Justo antes de Drive My Car había visto otras dos películas nominadas al Óscar 2022: The Power of the Dog y Licorice Pizza. La primera solo me había gustado por el final (digno de Flannery O’Connor). La segunda, por la atmósfera y los personajes. Sin embargo, mejores me habían parecido otras películas no nominadas, como The Green Knight o The French Dispatch.
El argumento de Drive My Car no me motivaba demasiado. Y el hecho de que adaptara un libro de Murakami, Hombres sin mujeres (2014), tampoco (el último de Murakami, Primera persona del singular, de 2020, traducido hace poco al español por Tusquets, puede fácilmente confundirse con una colección de historias de Wattpad). Decidí ver Drive My Car porque una amiga, Adriana Rodríguez Alfonso, me la había recomendado con el mismo énfasis con el que me había recomendado Parasite antes de que se convirtiera en un fenómeno global (yo, que desconozco el océano del cine asiático, me quedo sin otra opción que recurrir humildemente al consejo de otros). Quedé por completo sorprendido. Sé que ya se ha escrito mucho sobre Drive My Car, y se habrán encontrado incontables razones para alabarla: la sutileza del montaje, la belleza de la fotografía (aquella escena en la nieve…), la profundidad y agudeza de los diálogos, la efectividad de las actuaciones, la apropiada intertextualidad. Agregaré una razón más, tal vez inesperada: la aplastante superioridad de la película con respecto al libro de Murakami, cuyo título Hombres sin mujeres, recuerda el de la novela de Carlos Montenegro.
Me han asombrado las frecuentes frases de la crítica cinematográfica que creen estar alabando Drive My Car al decir que «está a la altura del libro». Sobre todo aquellas que afirman que la película captura el tono del libro o el del relato del que toma el nombre («Drive My Car»). No podría estar más en desacuerdo. La película es lenta, seca, quirúrgica. El libro es rápido, ligero y descuidado. Lo que en la película es conmovedor, en el libro a menudo es trivial y sensiblero. Lo que en la película se sugiere, en el libro se sobreexplica. El narrador del peor Murakami (con independencia de la traducción) abunda en cursilerías, lugares comunes y digresiones inútiles, que parecen hechas para llenar páginas.
Algunas diferencias me parecen ilustrativas. En el libro, la historia de la lamprea está contada con otro orden cronológico. Murakami empieza por el recuerdo de la muchacha que fue una lamprea en otra vida, y solo entonces cuenta el allanamiento. Hamaguchi (el director de Drive My Car) empieza por el allanamiento, interrumpe la historia y un tiempo después, estando el espectador desprevenido, la sigue: su protagonista se da cuenta de que en otra vida fue una lamprea, y de repente accede a sus memorias de lamprea mientras husmea en una casa ajena. Murakami y Hamaguchi terminan la historia de maneras distintas.
Hamaguchi agrega inteligentemente al ladrón: reflejo inesperado, que luego se transformará en un muerto. En la película, la esposa no cuenta esta última parte de la historia al protagonista. Se le oculta durante un buen rato. El protagonista y el espectador se enteran de esta por el «otro». La mujer solo se atrevió a contar lo más terrible de su relato al amante. Otra diferencia entre muchas: en el libro, la madre de la joven conductora muere en un accidente de tránsito y no en un derrumbe. La madre de la conductora es en el libro un personaje plano, puesto por Murakami solo para trazar ciertas simetrías. Hamaguchi la convierte en un personaje en extremo complejo (a pesar de no mostrarla nunca en pantalla). Le crea una segunda personalidad (amistosa, aniñada), contradictoria con la primera, y le pone nombre: como si viviera un ser humano dentro de otro, y ambos fueran por alguna razón independientes.
Puede que la película capture el tono de Murakami, pero contradictoriamente no el Murakami de Hombres sin mujeres, sino otro, el de Sauce ciego, mujer dormida. En la historia de la lamprea de Murakami, lo extraño, al estar al inicio, se trivializa. En la historia de la lamprea de Hamaguchi lo extraño irrumpe en lo que parece ser familiar y confiable. El mejor Murakami es el que nos enseña que la realidad es auténticamente impredecible (la esposa del protagonista muere de manera abrupta en la película, y paulatina en el libro: conviene más al argumento la muerte abrupta).
El mejor cuento de Hombres sin mujeres, «Kino», muestra en efecto esta impredictibilidad. No había lugar para esa historia en Drive My Car, pero en verdad no hacía falta. Pese a ser una adaptación, la película triunfa precisamente por su originalidad, por no suponer que cada cosa ha llegado a su estado final. Toma lo que necesita y lo mejora. Suprime lo que sobra y añade lo que falta. Si un personaje necesita complejidad, le elabora una mejor historia que la que ya tiene. Si algo en el libro es bueno, pero no encaja, la película resiste la tentación de incorporarlo a la fuerza.
Sin embargo, Drive My Car, más que tratar sobre la impredictibilidad murakamiana, trata (sospecho) sobre la aceptación del mundo y de la gente, tal y como es. He escrito la frase con el miedo de que suene a autoayuda, pero creo que ha sido eso exactamente lo que he querido decir. Su protagonista no «acepta» que su esposa lo haya engañado, no acepta que ya no pueda conducir, no acepta que sea su responsabilidad tomar el papel principal en la obra de Chéjov; su rasgo más esencial como personaje es querer negar la realidad y con ello la responsabilidad de afrontarla.
Quizás la frase más sabia de la película salga de la boca de la conductora (la frase no está en el relato): le dice al protagonista que no hay nada más que le falte «entender» en relación con su esposa. Él lamenta que ella haya muerto antes de que entendiera cómo podía amarlo y a la vez engañarlo. ¿Pero, y si no había misterio en realidad? ¿Y si podía amarlo y engañarlo? La contradicción en las acciones y pensamientos de los otros puede yacer menos en estas acciones y pensamientos que en el significado que les demos. Tal vez al pronunciar la frase, la conductora pensara en su madre: aquella segunda personalidad podía ser falsa o no, pero incluso si la madre la fingía, algo verdadero habría en ella. Que la fingiera no significaba que fuera menos real.
La historia de la lamprea está segmentada en la película en tres partes: la curiosidad, el autodescubrimiento y la desaparición. Primero amamos ingenuamente. Luego, queriendo entender algo más de la otra persona, terminamos descubriendo cosas de nosotros mismos. Por último, matamos el reflejo y huimos. Y después de ese suceso, queda la incredulidad de si lo que presenciamos fue real. Tal vez fuera un sueño o un delirio. Entonces un detalle (las nuevas medidas de seguridad de la casa) delata que fue real lo que experimentamos y lo que descubrimos. También fue real lo que dejamos. Y la vida sigue, sin que hayamos podido aprender nada.