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Theo Angelopoulos: El cine, elegía eterna

Luciano CastilloPorLuciano Castillo
abril 6, 2022
En Columnas, Travelling
Tiempo de Lectura: 14 minutos
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Theo Angelopoulos
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Solo la absurda muerte, ocurrida el 24 de enero de 2012, del septuagenario cineasta griego Theo Angelopoulos, atropellado por una motocicleta mientras buscaba exteriores para El otro mar, pudo interrumpir la creación de un artista fundamental en el cine contemporáneo. Preparaba con su minuciosidad habitual el cierre de la trilogía El prado en lágrimas[i], otra revisitación de la historia (no solo de Grecia, sino de Europa en el siglo XX) a partir de los conflictos humanos, porque, según confesó alguna vez, solo sabía filmar películas. «Comencé a realizarlas como aficionado y pienso seguir haciéndolas con mentalidad de aficionado», explicó acerca de esa obsesión en que devino el cine para él al cabo de los años. Su vida era hacer cine, y rodar era un placer incomparable, el auténtico momento de la creación, no el del montaje: «Solo vivo realmente cuando estoy rodando. Y pienso seguir haciendo cine al margen de corrientes y modas, de los signos del tiempo, mientras me dejen hacerlas y haya gente dispuesta a financiarlas».

Definió Eleni (Trilogía I: To Livadi pou dakryzi, 2004), primera parte de ese enésimo fresco histórico y que dejó inconcluso, como una elegía del destino humano, de los sentimientos y la vida cotidiana de la gente común, al tiempo que como una aproximación a la historia con una férrea vocación de testigo de su época. Prosiguió esta indagación en la segunda parte: El polvo del tiempo (I skoni tou chronou, 2008), trágicamente convertida en la última obra de una filmografía en la cual algunos estudiosos hallaron el equivalente cinematográfico de los múltiples recursos espaciotemporales empleados por Gabriel García Márquez en Cien años de soledad.

Sus trece largometrajes constituyen una interminable elegía estructurada por trilogías: Días del 36 (Meres tou 36, 1972) inauguró la primera de estas, acerca de la historia de Grecia entre 1935 y fines de los años setenta, continuada con El viaje de los comediantes (O Thiassos, 1975) y Los cazadores (I Kinighi, 1977). Tras el brillante paréntesis que implicó Alejandro el Grande (Megalexandros, 1980), el azar obró para que temáticamente el sentimiento de extravío que anima sus filmes posteriores permita agruparlos en lo que denominó la trilogía del silencio, conformada por el silencio de la historia: Viaje a Citera (Taxidi stin Kythera, 1984); el silencio del amor: El apicultor (O Melissokomos, 1986), y el silencio de Dios: Paisaje en la niebla (Topio stin Omichli, 1988). Una suerte de bisagra representa El paso suspendido de la cigüeña (To Meteoro Vima tou Pelargou, 1991), inicio de la trilogía de las fronteras, a la que siguió una obra maestra absoluta: La mirada de Ulises (To Vlemma tou Odyssea, 1995), su tributo personal al centenario del séptimo arte, que nunca concibió sin aceptar riesgos, para culminar con La eternidad y un día (Mia aioniotita kai mia mera, 1998), reflexión sobre la frontera entre la vida y la muerte.

Theo Angelopoulos en el rodaje de La eternidad y un día

Persona (1966), de Bergman, fue muy importante para él por el uso del espacio fuera de campo, que desde entonces empleó en todos sus filmes. En lugar de aceptar la etiqueta de «cine épico», prefería insistir en su voluntad de subrayar y de mostrar los medios de construcción, de tener conciencia de la representación. No vacilaba en modificar las locaciones seleccionadas con tanto cuidado y de manipular el paisaje, en aras de una gran elaboración a partir de la realidad, sin dejar nada a la casualidad. «No intento reproducir la imagen exterior, sino proyectar una imagen interior», declaró.

