A veces me sorprende una revelación bastante desconcertante: algunos de los cineastas que más admiro nacieron mucho después que yo, en los años setenta, ochenta e incluso noventa. Y recuerdo con nostalgia la época en que mis autores preferidos era gente mayor, con largas carreras, que me llevaban veinte o treinta años. Hay una sola cosa buena inherente a la comprobación de mi creciente veteranía: el don de haber vivido en dos tiempos muy desemejantes.
Pude asistir, por ejemplo, al estreno en Cuba de cuatro espléndidos filmes de Luchino Visconti, y poco antes, correr a la Cinemateca para disfrutar, una y otra vez, las sucesivas proyecciones de la milagrosa producción francesa Molière. La nostalgia de esa época tampoco me paraliza, y ahora puedo disfrutar en mi computadora, con similar fruición, las nuevas películas de Apichatpong Weerasethakul, Hou Hsiao-Hsien, Pedro Costa y Albert Serra. Y mi lector tiene la razón si piensa que seleccioné cuatro de los más raros y difíciles cineastas que trabajan en la actualidad. Porque el paso del tiempo no solo te vuelve más viejo, sino que también aguza, creo yo, la capacidad para seleccionar lo más aportador y novedoso. Antes era solo un espectador sumamente entusiasta, y joven, ahora quiero asumir la responsabilidad de ejercer las labores del crítico de cine con 25 años de oficio, y por lo tanto conocedor de algunos secretos del oficio.

La anterior introducción es solo para hablar sobre tres películas que he visto del director Albert Serra, heredero del gran cine de autor europeo, en una vertiente artística similar a Molière y a ciertos filmes en la etapa postrera de Visconti; y cercano tambiéna las obras maestras de Peter Greenaway en los años ochenta y noventa. Nacido en 1975, en una pequeña localidad cercana a Gerona, en Cataluña, Albert Serra estudió Filología Hispánica y Literatura Comparada en la Universidad de Barcelona. Su primer largometraje, Crespià, the film not the village (2003), nunca llegó a estrenarse comercialmente, pero el segundo, Honor de cavalleria (2006), una versión radical y experimental del Quijote, se presentó en los festivales de Cannes y de Toronto, y ganó los premios Barcelona conferidos a la mejor dirección novel y a la mejor película en versión original catalana.
Además de hacer teatro (Pulgasari, Més enllà dels alps), dirigir alguna serie (Els noms de Crist, en 2010, para el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona) e incursionar como artista visual (su instalación llamada Singularidad, que presentaba cinco pantallas de video con proyecciones simultáneas y distintas, formó parte de la Bienal de Venecia, mientras que otros trabajos suyos se exhibieron en el Centro Pompidou, el Reina Sofía o la Tate Modern), Serra se ganó fama de visionario, original e iconoclasta mediante películas como El cant dels ocells (2008), una versión minimalista, en blanco y negro, de la historia bíblica de los tres Reyes Magos. El filme ganó el premio Gaudí a la mejor película, y debo decir que no he podido conseguirlo por ninguna vía.
Aficionado a la literatura, al igual que Visconti, Serra realizó Els tres porquets, un documental de 101 horas, inspirado en el cuento infantil «Los tres cerditos» y en textos escritos por Eckermann (Conversaciones con Goethe), Hitler y Fassbinder. En ese mismo año, 2012, ideó una ficción: el encuentro entre dos personajes literarios o históricos, pero sobre todo legendarios. Así nació Història de la meva mort, una producción que ganó el Leopardo de Oro en el Festival de Cine de Locarno, que suele ser espacio de consagración para los más importantes autores del mundo. En este filme, Serra reflexionaba sobre los resultados del quimérico encuentro entre Drácula, representante del romanticismo, las supersticiones y la violencia del siglo XIX, y Casanova, símbolo de la ilustración, el racionalismo y el libertinaje del siglo XVIII, un período histórico que le fascina a Serra, a juzgar por la ambientación de las posteriores La Mort de Louis XIV (2016) y Liberté (2019).

Coproducción hispano-francesa, Història de la meva mort, o lo que es lo mismo, Historia de mi muerte, su argumento jugaba con el título de la autobiografía de Casanova, Historia de mi vida, y verificaba otra inteligente vuelta de tuerca al decadentismo y opulencia de las historias sobre el famoso conquistador, que antes versionaron para el cine Federico Fellini (Casanova, 1976, con Donald Sutherland), Ettore Scola (La Nuit de Varennes, 1982, con Marcello Mastroianni), o Lasse Hallström (Casanova, 2005, con Heath Ledger). Sin embargo, en la versión que Serra dirigió, produjo, escribió y editó se registra un acontecimiento nimio, el simple viaje de Casanova y su sirviente a una villa idílica en el sur de los Cárpatos, donde se encuentra con un personaje misterioso y barbado que terminará siendo, por supuesto, el conde Drácula.
Història de la meva mort impone el bastante original estilo de Serra para un tipo de filme histórico aferrado a un trascendentalismo conceptista que se traduce mejor mediante el quietismo, y la observación muy calmada de los personajes, dentro de claves narrativas muy bajas. Así, elude la sujeción, inherente al 99 por ciento de los filmes históricos, a la peripecia y la saturación de incidentes y conflictos dramáticos que solo buscan convertir en espectáculo la historia y conferirle la aureola de lo excepcional a realidades del pasado muchas veces impúdicas y miserables.

