El «Yo no me implico, aunque me beneficio» es una condición de vieja data que el cine de todo el mundo ha puesto en pantalla en no pocas películas bajo el ropaje de personas oportunistas, ambiciosas o arribistas, que encuentran acotejo moral en una actitud detestable, que va y viene: lo cínico.
Ciertas brisas acríticas desde una postura de modernidad de primer mundo, pero con mentalidad de tercero, mantienen en activo dicha actitud, lamentablemente. También las crisis de las ideas, cuyo fermento propicia su calculado resurgir bajo cualquier rostro, cualquier edad, cualquier sexo o cualquier credo filosófico o religioso.
Repaso Mephisto (1981), del húngaro István Szabó, con un Klaus Maria Brandauer avasallador, que defiende a un personaje que deja de lado su ética para buscar el éxito durante la ocupación de los nazis.

Pocas veces he visto un sujeto similar en las pantallas del cine cubano. Al menos en una pasada memorística no me salta a la vista en la ficción, mucho menos en el documental, que es donde el resultado podría suponer un extraordinario reto artístico.
Desde mi no deseada desactualización en cuanto al cine independiente, aquel realizado antes de la aparición del Fondo de Fomento del Cine Cubano, que finalmente elimina toda aberrante división entre cineastas, tampoco lo recuerdo. Busco en los catálogos de la Muestra Joven y no me aparece con contundencia inequívoca.
Tal vez entre cineastas cubanos fue Humberto Solás quien más lo haya ventilado en Un hombre de éxito (1986), película en la que, desde unasucesión de transformaciones oportunistas, el personaje cambiacasaca llega hasta el triunfo de la revolución. Quizás por estar ubicado dentro de un argumento del pasado no hace mella suficiente en la conciencia del espectador contemporáneo, por tanto, esa actitud cínica pudo, puede correr el riesgo de que haya quedado disecada e indefensa allá, como parte de un pasado, ética y aparentemente superado.

¿Cómo es posible que no abunde en nuestra pantalla este personaje, que socialmente en tiempos de paz y de guerra se da como la verdolaga, que dice «sí»por intereses espurios, cuando lo que siente es «no», que al instalarse con mando y poder en cualquier actividad de bien público la asume como parcela personal, o camaleónicamente no mueve un dedo si al mirar hacia arriba no ve la seña del pícher, porque la nación simbólica le puede caber en un cheque?
¿Por qué este personaje no ha protagonizado un filme, dos, tres, como han hecho otros sobre el necesario tema de la diversidad sexual? ¿Entre muchas respuestas, podría ser porque no asumimos la incomodidad de desnudarnos en pantalla, exponiendo la cuota mayor, o menor, de lo cínico, que, como criaturas humanas imperfectas, cada persona-cineasta lleva consigo; ese sentir «no», aunque se diga «sí»?
Perturbador es cuando hay sensibilidad artística y al ponerse un pie en cualquier aeropuerto del mundo erupciona el «no», porque quizás la creación fue un boleto, nunca sincera agonía. O tal vez se observó la realidad, se escribió, se filmó y no se sufrió; no se dejaron las vísceras. O porque prevaleció el desencanto del desenfado light, ese que damoderna apariencia, solapadamente la apariencia, de que no se está en na’.
Y es que lo cínico personificado nunca va a reconocerse a sí mismo, como tal, de ahí que, dramatúrgicamente, de ningún simulador ha de escribirse bien sin otorgarle razones para tales procederes, de lo contrario, el guionista estaría diseñando una conducta poco creíble, panfletaria, monocorde, maniquea. La profundidad del conflicto habría que encontrarla en como nuestro sistema, desde su cotidianidad, en sus densidades éticas y sociales, crea y hace germinar esa actitud.

Hay una secuencia inolvidable en La vida es silbar (1998), de Fernando Pérez. Discuten los personajes en plena calle, y cada vez que nombran una conducta ética deleznable, como oportunismo, arribismo, doble moral, etcétera, los transeúntes portadores del mal caen por racimos en plena calle.
Por 1966, Sara Gómez, en su documental Guanabacoa: crónica de mi familia, tuvo el coraje de desnudarse éticamente en pantalla para poner en crisis la condición de negrita pianista, a la que estaba irremediablemente condenada por el cinismo de aquella sociedad de antes de la revolución, donde los negros clase media baja, para equiparase a los blancos de igual condición, debían ser como ellos: médicos, abogados o pianistas de música clásica.

Sara encontró la coherencia para rebelarse contra ella misma, contra su familia, contra su cómodo destino, y se impuso en un entorno machista para llegar a ser nuestra primera gran cineasta, negra, además.
¿«Te implico en la pantalla, porque me implico» podría ser una nueva actitud ante los viejos y nuevos desafíos de un cineasta cubano del siglo XXI? Nuestra sociedad necesita mostrarse en sus luces y en sus sombras por quienes la observamos cinematográficamente.