Coincidió con Kurosawa en que, si bien no sabían pintar, criterios pictóricos dominaban su elección de las formas y el color. Por su perenne interés en romper el relato clásico, trabajó incesantemente sobre el lenguaje como sobre el fondo de cada filme, en un intento por ir en contra del facilismo y del lenguaje estereotipado y dominante. El cine representó una liberación para él, y sus películas, viajes que todos emprendemos, en cualquier parte del mundo. Eran «botellas lanzadas al océano, para quien las pueda recoger y las pueda leer». Cada una de ellas engendraba la siguiente, en un proceso de continuidad que refleja sus preocupaciones personales. Confesó una vez su incapacidad para contar historias de otros: solo podía hablar de sus experiencias, de sus traumas y de sus esperanzas. En su rechazo al calor estribaba la razón personal de que sus películas transcurrieran en invierno.

Nunca pude entrevistarlo, por más que no cesé de soñar con estar frente a este poeta de la imagen en movimiento, capaz de transmitir a través de las imágenes del fotógrafo Giorgos Arvanitis —a veces con el lírico contrapunto aportado por la compositora Eleni Karaindrou o el silencio— todo el horror de una violación o de una masacre sin mostrarlo. A diez años de una pérdida para la cual el adjetivo irreparable es insuficiente, debo conformarme con esta entrevista imaginaria estructurada sobre disímiles declaraciones destinadas a revistas, libros o programas televisivos. Al fin y al cabo, su obra permanecerá incólume muchos días después de la eternidad[ii].

¿Cómo fue su descubrimiento del cine?

La primera vez que recuerdo haber ido al cine fue después de la guerra civil, después del Diciembre Rojo, o sea, en 1945. Con un grupo de chicos de mi edad, aunque yo debía ser de los más pequeños, nos metimos en la riada de gente que entraba en un cine cercano a casa y nos colamos. Así pude ver mi primera película: Ángeles con caras sucias (Angels with Dirty Faces, 1938), de Michael Curtiz. Las películas que más me gustaban eran las del cine negro norteamericano de los años cuarenta, adoraba la comedia musical y los grandes wésterns. Sin embargo, la primera que verdaderamente me sorprendió fue Sin aliento (À bout de souffle, 1959), de Godard, en un cine de Atenas. Esa película me atrajo, quería hacer algo así.

Soy alguien que ha vivido en las salas de cine. Todo lo que sé lo he aprendido viendo películas y reflexionando sobre ellas. Como la gran mayoría de los cineastas de mi generación, he estudiado el cine en las cinematecas, todas las películas de la historia del cine, desde las primeras obras de Griffith a la última película estrenada. Cuando entré en la universidad para estudiar Derecho, el cine comenzó a dominarlo todo. Desde la mañana a la noche, podía ver tres, cuatro películas diarias. No es casual que trabajara como crítico y como profesor de realización en una escuela de Atenas antes de dirigir mis primeras películas. Quien se decide por el cine debe comprender la elección: es el mismo cine el que la hace. El cine lo escoge a uno, no al revés. Hay que respetar el cine. Y hay que respetar sobre todo a la gente que comenzó a hacer este cine y que legó películas que nos hicieron soñar y que se mantienen todavía; las otras desaparecen.

¿Qué lugar atribuye a su paso por el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos de París?

Como quería hacer cine, ingresé en el IDHEC[iii]. Un día de 1962 intenté realizar un desglose técnico (mi primera película allí es un corto policial). Quería realizar una panorámica de 360 grados. «Señor, usted no está aquí para eso. Intente primero hacer un campo-contracampo», me orientaron. No tengo ganas de hacer un campo-contracampo. «Entonces, váyase a Grecia a vender genio». Sin decirle que era eso lo que pensaba hacer, me marché.

De todas maneras, la impresión fundamental que me llevé de mi paso por el IDHEC es que la importancia de una escuela de cine no radica en lo que te puedan enseñar los profesores, sino esencialmente en que durante todo el día vives con el cine: hablas de cine, imaginas cine, estás constantemente preparando proyectos. Eso es lo más importante de las escuelas de cine. En ese período trabajé además en la Cinemateca, cortando entradas, así que tuve la ocasión de ver muchísimo cine, de todos los lugares y de todas las épocas. Cuando estuve en el IDHEC íbamos cada día a ver una película de Antonioni, incluso solo veinte minutos, tomábamos una «dosis» de Antonioni, como se decía.

