El primer asistente tiene que saberlo todo y estar en todas, pero no participa de los trabajos de mesa del director con sus actores, que es y será siempre un asunto privado entre ellos. Al respecto, lo que le toca al primer asistente es garantizar las condiciones para que ese trabajo se dé en las mejores circunstancias.
Con un director que vi crecer artísticamente desde su ópera prima, además de la amistad creciente, le tenía mucho respeto. Por ende, estaba descartado pedirle que me dejara entrar a una sola sesión de trabajo. Entonces no me quedaba más opción para aprender de su método de dirigir actores que descifrando los resultados, fundamentalmente in situ, partiendo del tremendo privilegio que suponía estar cerca de él, viéndolo armar la puesta en escena.
En Madagascar, en la realización del guion técnico, recibí un aluvión de conocimientos escuchando a Fernando Pérez y a Raúl Pérez Ureta. A diferencia de en Hello, Hemingway, aquí Raúl estaba a gusto, imaginando y planificando el filme. El anotador Manuel Jorge y yo nos aplicamos profesionalmente, lo que ayudó a que este trabajo fuera exitoso.
Me detengo para aclarar que de mis maestros aprendí que son estas cuatro personas las que elaboran el guion técnico, además del operador de cámara, que podría participar un poco más que como simple oyente. Todos aportan, pero cada cual desde la responsabilidad que le toca. El director y el fotógrafo van delante, desbrozando e imaginando la peli. El anotador escribe y redacta con claridad cada plano, si no dentro de dos meses estos no se entienden, mientras que a mano alzada los dibuja, vistos en planta, si es la decisión. El primer asistente, que también aporta, va visualizando la puesta, los fondos, y como generalmente este proceso de aterrizar la película elimina, añade y cambia elementos, es el eslabón que derrama hacia los demás departamentos esos cambios. Generalmente, esas aguas mal planificadas traerán lodos cuando el guion lo hace a solas el fotógrafo, o el director, pues los otros cargos citados van a la saga de ellos.
Regreso. Cada vez que Fernando tomaba en cuenta alguna que otra apreciación mía sobre tal o más cual actuación, sentía que se estrechaba la sintonía artística, aumentaban mis conocimientos y le generaba confianza, porque lo peor que puede experimentar un director en el set es sentirse solo. Por muy talentoso y seguro que sea, hay un momento en que es vulnerable y necesita virarse y encontrar a alguien que le confirme, o no, una certeza artística. Y hay directores que, aunque rodeados de un staff de setenta personas o cien, han estado filmando completamente solos. ¡La pantalla no miente ante esa forma de mala energía!
Por eso, en aquella mañana en que Laura de la Uz llegó al set con los ojos llorosos, tuve que descifrar lo que antes hubo entre ella y Fernando. Al personaje, ya remontado en la fase de neurosis e hipersensibilidad, la habíamos filmado viendo y llorando frente al cuadro Niños, de Fidelio Ponce, marca que me revolvió, y años después es la que me impulsa a buscar al pintor, para devolverlo en Las sombras corrosivas de Fidelio Ponce, aún (2000).

Laura, cuya actuación tenía continuidad con el llanto citado, ahora, en el bello monumento a José Miguel Gómez, debía caminar llorando entre las columnas. Se filmaba en travelling lateral, de manera que al inicio del plano la veíamos allá, en plano general, y al moverse la cámara entraban las columnas, que por la perspectiva se unían, impidiendo ver a Laura entre ellas, para luego llegar a un punto en que la actriz volvía a reaparecer frente a cámara.
En el ensayo veíamos a Laura al principio, luego desaparecía por innecesarios minutos, para finalmente encontrarse con la cámara. Como debía quedar sin cortes, la solución fue ponerle marcas cuando entraba y salía de la zona de las columnas en perspectiva, espacio en que debía correr, para segundos después reaparecer frente a cámara. Se filmó y quedó convincentemente bien. Ahí entendí que solamente una gran actriz, y con entrenamiento cinematográfico, a la voz de acción era capaz de salir llorando, para luego, sin abandonar el estado emotivo, correr para caer en marca y volver a aparecer llorando, tal como empezó.
Hubo una llamada la noche anterior al rodaje en la que Fernando le recordó la importancia del plano y la situación dramática del personaje, y luego le pidió que empezara a trabajar las fibras emotivas antes de llegar al set. Laura llegó triste, con ojos enrojecidos, y aunque nadie le hablaba, porque a los actores en ese estado no se les distrae, en ese trance fue maquillada y vestida, además de recibir las indicaciones prácticas para el encuadre, el foco y los ensayos. A la voz de acción dejó salir todo lo demás que se complementaba, pero la base ya la traía desde su trabajo actoral en casa.
Hermosa y seca, emotiva e imaginada desde una austeridad de seda, Madagascar es de las pocas películas en el cine cubano que no solamente muestra y expresa el escepticismo, sino que lo hace desde una arriesgada observación de la realidad cubana, devolviéndonos esta a golpe de metáforas y símbolos como un lienzo pictórico absolutamente decodificable. De manera que, marcándose distancia con otras miradas que para abordar realidades difíciles acuden a la hermeticidad, aquí el espectador puede entrar y ser cómplice de la complejidad del universo de ideas que plantea Fernando.
Nadie esperaba que con su tercer filme le diera un giro de 180 grados a su carrera, apareciendo estéticamente cuando cierta crítica casi lo había esquinado por sus dos anteriores filmes. Se ignoró que el naturalismo de Clandestinos y Hello, Hemingway, una vez dominado y asimilado, lo ponían en mejor disposición para arriesgarse y lanzar flechas dentro de la convencionalidad del cine de ficción.

