullito de alelí», «El lunar», «Tápame» y el remarque especial en «Si llego a besarte», de Luis Casas Romero; «Ay, mamá Inés», de Eliseo Grenet, y «La mujer de Antonio», de Miguel Matamoros. Estos temas puntúan diferentes ensayos y momentos estelares de la carrera de Rachel. La película abre con «Galleguíbiri-Mancuntíbiri», de Jorge Anckermann y Federico Villoch, y prácticamente termina con «La isla de las cotorras», de los mismos autores, dentro del sainete que provocó finalmente el cierre del Alhambra y su posterior demolición.
De modo que la sintaxis narrativa y tipológica de La bella del Alhambra concierta cuidadosamente cuatro de las modalidades discursivas y subgéneros más habituales y eficaces del cine musical. Respecto al carácter predominante de los índices inherentes al biópic y el cine histórico, debe recordarse que la historia de la protagonista es una ficción concebida a partir de integrar los periplos vitales de varias artistas reales, entre otras, Amalia Sorg, figura importantísima en la concepción tanto de la novela Canción de Rachel (1969), de Miguel Barnet —que se inspira en abundantes datos biográficos de veteranas de aquel coliseo—, como del documental no musical Cuentos del Alhambra (1962), de Manuel Octavio Gómez, que articula testimonios valorativos de algunas estrellas sobrevivientes a la demolición del teatro.
El subgénero biográfico o histórico significó algo así como la tabla de salvación para el cine cubano a todo lo largo de los años setenta, ochenta e incluso noventa y posteriores[2], en tanto devino estrategia narrativa usual para todos aquellos que intentaran «dignificar» uno de los géneros más evasivos y artificiosos con que cuenta el cine. Incluso en La bella del Alhambra se percibe el empeño de Pineda Barnet por atender a los rigores del cine histórico, por encima de las «liviandades» del musical que, al fin y al cabo, garantizaron la enorme popularidad de la película y también la eficaz operación de rescate cultural de una época casi olvidada por nuestro cine.
2. Nosotros, la música (1964), de Rogelio París (revista antológica o monográfica)
Es un brillante, entretenido documental de largometraje que constituye una suerte de revista de variedades filmada sobre la música cubana a principios de los años sesenta, de modo que se incluye, en segmentos grabados tanto en exteriores como en salas de concierto, la participación de Bola de Nieve, Celeste Mendoza, Elena Burke, la Charanga Francesa, el Septeto Nacional de Ignacio Piñeiro, el Quinteto Instrumental de Música Moderna, el Conjunto Chapotín, además de variedades de danza. Algunos de los mejores fragmentos fueron filmados con un enérgico estilo de free cinema (las comparsas de Cocuyé y Orilé o el guaguancó de Celeste Mendoza en el solar), además del convincente desenlace en la fiesta bailable del domingo en los jardines de la Cervecería La Tropical. En la mayoría de los episodios se percibe mucho más que la voluntad por registrar el talento de tal intérprete o canción, pues más bien se escoge el entorno adecuado para cada artista representativo de cierto género musical, y así se consuma la voluntad del autor por presentar una antología o monografía de la música cubana en aquel momento de transición.
Con la fundación del ICAIC, lo musical deja de ser el aliño imprescindible de ensaladas tropicales, melodramáticas o humorísticas, y comienza a pensarse en filmes de este tipo, pero henchidos de significación artística y cultural. Parte de este pensamiento se materializó no solo en Nosotros, la música, sino también en otros documentales tan reconocidos como Y tenemos sabor (1967), de Sara Gómez, sobre los instrumentos básicos de la música cubana. Y si en los documentales mencionados se percibe la voluntad por definir la triangulación entre lo musical, lo audiovisual con sentido artístico y lo nacional-identitario, muchas menos pretensiones se perciben en el registro, más pop y televisivo, del realizador José Limeres, un especialista en la realización de cortometrajes musicales, estilo video musical, en Los Zafiros (1966), Los Bucaneros (1967), Celeste Mendoza (1968) y Las D’Aida (1968). La tendencia de las revistas antológicas o monográficas continuó en la siguiente década[3].