¿Por qué acudió al plano secuencia como elemento estilístico distintivo?

A partir de mi segunda película, Días del 36, asumí el principio de no realizar dos planos cuando un solo plano era suficiente. Si una escena queda resuelta con un plano, no filmo dos. Tomé esa decisión porque siempre me han molestado los cortes típicos del cine norteamericano. Intento organizar las cosas de tal manera que el espectador tenga más posibilidades de elegir entre los elementos fílmicos que están dentro de cuadro, e intentar establecer un diálogo en el que el espectador mismo sea quien realice el primer plano, como sucede cuando va al teatro. Es correalizador que construye la película a la vez que la contempla, que aporta al filme sus experiencias, aspectos de su vida… Una película no existe sin encontrar la mirada del otro. Si no se produce esta confluencia, el cine se convierte en algo neutro, como de hecho son los telefilmes y las películas de Hollywood.

A mi modo de ver, el plano secuencia exige menos trabajo y menos tiempo. Tengo una gran facilidad para organizar los planos secuencia. Y mi camarógrafo ha sido enseñado, habituado a eso, y tengo la oportunidad de trabajar con uno que tiene, yo diría, una facilidad de movimiento casi digital. Y lo mismo ocurre con el staff que puede manejar la grúa, o esto o aquello; desde mi primera película son los mismos miembros. Creo que los planos cortos requieren una mayor precisión, demandan una exactitud mucho mayor y, por lo tanto, más tiempo. Si concibo grandes planos secuencia es por comodidad, porque resultan mucho más fáciles. La improvisación es anterior. Inicialmente es una coreografía. Se ensaya mucho, pero se filma poco: tres veces a lo sumo. Todo el mundo me dice que es mi estilo, y es verdad. Admiro mucho a los directores que pueden realizar primeros planos y los hacen con gran rigor y exactitud, pero yo no puedo.

Días del 36
Días del 36

No creo haber sido influido por André Bazin en este sentido. En cambio, mi interés por Kenji Mizoguchi es conocido. Admiro sus planos secuencia, su utilización del espacio fuera de cuadro, sus movimientos de cámara, su timing. A la pregunta en tiempos de Días del 36 acerca de qué quería decir con estas largas panorámicas y qué significaban, respondí: «Nada, las panorámicas simplemente están diciendo: yo soy una panorámica». Todo configuraba una visión particular del cine, donde ciertamente Brecht jugó un papel muy importante, pero repito que esto se puede ver en las obras de muchos cineastas de la época, especialmente en aquellos en que los aspectos políticos, directa o indirectamente, estaban presentes, como los hermanos Taviani, Jancsó, Wajda, etcétera. En mi obra, cada película tiene su propia filosofía del plano secuencia. Si el ritmo de mi cine es lento, es porque me complace degustar el tiempo que pasa.

¿En qué consiste su colaboración con el guionista italiano Tonino Guerra, que tanto trabajó con Antonioni, así como con Fellini en Amarcord y con Tarkovski en Nostalgia, entre otras?

Cuando existe una idea de la película, empleo el método de hablar con alguien sin escribir nada antes. Hablar, si se puede decir, de la idea misma. A veces soy yo quien habla, y la otra persona, el colaborador en el guion, hace de abogado del diablo, que dice, quizá, «es exagerado», y hace señalamientos. Llamo «abogado del diablo» a un guionista como Tonino Guerra; es necesario que él diga siempre «no» para obligarme a inventar. Él sostiene, de cierta manera, una posición, si la hay. Y después escribo solo el primer planteamiento del guion y las diferentes versiones sucesivas, quizás diez diferentes. Cada vez de manera más profunda. Pero la contribución de Tonino es esencial: participación oral, confrontación de ideas, propuestas, estímulos… Transformo en dramaturgia lo que me dice. Me proporciona coloraciones, signos que enriquecen una escena, observaciones y pequeños detalles, que son siempre formidables.