Un día de verano me hace una cuarta llamada. «Quiero que trabajemos a cuatro manos en un nuevo guion». Y me pasó algunas ideas a modo de síntesis, y también «La golondrina», una hermosa canción interpretada por Caetano Veloso, que era como el aire, la atmósfera de esa futura película. Lo hizo por la sintonía estética y porque le dolía que la industria viraba el rostro ante mis proyectos de largometrajes de ficción, para los que, a punto de cumplir los cuarenta, hacía ratos que me sentía listo.
La coescritura, por un problema práctico, lamentablemente no fue posible. Únicamente nos podíamos comunicar a través de cartas que podían demorar una eternidad, pues él estaba saliendo para Alemania por bastante tiempo, y yo, para Venezuela. Por tanto, la comunicación que exige este tipo de trabajo era difícil de sostener. No eran los tiempos del móvil ni del correo electrónico en Cuba. Aun así, le hice un pequeñito aporte: usar la maqueta de La Habana, escena que quedó en La vida es silbar (1998).
Cuando nos volvimos a ver en La Habana, en 1996 —antes había sido en un encuentro entre cineastas cubanos y suizos en Zúrich, él regresando de una estancia de trabajo, también considerable, en Chile, y yo de Caracas—, le habían aprobado el guion de La vida es silbar y me vuelve a llamar para enrolarme como primer asistente. Con inmenso dolor le dije que no era posible, pues ya me sentía alejado de ese trabajo y necesitaba enfocarme en lograr hacer mi ópera prima. Lo aceptó y me relevó Rafael Rosales, con quien ha seguido trabajando hasta hoy.
Respeto tanto mi profesión que, si mis amigos directores no me invitan a sus rodajes, no voy. Fernando me llamó para hacer un cameo en esa película. A él siempre le ha dado igual filmar en cualquier época del año, por lo que trabajando a su lado fue que decidí que en Cuba yo filmo en invierno, pues no soporto el verano ni su estela inconveniente de humedad y sudores. Llegué al set una mañana de infernal calor, y allí me reencontré con Laura de la Uz, luego de su larga estancia, también en Chile. Él me dio las indicaciones, me pusieron una gruesa y prieta cámara de camión en la cabeza, y a la voz de acción ya había escogido silbar, exigencia del director, «La vida en Rosa».

Fue un lindo cierre con uno de los directores que más me ha influido. Lo sabré yo, que cuando hice mi ópera prima, y ante momentos de decisiones a las que se enfrentan los realizadores en los que no es recomendable titubear, venía a mi mente su imagen y sus procederes, indicándome por donde debía agarrar. No hay filme que haya hecho sin haberlo llamado para que vea el primer corte, pues su ojo es mi ojo, y lo necesito en esas circunstancias.
Después de Madagascar, ya el cine de Fernando nunca más va a ser el mismo. Ni él. El cine lo enriqueció y él enriqueció al cine. Por eso, frente a los desafíos y las contradicciones sociales de su tiempo, ha preferido ser coherente, y orgánico. Aunque vaya al pasado, o al futuro, la Cuba diversa, perfectible e inclusiva en sus esencias, es su obsesión en la pantalla y en la vida. Haber creado un universo de pensamiento con su filmografía le dan la suficiente autoridad en la cultura artística cubana.
En la mejor tradición del ICAIC, él recoge la estirpe de no pocos directores de cine que con conciencia crítica y sentido de pertenencia salieron de su zona de confort para involucrarse en sensibles asuntos nacionales. Con Titón, Humberto, Manuel Pérez y Santiago Álvarez a la cabeza, pienso en aquel grupo de directores y guionistas, dieciocho en total, que defendieron el ICAIC cuando se decidió fusionarlo con el ICRT tras la incomprensión que provocó Alicia en el pueblo de Maravillas (1990), de Daniel Díaz Torres.
Acompañarlo en la realización de sus tres primeras películas ha sido un enorme regalo para mí.