Serra rescata el carisma, el glamour e incluso el ingenio de sus personajes, pero los coloca en situaciones concebidas desde el más sereno realismo, casi naturalista, para así subrayar su naturaleza carnal, vulnerable, humana. Además, ralentiza ostensiblemente las acciones físicas, desde la comprensión de que todo fluía más lentamente en aquellos siglos. Y aunque algunos críticos señalaron la influencia de filmes como Ludwig (1973), de Visconti, otros prefirieron apuntar las similitudes con la parsimonia pictoricista de varios filmes del portugués Manoel de Oliveira (Francisca, Amor maldito), o las afinidades evidentes con el slow cinema, a la manera del argentino Lisandro Alonso o el mexicano Carlos Reygadas.
Precisamente con Portugal y Francia, además de España, es la coproducción La Mort de Louis XIV, que establece un vínculo paratextual con ciertas películas de la nueva ola francesa, en tanto el intérprete del monarca moribundo es Jean-Pierre Léaud, protagonista de Los 400 golpes y Besos robados, de François Truffaut, y que además cuenta con importantes participaciones en Pierrot el Loco y Week End, de Jean-Luc Godard, entre muchas otras. Las imágenes recrean una alcoba de Versalles en 1715, con el espacio dominado por el lecho donde agoniza lentamente el rey, a causa de una deplorable gangrena. La recreación epocal, y la reflexión sobre la muerte física como ineludible epílogo de toda grandeza, se refuerzan mediante la dorada y mortecina luminiscencia de los candelabros, además de las estáticas y estudiadas composiciones de las tres cámaras bien ubicadas en torno al lecho, asumido cual proscenio por donde desfilan sirvientes y doctores a la espera del desenlace, o de una improbable recuperación.

Ganadora del prestigioso premio Jean Vigo, que reconoce la labor de un joven cineasta en Francia, La Mort de Louis XIV consigue el milagro del semitono dramático en tanto la representación de la muerte del también llamado Rey Sol oscila entre la ridiculez de los pelucones talla extra, la farsa, la liturgia y la extravagancia del poder absoluto, todo ello entretejido con la tragedia de quien sucumbe a lo inevitable, y así aparecen ciertas notas de humor en medio de la más pormenorizada y flemática observación del irrevocable final. La teatralidad del conjunto recuerda a ratos el filme televisivo La prise de pouvoir par Louis XIV (Roberto Rossellini, 1966), mientras que el naturalismo y la ambientación nos traen a la mente las secuencias consagradas a los últimos días del autor de Tartufo, en la mencionada película de 1978, dirigida por Ariane Mnouchkine, y la iluminación con velas resuena en la memoria cinéfila a partir de la afinidad con la portentosa Barry Lyndon (Stanley Kubrick, 1975). Y por supuesto, también está la meditación sobre lo implacable del último suspiro, muy próxima a la viscontiniana Muerte en Venecia (1971). Pero a pesar de las incontables influencias y referentes, el filme de Serra es profundamente original en su detenimiento voyerista, en la voluntad de plantear sutiles e irónicos comentarios sobre pompa y circunstancia aplicadas a la solemne exhalación del hombre más poderoso de su época.

Pero si La Mort de Louis XIV parecía provocativa por su insolente perturbación de los códigos propios del cine histórico, mucho más atrevida resultó Liberté, que se olvida de los grandes personajes y acontecimientos de la historia francesa en el siglo XVIII y atestigua el escape a un bosque de un grupo de libertinos de la corte de Luis XIV. A diferencia de los prestigios y empaques reclamados a los actores frecuentes en este tipo de cine, Serra elige a un grupo de no profesionales o histriones de teatro para colocarlos al lado del otrora famoso Helmut Berger, un actor paneuropeo que contribuyó con la fascinación medio decadentista de La caída de los dioses (1969) y Retrato de un grupo de familia (1974), ambas dirigidas por Visconti. Solo que el italiano se dedicaba a relatar el crepúsculo de la aristocracia enfrentada con el nazismo o con la vulgaridad de lo contemporáneo, mientras que Serra da por sentado lo decadente del espíritu cortesano, presto a cumplir con sus fantasías sexuales y a explorar su filosofía del libertinaje.

Según algunos críticos, Liberté funciona formalmente como si Andy Warhol, el creador cardinal del llamado slow cinema, contemplara los delirios eróticos del marqués de Sade, de modo que hay escenas sexuales bastante gráficas, porque el filme se concentra en la interrelación, de profundo trasfondo erótico, entre voyerismo y exhibicionismo, sin dejar de discursar sobre el tedio a través de imágenes sombrías, lánguidas y rebuscadas, porque tanto la iluminación como las composiciones parecen parafrasear los cuadros de Fragonard y Boucher, y toda aquella pintura galante y rococó, reinterpretada por un maestro del tenebrismo más cercano a Velázquez o Rembrandt.

Y como Serra es amante de las paradojas y las contradicciones, tan enraizadas en el espíritu barroco, Liberté termina siendo sutil alusión a este concepto, cardinal durante el siglo de las luces. Lo difícil, lo complicado, proviene de recrear una noción como la de libertad en un entorno clasista, conservador y reaccionario. Sin embargo, Albert Serra parece decirnos en sordina que no importa cuán oscuro sea el bosque, porque la luminosa emancipación del espíritu, y del cuerpo, terminan por abrirse paso entre la maleza.