Mis guiones los he trabajado con varias personas, escritores, novelistas o dramaturgos, con excepción de El viaje de los comediantes, pues como era una película que se debía filmar durante la dictadura de los Coroneles, no encontré a nadie que quisiera colaborar. Entonces la escribí yo solo. Después de Viaje a Citera, mis guiones de los últimos años los he trabajado con Tonino Guerra, uno de los dos más grandes guionistas europeos, junto con Jean-Claude Carrière. Durante mi primer encuentro con él, yo estaba en Roma y lo busqué. Él vivía en una plaza. Le dije que quería conocerlo para quizás trabajar con él. Me preguntó: «¿Qué mariposa lo trajo?». En francés papillon es también «idea». Le cuento la idea, y sin comprenderla, en cinco minutos, estábamos trabajando. Es decir: él estaba sentado; yo, camino y hablo. Como en un monólogo frente a un psicoanalista, solo que no estoy en un diván.

¿Cómo trabaja con la música: antes o después de la filmación?

La música existe desde antes, en tanto que tema. Y pido variaciones con los diferentes sentimientos. Se compone la música como una especie de primera indicación. Me pregunta la compositora: «¿Cómo sientes esto?». Entonces nos sentamos al piano, y toca y yo la detengo. Le doy indicaciones: más rápido, más lento, etcétera. Es ahí que encontramos una frase musical. Es a partir de una frase que se comienza todo, y después se compone la música. Yo tengo la música en la cabeza durante la filmación de la película. A veces la escucho antes de realizar la toma.

¿Cómo sitúa El viaje de los comediantes en su obra?

En El viaje de los comediantes están sintetizadas todas las búsquedas del cine moderno llevadas a cabo desde finales de los años cincuenta hasta los años setenta, desde la nouvelle vague, los cines nacionales, incluido el cinema novo brasileño, hasta Godard y Miklós Jancsó, de todos los cineastas. Mi película es como una amalgama de todas las indagaciones formales de la época; además, el trabajo sobre la conciencia colectiva y la superposición de tiempos históricos que realicé en ella era la primera vez que se hacía. Hasta ese momento, ninguna película en la historia del cine había trabajado de esa manera sobre la conciencia colectiva. Nunca se había realizado algo similar que evocase la conciencia colectiva, incluyendo simultáneamente diferentes épocas históricas en un mismo plano, superpuestas mediante una simple panorámica. Esto constituye todo el mérito de ese filme, su aporte a la historia del lenguaje cinematográfico.

El viaje de los comediantes
El viaje de los comediantes

Fue realmente un éxito en todos los niveles. En mi país significó un acontecimiento sociológico. Era la primera vez que se daba una visión de la historia de Grecia desde esa perspectiva y se creó una gran polémica que afectó a toda la sociedad, empezando por el propio gobierno y el parlamento de la nación.

¿A qué atribuye su pasión por la historia, que preside toda su trayectoria?

Hoy día muchos pretenden que la historia ha desaparecido, que se ha borrado. Nadie quiere saber nada, a todo el mundo le molesta la súbita aparición del pasado en el presente. Creo que es importante poner la historia en primer término. Mi cine suele ser catalogado como épico, por su aproximación a la historia. Si fuera iraní, escribiría cosas de Irán, pero como soy griego, explico cosas de mi país. No intento hacer de profesor ni de historiador. Yo ofrezco experiencias y aporto testimonios a la historia.

En El viaje de los comediantes y en Los cazadores existe un trabajo sobre la coexistencia de los tiempos históricos con tránsitos audaces de un momento a otro. Era la naturaleza misma de la película la que demandaba esa aproximación estilística. Me interesaba que el pasado constituía un tejido temporal bajo el presente. Por eso la visualización directa del pasado no era necesaria. Cada película convoca el tipo de escritura que le conviene. Cuanto más profundizas en tu propio lugar —Grecia, para mí—, más universal resulta para los demás. No me gustan esas películas que intentan contentar a todo el mundo poniéndole un poco de todo, pero que no terminan siendo nada en concreto.