3. Historia de un ballet (Suite Yoruba) (1962), de José Massip, y Giselle (1964), de Enrique Pineda Barnet (musical teatral o backstage y concierto documental)
El primero es un cortometraje documental con espléndida dirección de fotografía de Jorge lHaydú, narración de Luis Carbonell, voz de Nicolás Guillén e interpretación a cargo de bailarines del Conjunto de Danza del Teatro Nacional de Cuba. En solo veinte minutos el filme muestra el montaje de un wemilere en honor a un santo pagano, mientras los bailarines aprenden el arte de los anónimos artistas del pueblo. A la manera de centenares de musicales teatrales o de backstage, o conciertos documentales, se mezclan los ensayos de los bailarines con la representación conclusiva y posterior, coreografiada por Ramiro Guerra en cuatro partes: «Yemayá» (la diosa del mar), «Changó» (dios del fuego y la lujuria), «Ochún» (diosa del amor) y «Oggún» (dios de los minerales y el bosque). La cámara decide acompañar a los bailarines y todo se vuelve color en movimiento, montaje de planos y música con un notable sentido de la belleza performática y plástica.
Por su parte, Giselle es un largometraje documental de noventa minutos que escenifica, a la manera de la ficción, la trama del ballet romántico, con las interpretaciones de Alicia Alonso[4], Azari Plisetski, Mirta Plá, Josefina Méndez, Aurora Bosch y Loipa Araújo, entre otras figuras estelares del Ballet Nacional de Cuba, todos dirigidos cual si se tratara de actores que interpretan un papel a través de la danza. La película ha sido catalogada con frecuencia como ballet o teatro filmado, constancia en imágenes de un hecho cultural indiscutible, recreado desde la puesta en escena, la escala de planos y los movimientos de cámara del cine puro.
A lo largo de su carrera, Pineda Barnet escribió guiones para ballets como La dádiva (con coreografía de Gladys González), Tina (de Iván Tenorio y Loipa Araújo) y La caza (de Jorge Lefebre, interpretado por Menia Martínez con el Royal Ballet de Wallonie), y también realizó el guion y la dirección de cortometrajes que daban cuenta de la tremenda creatividad imperante en la escena habanera, como Aire frío y Fuenteovejuna. Era una cuestión de tiempo que el director se transformara también en realizador de filmes musicales inspirados en la escena, como sería La bella del Alhambra.
No solo Historia de un ballet (Suite yoruba) y la posterior Giselle integraron las tradiciones cubanas del musical teatral o backstage y concierto documental[5]. En un rápido recorrido antológico debe mencionarse Un día en el solar (Eduardo Manet, 1965), con guion de Lisandro Otero y música de Tony Taño, bailada mayormente por Sonia Calero, Tomás Morales y Asenneh Rodríguez, a partir de un guion del propio Manet y de Julio García Espinosa, este último, siempre interesado en la cultura popular. El primer intento del ICAIC por hacer cine musical recurría a la filmación teatralizada en estudio del ballet moderno El solar, de Alberto Alonso, muy influido por el estilo visual de West Side Story y los musicales norteamericanos de Gene Kelly y Stanley Donen.
4. El romance del palmar (1938), de Ramón Peón (musical integrado o fantástico)
Constituye el ejemplo más acabado, en el período prerrevolucionario, de musical integrado, es decir, aquel donde los intérpretes, súbitamente, en lugar de hablar, cantan canciones tan bien integradas a la trama que es imposible suprimirlas del argumento, y donde además los personajes son más complejos, en un retrato bastante realista de contextos históricos o culturales a veces desvinculados del escenario musical en sentido estricto. Por ejemplo, en la primera parte de El romance del palmar la iconografía y tipología se vinculan con la naturaleza de los campos de Cuba y el carácter y las costumbres de los guajiros. En esta primera etapa campestre, Rita Montaner aparece rodeada de palmares y vegas de tabaco, mientras canta y colecta las enormes y aromáticas hojas. La segunda etapa, citadina, introduce una estampa completamente distinta de la cubanía musical cinematográfica, cuando su personaje llega al Paseo del Prado y es invitado por una orquesta a que cante «El manisero», en uno de los pasajes más conocidos y reverenciados del musical cinematográfico cubano. A través del personaje de Rita, una de las mejores cantantes que ha dado Cuba, se consuma un retrato de lo cubano que mezcla lo blanco y lo negro, lo urbano y lo rural.
Filme más taquillero realizado en Cuba a lo largo de la primera parte de la etapa sonora, El romance del palmar se transforma también en una revista antológica o monográficaen tanto puede verse un desfile de grandes canciones cubanas de los años treinta, creadas por los mejores compositores de aquella época: «La veguerita» (Gonzalo Roig) es interpretado por Rita Montaner al principio de la película, mientras supuestamente recoge hojas de tabaco; «Mi vida eres tú» (Ernesto Lecuona) es la muy triste canción que significa el debut de la guajirita como cantante de cabaret, y sin dudas expresa su incompatibilidad con un medio corrupto, y también externaliza el sentimiento de frustración de la muchacha con el amor que la hizo emigrar a la ciudad; «Tengo un nuevo amor» (Ernesto Lecuona), cantado por María de los Ángeles Santana, que aparece como otra de las variedades musicales del cabaré El Palmar, y la ya mencionada «El manisero», obra de Moisés Simons, que es una de las que se integra más felizmente al argumento y al espíritu de la película.
