Cuando el académico Walter Fischer declaró en 1987 que nos corresponde mejor la designación de homo narrans en vez de homo sapiens, pues una buena historia nos convence más que un argumento racional, nada nuevo estaba diciendo, sin embargo, para los amantes del cine.
En su teoría del paradigma narrativo aseguraba que los humanos suelen aceptar y dejarse persuadir, esencialmente, por aquellos relatos que coinciden con sus valores y creencias. Lo cual deja servida la explicación de por qué The Blind Side (2010), Criadas y señoras (2011), Talentos ocultos (2016) y Green Book (2019) llegan a sensibilizar sobre sucesos como el #BlackLivesMatter más que todo el cine de Spike Lee, a pesar de que esas y otro montón de célebres películas descansan sobre la manipuladora y asaz recurrida fórmula del «persona blanca que se sobrepone a sus prejuicios y ayuda al negro, indígena o árabe bueno metido en situación difícil».
No de cara a la adhesión de los públicos, sino a la trascendencia cinematográfica, ese peligro de caer en el tópico del «salvador blanco» es escollo para filmes como El mauritano (The Mauritanian), estrenado en febrero de 2021. Con un argumento, para colmo, donde el citado sambenito se entrecruza con un camino hollywoodense muy manido, el del thriller jurídico —y hasta debe adicionarse la influencia del trillado drama carcelario.
De modo que resulta muy difícil no acordarse de la clásica Matar a un ruiseñor (1962) o la taquillera Time to Kill (1996) al enfrentarse uno a esta trama en donde la abogada y curtida activista Nancy Hollander (Jodie Foster), su joven asistente Teri Duncan (Shailene Woodley) y un fiscal militar y católico Stuart Couch (Benedict Cumberbatch) deben quebrar la barrera que los separa en el estrado y aunar fuerzas para liberar al musulmán Mohamedou (Tahar Rahim) de la prisión estadounidense de Guantánamo, adonde fue enviado tras los atentados terroristas del 11-S.
La vida misma fue en auxilio del director Kevin Macdonald, al igual que cuando dio su paso anterior más reconocido, One Day in September, un documental acerca del asesinato de atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de Múnich 1972, que alcanzó el Óscar. Para El mauritano buscó la inspiración en las propias memorias de Mohamedou Ould Slahi, quien en su Diario de Guantánamo, publicado en 2015, describió los pormenores escalofriantes del período entre 2002 y 2016 en que estuvo preso sin juicio y vetado de cualquier contacto con el resto del mundo.
Tuvo el tino entonces Macdonald de que en la obligada alternancia entre los hilos de sucesos paralelos (por un lado, la investigación del equipo de juristas blancos, del otro, las vicisitudes del joven musulmán), no se robaran el show los salvadores y cobrara protagonismo el drama del encarcelado.
Así, mientras la trama judicial discurre en medio de obstáculos consabidos —excepto la añadidura del complot de la totalitaria maquinaria de Estado que engendró el gobierno de Bush-Rumsfeld—, se robustece la interpretación del actor francés Tahar Rahim (nominado por este papel al premio Globos de Oro 2021), con su capacidad para brindar los matices de incredulidad, resignación y sufrimiento, necesarios a este personaje que, de juvenil esperanza de su comunidad natal, pasa a cargar con la funesta etiqueta de terrorista y sufrir un calvario.
Aislamiento, estrechez, hambre, torturas psicológicas, amenazas a su familia, vejámenes sexuales, ahogamiento, falsas impugnaciones y confesiones forzadas a base de golpes: todo el catálogo de la ignominia aparece en pantalla, dejando cortas aquellas fotos y videos que recorrieron el planeta; y —acaso lo más apreciable en El mauritano— superando visualmente el registro documental, con la consecución mediante colores y encuadres de una ominosa atmósfera física, y de un perturbador clima psicológico alcanzado con la sagaz dramatización de vivencias alucinatorias y oníricas.
La realidad, otra vez, salva a este filme de no desembocar en el previsible final feliz de sujeto liberado y triunfo de la justicia, cuando, tras el desenlace afortunado del episodio en la corte, unos párrafos informativos sobre fondo negro servirán de elipsis visual para siete años más que pasará todavía Mohamedou encerrado, por culpa de la injerencia política en cuestiones de derecho.
El personaje de Jodie Foster —con este retorno a las pantallas salió ganadora como mejor actriz de reparto en los Globos de Oro 2021—, en una escena al comienzo de la película, responde a los que la interpelan por querer defender al supuesto principal reclutador del 11-S: «Defiendo la ley y la constitución, no a un ciudadano», e invoca el habeas corpus, un postulado jurídico que evita las detenciones arbitrarias y la comisión por la autoridad de actos que vulneran los derechos constitucionales de los individuos. Sin embargo, la inocencia comprobada del mauritano salva a los personajes que salen en su defensa, y a los espectadores de la película, de cualquier incomodidad de conciencia o indecisión moral.
Pero, en cambio, desluce esta película respecto a otras como aquella Dead Man Walking (1995), donde la monja interpretada por Susan Sarandon acompaña hasta el último momento al asesino confeso (Sean Penn), en nombre de su oposición a la pena de muerte. En tanto alegato defensivo de las condiciones de un estado de derecho y su preeminencia ante las «razones de estado» y la invocación de pretextos como la seguridad nacional del país para soliviantar garantías constitucionales, El mauritano no llega a dar el ejemplo mayúsculo.
Por si esto fuera poco, los últimos fotogramas presentan a Mohamedou, el verdadero y no el actor, en un pietaje documental, cantando un tema de Bob Dylan, «The Man in Me». ¿Se quiso subrayar acaso la falta de resentimiento y la comprensión infinita del que fuera torturado con respecto a sus captores? Pues esa explicación funcionará solo para ingenuos, porque el más avezado lo que ve es la asimilación o sometimiento del musulmán a la cultura del todopoderoso Estados Unidos.