Según expresó, en una película toda elección (de actores, de ambiente…) carga de sentido la historia. ¿Cómo establece la relación con los actores?

La elección de un actor es casi como una elección en el amor. En lo que a los actores se refiere, no existen reglas absolutas. Esto que llaman dirección de actores es, ante todo, un contacto humano. La serie de explicaciones teóricas, o retóricas, al actor no conduce a nada. Si conseguimos tocar la mano del actor y transmitirle algo, podemos lograr una comprensión. Esa complicidad se logra por el clima que se crea. Trabajo a menudo de manera individual con ellos, ensayando solos, pero hay una dificultad cuando los actores o un actor no logra seguir exactamente el ritmo.

Tengo la ventaja —digo la ventaja, porque es mi manera de escribir— de trabajar con el plano secuencia. Y es bueno para los actores, porque es una escena completa y la atmósfera que se crea se instala, y el actor trabaja como en el teatro. Es interesante en el plano secuencia la relación entre los actores y el lugar. Es un trabajo en el espacio, un diálogo entre el tiempo y el espacio. Si se intenta, además, ir más allá, el cambio del tiempo histórico entonces se convierte en algo muy rico. Existen cosas que se dicen con la piel y otras que se expresan con la cabeza. Pienso que los actores son seres sensitivos, sienten con la piel. No hay que dar demasiadas explicaciones: hay que transmitir un sentimiento. Yo amo a los actores y ellos lo sienten.

Entrevistas concedidas a Michel Ciment (Positif, nro. 174, París, octubre de 1975); Henry Welsh (Jeune Cinéma, nro. 107, París, diciembre de 1977-enero de 1978); Jacques Gerstenkorn (Études Cinématographiques, nros. 142-145, Lettres Modernes Minard, París, 1985); Juan Miguel Company y Francisco Llinás (Contracampo,nro. 40-41, Madrid, otoño de 1986-invierno de 1986); M. Vidal Estévez (Programa Fila 7, TVE, emitido el 26 de diciembre de 1987; Pere Alberó (revista Nosferatu, nro. 24, San Sebastián, mayo de 1997); Andrew Horton (El cine de Theo Angelopoulos. Imagen y contemplación, Ediciones Akal, Madrid, 2001); Salvador Llopart (La Vanguardia, miércoles 10 de marzo de 2004); Teresa Cendrós (El País, sábado 11 de diciembre de 2004); Juan Mora Catlett (Cineastas en conversación, entrevistas y conferencias, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2007).


[i] El título en griego To Livadi pou dakryzi también ha sido traducido como El prado que llora.

[ii] Sus películas recibieron un gran reconocimiento internacional, para citar unos ejemplos: El viaje de los comediantes obtuvo el premio de la FIPRESCI en Cannes y el Gran Premio en el Festival de Londres; Los cazadores, el Hugo de Oro en el Festival de Chicago; Alejandro el Grande, el León de Oro y el galardón de la FIPRESCI en Venecia; Viaje a Citera, premio del jurado al mejor guion en Cannes; Paisaje en la niebla, León de Plata en Venecia y premio a la mejor película europea de 1989; La mirada de Ulises, Gran Premio del jurado en Cannes, y La eternidad y un día, Palma de Oro en Cannes.

[iii] Institut des Hautes Études Cinématographiques.

Etiquetas: Theo Angelopoulos
Luciano Castillo

Luciano Castillo

Crítico, investigador e historiador cinematográfico. Ha publicado, entre otros, los libros Ramón Peón, el hombre de los glóbulos negros, Cronología del cine cubano (en coautoría con Arturo Agramonte), El cine es cortar (con el editor Nelson Rodríguez), La biblia del cinéfilo y El discreto encanto de Buñuel. Actualmente dirige la Cinemateca de Cuba.

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Comentarios 1

  1. Luis Miguel Cabrera Hurtado says:
    3 años hace

    aunque imaginaria, genial y profunda ??. gracias x compartirla, ahora perseguiré con más fundamento la filmografía d este subversivo director.

    Responder

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