Tal y como paralelamente sucedía en la industria fílmica mexicana, hubo abundancia de comedias musicales en el cine cubano prerrevolucionario[6], e incluso al ICAIC le fue difícil encontrar un modo de hacer musicales integrados, ya fuera en el documental, particularmente en la faceta contemplativa, como La herrería de Sirique (1966), de Héctor Veitía, sobre el lugar donde se reunían a cantar canciones populares muy antiguas un grupo de viejos trovadores; o de ficción, en la línea de Un día en el solar, que exhibe una mitad de musical teatral, y otra mitad en el musical integrado, en tanto se pretende hacernos creer en la posibilidad de que los habitantes de la cuartería de pronto rompan a cantar y bailar. También fue un musical integrado, en el terreno de la ficción pura, Son o no son (Julio García Espinosa, 1980), que aprovecha la variante experimental, autorreferencial y semidocumental para realizar un extraño musical, brechtiano y burlesco.
5. Chico y Rita (2010), de Fernando Trueba y Javier Mariscal (musical integrado y fantástico)
Ostenta personajes que cantan y bailan su cubanía, tal y como se percibe en La bella del Alhambra o El romance del palmar. Único filme animado de esta lista, y constantemente salpicado de música, cuenta una historia romántica, de cariz retro —como suele ocurrir en tantísimos musicales integrados—, sobre dos amantes separados por las circunstancias, ambos artistas: el pianista Chico Valdés y la cantante Rita La Belle. Los magistrales dibujos del español Javier Mariscal se aúnan con el conocimiento de su coterráneo Fernando Trueba sobre jazz latino, y el resultado es este filme, mayormente contado a partir de una larguísima retrospectiva de un anciano que recuerda desde su deprimente realidad contemporánea la época en que era un joven pianista, cuando actuaba en clubes y bailes. Una noche conoce a una cantante de la cual se enamora y forman pareja artística, pero Rita termina marchándose a Estados Unidos cuando piensa que Chico ya no la quiere. Solo se reencontrarán en Las Vegas, ya ancianos.
Entre las canciones felizmente integradas al argumento y a la tipología de los personajes se encuentran «La bella cubana», «Nocturno en batanga» y el «Tema de Rita», todos interpretados en el piano por Chico, es decir, por Bebo Valdés, además de «Bésame mucho» y «Love for Sale», que canta Rita con la voz de Idania Valdés. Pero no son estos los únicos, porque el filme está saturado de música. Además, se escuchan temas cubanos típicos («El manisero», «Sabor a mí») y procedentes de grandes filmes de Hollywood, musicales y de otros géneros, que ubican la película en contexto epocal, como «On the Town» y «As Time Goes By».
(Primera de dos partes)
[1] Excluimos de esta selección los filmes experimentales, mayormente de tendencia documental, y que hacen un uso extensivo de la música, en términos estéticos y temáticos, como el fotorreportaje ilustrativo de una combativa canción de Lena Horne que es Now (Santiago Álvarez, 1965), Son o no son (Julio García Espinosa, 1980), la fragmentaria y muy musical La Época, El Encanto y Fin de Siglo (Juan Carlos Cremata, 2000) y el documental intimista, de tesis y no biográfico que es Brouwer: el origen de la sombra (Lisandra López Fabé y Katherine T. Gavilán, 2019).
[2] La década de los años ochenta, a la que corresponde La bella del Alhambra, significó también el esfuerzo del cine cubano por construir un cine musical, a través de la variante biográfica o histórica, sobre todo a partir de una larga serie de documentales, entre los cuales resultan de obligada mención varios importantísimos testimonios ilustrados con música y dirigidos por el respetado Oscar Valdés: Rita (1980), con guion y narración de Miguel Barnet; Lecuona (1983), estrenado en una época en que el más reconocido de los músicos cubanos todavía era mirado con cierta ojeriza por algunos funcionarios de la cultura; María Teresa (1984) y Roldán y Caturla (1985). A estos buenos documentales se suman sustanciales aportes, como Con sabor a caña, tabaco y ron (de Constante Diego, sobre Ñico Saquito, 1981), A veces miro mi vida (de Orlando Rojas, sobre Harry Belafonte, 1981), el muy ficcionado y popular Omara (Fernando Pérez, sobre Omara Portuondo, 1983), además del memorable ditirambo al talento de Bola de Nieve que significó Yo soy la canción que canto (Mayra Vilasís, 1985) y la rigurosa indagación, salpicada de música, que porta Buscando a Chano Pozo (Rebeca Chávez, 1987).
