Senel Paz llegó a la sala Yelín con un chaleco amarillo. De Fomento a La Habana, se autoproclama como visitante desde hace cuarenta años. Para quien lo observa ir hasta el micrófono, dejar caer el nasobuco en la barriga del piano donde antes José María Vitier había despertado las notas de esas películas que levantaron tantos guiones, Senel parecería el mismo adolescente que a los 16 años descubrió en La Habana los proyectores y las avenidas.
Distinguido con el Premio Nacional de Cine, concedido ex aequo con el productor Paco Prats, el autor de El niño aquel (1980), Un rey en el jardín (1983), En el cielo con diamantes (2007) y el conocido relato El lobo, el bosque y el hombre nuevo (1990) reza aún por una vida mejor en el nombre de Chaplin, del hijo y del espíritu santo.
El laureado no busca la exposición de los primeros planos. Se resguarda en la suave penumbra de la cotidianidad creativa, aunque ante sus papeles, narraciones o guiones cinematográficos sea un conquistador.
Cuenta con el mismo vibrato típico de la timidez ante los amplificadores que la primera vez que entró a una sala de cine, cuando tenía doce años, allá en su pueblo. La función ya había empezado y pasó de la luz exterior a las patas de unos caballos que se le venían encima:
«A continuación, algo que de verdad parece inventado o un programa preparado especialmente para mí por Luciano Castillo e Iván Giroud, vi La quimera del oro, el primer largometraje de mi vida. Quien tenga presente Una novia para David, la primera película que escribí, recordará que incluye una cita de este filme, el pasaje de cuando las muchachas visitan a Charlot en la cabaña y olvidan el guante, como homenaje a aquel instante de descubrimiento y asombro».
Senel Paz procura escanear entre líneas el discurso que al final dice que se debe aplaudir, pero sabe que cualquier omisión podría costarle a la posteridad una fuga de memoria. Llega entonces la reverencia sutil al séptimo arte, el pretexto que le rascó las ganas para escribir lo que ya sentía.
«A mí el cine cubano no solo me enseñó a ver películas, sino también a hacerme cubano y a entender la cubanía, a conocer y amar la historia, a incorporar el carácter mestizo de nuestra cultura e identidad, a amar los espacios físicos y espirituales del presente y pasado y asimilar su carácter a ratos melodramáticos, a ratos trágicos y siempre humorísticos».
El también Premio Internacional de Narrativa Juan Rulfo ha sido guionista cinematográfico en Una novia para David (Orlando Rojas, 1985), Adorables mentiras (Gerardo Chijona, 1991), Fresa y chocolate (Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, 1993), Malena es un nombre de tango (Gerardo Herrero, 1996), Cosas que dejé en La Habana (Manuel Gutiérrez Aragón, 1999) y Lista de espera (Juan Carlos Tabío, 2001).
Sus fechorías literarias delatan el modus operandi. No tan curioso y apolítico como para ser periodista y no tan letrado como para usar los recursos expresivos altisonantes, él ha alejado a voluntad sus pasos de las notoriedades. Viajar, cambiar, soñar, imaginar y en el trance escribirlo todo, o casi todo.
«Cuando llegué a La Habana a los 16 años y las circunstancias que no encontraron biografía, pero sí valencia en Una novia para David, como guajiro ante la gran e inhóspita urbe, tuve dos propósitos: montar en cada una de las guaguas de las rutas existentes y entrar a todas y cada una de las salas que aparecían en el listado de la cartelera. Creo, nunca pasé de pasajero a conductor de guagua, pero en algún momento si pasé del espacio de los espectadores al de los cineastas y aquí me enamoré por segunda vez del cine, esta vez de los cineastas y en particular de su sentido de libertad, de la disposición permanente de reconstruirla cada día en la obra y en la vida».
Sin faltar a la costumbre de anunciar a intervalos que aquel momento de celebridad estaba por acabar, Senel tal vez se imaginó a ratos una película donde él fuera el David en la capital prestada: pero los que miraban, escuchaban y reían de ese mismo costumbrismo al habla, vieron a un artista que lejos de madurar en las glorificaciones correspondientes volvía a su naturaleza de picardía, de virginidad, de fascinación. Su tributo descansa en los cineastas que lo han acompañado y en los actores y actrices que han sido el imán para acercarse al mundo que fue génesis para los sentidos del escritor en entelequia.
«El ser espectador me colocó siempre frente a un ejercicio sostenido de la libertad. Sentí la libertad en la creación de Lucía, de Memorias del subdesarrollo, de El hombre de Maisinicú, de Madagascar, de Vampiros en La Habana, de Alicia en el pueblo de Maravillas, de A media voz, de La obra del siglo y La profesora de inglés. Acabo de ver el futuro con los proyectos que participaron en las modalidades de escritura en desarrollo de la primera convocatoria del Fondo de Fomento del Cine Cubano, que serán los próximos títulos de nuestra cinematografía. Estoy orgulloso de ser uno más en este gremio».
Explicó por fin el porqué del traje amarillo, con la misma faz de locura que entrecruza a todos los que bien saben contar, con eso de que uno escribe para que lo quieran un poquito más. Las mariposas del Gabo resolvieron el misterio.