Tal como pautaba el guion de Los días del agua, la actriz arrastraba su alucinada Antoñica por sobre un grupo de enajenados, deseosos de recibir con agua la curación de sus males. Ya en pantalla aparecía rodeada de tullidos y esperpentos humanos ―también de una oculta manipulación política―, convenciéndonos, mientras sembraba en el espectador esa extraña e inteligente confusión de sentirla «personaje» sin dejar de verla como actriz. Y es que Idalia Anreus (1932-1998) aprendió el secreto de saber vivir y morir de mentiritas en no pocas películas, lo que la insertaba coherentemente en un tipo de cine de riesgo estético, más personal, como lo es Los días del agua y, también, La primera carga al machete.
Su esposo, Manuel Octavio Gómez (1934-1988), talento aparte, quizás porque la conocía muy bien, supo dirigirla como pocos pudieron hacerlo. La excepción fue Humberto Solás en el primer cuento de Lucía, donde ella se transforma en la Fernandina, vejada sexualmente, luego demente, fotografiada por Jorge Herrera a través de una cámara en mano de lujo, tan sincrónicamente arrebatadora como el personaje. Memorable secuencia, además, por el imaginativo diálogo en el que ella manda a callar a los españoles moribundos, porque los cubanos estaban durmiendo la siesta. Por muy bien escrita que estuviera esa línea del diálogo, solamente una inteligente actriz corriendo, subiendo y bajando sin detenerse, y escrutada por la cámara en mano, le podía dar toda la veracidad posible.
La recuerdo magnífica en aquellos personajes singulares que la retaban, por vivir en el otro extremo de su existencia, o por ser sobrevivientes alucinantes. Demente, supersticiosa, cirquera… fueron personajes que se ajustaron muy bien a su arco dramático, cuyo sello incontestable estaba en su voz, de particular encanto por el manejo que hizo del registro grave.
Idalia es una de nuestras grandes actrices dadas a crecerse en la tragedia, que con su actuación bordea el delgado precipicio dramatúrgico entre lo verosímil y lo inverosímil, entre la verdad y la verdad artística.
Las veces que Idalia encarnó personajes concebidos con poco esfuerzo e imaginación ―esos que se escriben para que el actor, sentado y frente a cámara, diga diálogos, porque al guionista no se le ocurre una mejor manera de informarnos lo que quiere que sepamos― sencillamente se anulaba. No existía. No había combustión. Una actriz como ella necesitaba interpretar buenos personajes, y mejor si estos formaban parte de guiones arriesgados y hechos con buen gusto, capaces de expresar la vida con agudeza y singularidad. Únicamente así, con Idalia no habría desperdicios.
En los filmes donde no brilló tal vez fue porque sus guiones nacieron opacos. Así la recuerdo en Un hombre, una mujer, una ciudad…, luchando en el vacío sin posibilidades de cerrar costuras.
A finales de los años ochenta la vi quebrarse en mil pedazos durante la puesta de Yerma, bajo la dirección de Roberto Blanco, otro director que sencillamente, no hay que adjetivizar, supo dirigirla. Mientras Idalia entregaba con autenticidad la singular psicología de su personaje, su voz era cada vez más difícil de oír. Lacia y triste fue aquella tarde en la que su voz parecía derrotada. Dejaba de ser potente, grave, para convertirse en la propia soledad aciaga de una actriz que luchaba por comunicar en medio del silencio respetuoso, abrumador, de los espectadores.
Atrás quedaron los tiempos de trabajo con Manuel Octavio Gómez, que la dirigió en La salación (1965), Tulipa (1967), La primera carga al machete (1969), Los días del agua (1971), Ustedes tienen la palabra (1973), Una mujer, un hombre, una ciudad… (1978), El señor Presidente (1983); Humberto Solás, en el primer cuento de Lucía (1968); Jorge Fraga, en La odisea del general José (1968); Manuel Herrera, en No hay sábado sin sol (1979); Pastor Vega, en Retrato de Teresa (1979); y Octavio Cortázar, en Guardafronteras (1980).
Años después la volví a ver en otro teatro. Manuel Octavio había muerto. Su ascendente carrera se había frenado bruscamente. Fue una noche durante un Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, cuando le entregaron un Coral de honor en un Karl Marx abarrotado de un público que sabía muy bien a quién estaba aplaudiendo. Y ella, menuda de cuerpo, como un ave ya sin canto, sonriente apareció en el escenario para con solo gestos agradecer la ovación.
Ya no había voz. Se acabaron la risa y la ocurrencia. El grito y el dolor. Entre la vida y la muerte, una operación quirúrgica optó por la vida, privándole para siempre de su tremendo instrumento de trabajo: aquella peculiar voz, casi que de contralto.
Y no se supo más de Idalia.
Hasta que unos años después expiró en extraña tierra, lejos del cine y el teatro que la mimaron. Quedan sus películas. Su profesionalismo. Las anécdotas simpáticas sobre su vida. Y el misterio de esta petición que le hago llegar donde quiera que esté: señora Idalia, por ahí tengo un personaje para usted. Creo que le gustaría. Dígame a donde le envío el guion. Una actriz con ese halo trágico, teatral, patético, desmesurado y altisonante, tan auténticamente suyo, es la que necesito.