[3] En este acápite de las revistas monográficas se impone mencionar dos memorables documentales de la siguiente década: Hablando del punto cubano (Octavio Cortázar, 1972) y ¿De dónde son los cantantes…? (1976), de Luis Felipe Bernaza. El primero caracteriza la música tradicional campesina a partir de la participación musical de Luis Gómez, Justo Vega, Joseíto Fernández, Faustino Oramas, Palmarito y José R. Sánchez, el Madrugador, entre otros. Y la estructura de revista antológica, compuesta a partir del montaje lógico entre sus tributos artísticos, se observa en ¿De dónde son los cantantes…?, sobre los primeros sones nacidos en los campamentos mambises a finales del siglo XIX y su posterior evolución, además del homenaje implícito al Trío Matamoros. A la vertiente antológica pertenecen también La muerte del Alacrán (1975) y La rumba (1978), ambas de Oscar Valdés. La primera explica el sentido histórico de las comparsas en Cuba y la segunda investiga los orígenes y desarrollo de esta manifestación bailable.
[4] A exaltar el arte de Alicia Alonso se dedicaron documentales musicales de diversas épocas como Un retablo para Romeo y Julieta (1971) y Edipo Rey (1972), ambos de Antonio Fernández Reboiro, con las respectivas puestas en escena del Ballet Nacional de Cuba; Nos veremos ayer noche, Margarita (1972), de Juan Carlos Tabío, sobre un ballet basado en La dama de las camelias, e Imágenes de tres ballets (1974), de Víctor Casaus, sobre sus geniales interpretaciones de La fille mal gardée, Coppélia y Don Quijote. En los años ochenta se estrenó Encuentro (1981), de Marisol Trujillo, que hace la crónica resumida de la coincidencia escénica entre la cubana y el soviético Vladimir Vasiliev, y después Alicia, la danza siempre (1996), de Manuel Iglesias y Lourdes de los Santos, quienes recorren su carrera por medio de materiales registrados entre 1947 y 1991. Más tarde, escasea este tipo de filmes musicales bailados, pero todavía aparecen algunos memorables, como el norteamericano de tema cubano Dance with Me (Randa Haines, 1998), El despertar de un sueño (2008) y La bella durmiente del bosque (2009), estos últimos, realizados por Luis Ernesto Doñas.
[5] Tanto Historia de un ballet (Suite yoruba), como Giselle y Nosotros, la música mostraban bailarines en plena ejecución sobre el escenario, al igual que los filmes de Humberto Solás Simparelé (1974) y Obataleo (1988), este último dedicado a la recreación roquera de la música yoruba a cargo del grupo Síntesis. Sin embargo, fue la década de los setenta la de mayor esplendor de esta modalidad escénico musical, con Okantomí, Sulkary y Plásmasis (1974), los tres de Melchor Casals y dedicados a la danza afrocubana con características rituales. A partir de conciertos más o menos privados, en Casa de las Américas se realizaron también Mercedes Sosa (1974), de Rogelio París, y Que levante la mano la guitarra (1983), de Víctor Casaus, con la vinculación entre biópic y concierto, en tanto vincula aspectos de la vida y la obra del cantautor Silvio Rodríguez, con un concierto antológico.
[6] Además de El romance del palmar, estaban Sucedió en La Habana (1938) y Una aventura peligrosa (1939), también dirigidas por Ramón Peón, la primera, con dirección musical de Gonzalo Roig, y que cuenta con una larga sucesión de canciones y bailes cubanos inserta en el romance entre el ingeniero de un central azucarero y la hija del dueño del central, mientras que en la segunda se cuentan las peripecias de un padre empeñado en que su hija triunfe como cantante en un programa radial. En 1941, Ernesto Caparrós dirigió Romance musical, con actuaciones especiales de Rita Montaner y René Cabel (el tenor de las Antillas), la historia de tres hermanas de una familia rica que quieren ser artistas y se presentan en diversos programas de radio. A fines de 1948, se rodó A La Habana me voy, coproducción cubano-argentina donde actúan Las Anacaonas, el tenor mexicano Pedro Vargas y La Roche Carlyle Band, conjunto coreográfico del cabaré Sans Souci. En la trama hay un actor que siente celos de su secretaria y esposa, devenida vedete de éxito. En 1950, Raúl Medina hizo Rincón criollo y Qué suerte tiene el cubano.