No es volcánico como el rojo ni seductor como el amarillo, o apacible como el verde, laxo como el azul, monárquico como el púrpura o radical como el negro. Más bien lo siento mestizo, porque sin alterar a sus hermanos, se empasta con cualquiera de esos colores con espléndida armonía.
Y es que es imposible no acertar con un color así, pues el resultado de esa integración casi siempre va a provocar irrefutables sensaciones en el espectador. Porque, admitámoslo, artísticamente no es posible encasillarlo en la neutralidad ni en la frialdad académica, sino en la búsqueda visceral de la expresión.

Directores de arte y fotógrafos, porque lo saben, parten de la tesis de que el gris coexiste dentro de todos los colores. ¿Quién si no los engendra milimétricamente con el blanco para dar a luz a los llamados tonos pasteles?
Mientras el negro oscurece y el blanco aclara, una peculiar facultad del gris es que al exacerbarlo, más que apastelar procrea la desaturación del color original hasta llevarlo a ese estado de gracia de expresiva languidez. He aquí el discreto encanto de su autoridad: él, y solo él, tiene la facultad de limar egos al reducir el fulgor de la grosera pureza de cualquier color.
Por eso, además del buen uso de la luz, los volúmenes, las texturas, el encuadre, el sonido, los efectos digitales, el corte y la actuación, generalmente las buenas atmósferas en el cine de ficción no se consiguen sin el uso artístico del color. Y ahí lo gris, derramado, o no, sobre sus compañeros, artísticamente suele ser esa ola expansiva portadora de emociones.

Hay cientos de películas en las que sus directores, fotógrafos y directores de arte, persiguiendo atmósferas, se han arriesgado con otros colores. Por recordar un par de ejemplos: con el azul, María Luisa Bemberg en Yo, la peor de todas (1990), y Zhang Yimou con el negro, el rojo, el azul, el verde, el blanco y el amarillo, todos casi puros, en Héroe (2002).
Aunque no me toca juzgar resultados, va conmigo el desafío de provocar a los espectadores con la gama de los sienas, los tierra, los marrones y sobre todo los verdes, siempre aderezados con, matices mediante, las diversas tonalidades del gris: desde el acero, el estaño, el humo, el metálico, el nublado, el plomizo, el ratón, etcétera.

El deleite de hacer filmes de época lo propicia esa complicidad de la mano del gris. Me pasó en Cuba libre (2016), en la que Nanette García, directora de arte, logró una respetable paleta de colores desaturados in situ, es decir, pintados y patinados sobre la escenografía, además del vestuario, que en el etalonaje Rafael Solís, el fotógrafo, tuvo el cuidado de sostener y extender por toda la película, consiguiendo esa atmósfera de naturalidad con la que ella, él y yo imaginamos aquel trozo trágico finisecular de nuestro siglo XIX.
Si fue posible imaginarnos tal cromatismo durante la prefilmación de la película, esa paleta de colores se debe en parte a la extraordinaria utilización del gris en los filmes de época de aquel cine cubano en blanco y negro, de ficción y documental, que desde el ICAIC recorrió buena parte de los años sesenta y que más de una vez disfrutamos.
Aclaro que es cierto que el gris, químicamente, ya estaba implícito en las diferentes emulsiones de los rollos de película, pero conquistar lo gris como concepto estético e inquietante atmósfera era exclusividad del talento y la experimentación. La fantasía y el riesgo. La búsqueda y la agonía.

Lucía (1968), de Humberto Solás, va en punta. Allí lo gris, a cuenta de la fotografía del hoy casi olvidado Jorge Herrera, aporta imperecedera contemporaneidad. Quien estudie el segundo cuento llega a sentir la vida en aquellos años treinta, los que, obviamente, jamás fueron en blanco, negro y gris, pero que, con el uso expresivo de los recursos cinematográficos imaginados, y logrados, convencen como verdad artística.
En los filmes donde el naturalismo de desgano fácil carecía de espacio —no confundir lo «natural» con este «ismo»—, aquel gris fue desplazado mayormente por el ocre, acompañado de los tonos tierra, cuando a inicios de los años setenta se instala definitivamente el Laboratorio a Color del ICAIC. A este matiz del color amarillo ya le dediqué un pensamiento, por lo que me limitaré a recordar que Tomás Gutiérrez Alea (Titón), en La última cena (1976), es quien con verosimilitud inobjetable inicia entre nosotros el esplendor de este cromatismo para mostrar una trama que ocurre en la Cuba del siglo XVIII.

Tan eficiente fue el trabajo fotográfico de Mario García Joya, igualmente olvidado, como el de Carlos Arditti, el escenógrafo —en aquellos tiempos no se le daba a esta profesión el nombre de director de arte—, que posteriormente no pocos grandes filmes nuestros surcaron por aquellas visuales y probadas aguas.
Con inusitada agresividad estética, pero bien entonado con los verdes, el arena, los sienas y una rigurosa y pequeña selección de determinados colores fríos, lo gris reaparece respetablemente renovado en el cine cubano en Papeles secundarios (1989), de Orlando Rojas, con fotografía y arte de Raúl Pérez Ureta y del artista plástico Flavio Garciandía, respectivamente.

Negado al abandono, a inicios del siglo XXI se vuelve a mostrar, esta vez con fuerza, en una película cuyo argumento ocurre en el siglo XIX, José Martí: el ojo del Canario (2010), de Fernando Pérez, otra vez con la fotografía de Raúl Pérez Ureta y ahora con el arte de Erick Grass.
El sentido trágico y luctuoso que le ha adjudicado la humanidad en matrimonio inflexible con el color negro, en el arte nunca ha dejado de ofrecer suspicacias en mecenas y decisores, que en el caso del cine no gustan de ver tal matrimonio en aquellos guiones donde el ojo del artista ha devuelto lo que su observación y sensibilidad le han permitido extraer de la realidad, sobre todo la que vive, porque la padece.
Entre nosotros sucedió con Cerrado por reformas, título de producción de aquel malogrado filme de Orlando Rojas, rehén de la coyuntura y de prácticas rebatibles que impidieron concluir su rodaje. Es sabido que tal proyecto necesitaba de lo gris para expresar una realidad compleja, como fueron aquellos años duros de la década del noventa del pasado siglo.

Aunque en su momento me leí el guion, y ni en este ni en ninguno se regala el «cómo», probablemente no intuí el uso intenso de tal cromatismo que Orlando Rojas y el ya inquieto Raúl Pérez Ureta tenían en sus cabezas, que nunca antes había sido de tan fuerte premisa estética en película alguna del cine cubano.
Ninguna de estas observaciones han de confundirse con la grisura,el otrorostro, feo y grotesco, que caracteriza a lamentables espacios favorecidos por pequeños de humanismo, y peores si ostentan funciones inmerecidas, que al ejercerlas chapotean y chapotean creyendo que provocan olas. No logrando más que costosos ruidos, los que al desparramarse por continuos devaneos nos contaminan de monólogos, ineficiencias, inercias, desidias, burocratismos e inmovilidades, generando en plural, «y con rima», cualquier cantidad de males sociales.
Dolorosos ruidos, que percibidos desde la más auténtica angustia estremecerán la sensibilidad del artista. De ahí que, al imaginarlos en pantalla, probablemente acuda a lo gris para expresarlos.
Y expresarse.