Tras las tres primeras entregas de los chispeantes Filminutos (1980 y 1981), Juan Padrón redimensionó con las seis ediciones de los Quinoscopios su exitoso experimento de orgánica conciliación de la viñeta gráfica humorística con la animación, en coherente resultante audiovisual. Esta vez se alió con el humorista argentino Joaquín Lavado (Quino), padre de la famosa Mafalda, para insuflarle vida a otra zona de sus figuraciones, tan importantes como la niña filósofa, pero divergentes en cuanto a recursos expresivos y visualidad.
A las formas rechonchas y muy compactas de Mafalda, se oponen figuras un tanto más despersonalizadas, acorde el anonimato de los personajes y la intencionada concepción de estos como tipos sociales y culturales, más que individuos. En las viñetas protagonizadas por entes de clara identidad, como Adán y Eva, Tarzán, una muy llamativa prostituta, un gordo músico o una anciana enjuta, estos son singularizados a partir de rasgos antropomorfos más pronunciados, fisionomías complejas y complexiones más esbeltas.
La gran mayoría son frágiles hombrecillos narizones, de semblante algo asustadizo, ojos azorados, trajeados casi uniformemente, calvos, de manos algo desproporcionadas y casi más elaboradas que el resto de la figura. Estamos ante el hombre mediocre, víctima de circunstancias abrumadoras ante las que nada sabe ni puede. Los rostros de los homúnculos de Quino revelan la pura faz de la indefensión humana.
Los «chistes» agrupados en cada Quinoscopio renuncian por completo a la oralidad que abunda con creces en las viñetas, tiras y animados de Mafalda, como su piedra angular expresiva. Aquí se apuesta por la acción —cual suerte de revivificadora apelación al cine silente—, con ciertos recursos iconográficos derivados de la obra impresa, como imágenes materializadas encima de las testas de los personajes o globos-nubes de pensamiento, con la apoyatura de sonidos ambientes y algo de música incidental.
Aunque la subsiguiente aseveración suene contradictoria, los personajes de Quino, animados por Padrón, de hecho «hablan» en varios de los segmentos, pero con un peculiar galimatías, derivado de mascullar idiomas como inglés, italiano, francés y alemán, confiando en la capacidad del receptor de identificarlos por las claves sonoras; así como alguna vez Charles Chaplin estructuró discursos completos y vacíos en el imaginario idioma de Tomania, en nítida referencia al germano de Hitler (El gran dictador, 1940), o como los mimos emplean jerigonzas para complementar y acentuar sus acciones.
El español nunca está presente en las voces, articuladas casi siempre por las dúctiles cuerdas vocales de Manuel Marín, muy acorde con la perspectiva internacional que no abandona este tipo de humor universal de Quino, muchas veces fustigante o estereotipadamente burlesco de las dinámicas de vida de Occidente: la cultura guerrera estadounidense y su conducta prepotente, la propensión francesa al refinamiento artístico y culinario, el italiano como idioma de sesgo más doméstico o igualmente relacionado con las artes, el alemán con otras dosis de soberbia impositiva. A veces también dependen puramente del énfasis y el tono emocional requerido para cada situación dramática, en coordinación con las voces escogidas por Marín entre su amplio registro.
Transitan los Quinoscopios desde la parodia a iconos archiconocidos, como los referidos Adán y Eva, Tarzán, hasta la sátira anticolonialista encarnada en el típico explorador de caqui. Se revierten ingeniosamente las estereotipadas oposiciones entre civilización y barbarie, pues el sujeto occidental, apertrechado de sus ansias de conquista de fuerzas naturales y mágicas que le son ajenas, resulta víctima de su propia pretensión.
Algunas pinceladas de humor negro contrastan con tendencias adscritas al humor blanco, noblemente ingeniosas y algo costumbristas a la hora de reflejar las angustias y conflictos menores, cotidianos, del sujeto medio ¿argentino? ¿norteamericano? ¿europeo? Panoccidental, en última instancia. Los idiomas adivinados dan alguna que otra equívoca pista, ¿o no?
Aparejado a las anécdotas más «realistas», lo absurdo, lo fantástico y lo surreal irrumpen sorpresivamente en varios momentos de los Quinoscopios. Dinamitan los mundillos estrechos de los homúnculos encorbatados y alopécicos, con incomprensibles quebraduras en el fluir normal de una realidad tan convencional como sus protagonistas, y quizás como la mayoría de los propios receptores que se ven identificados en ellos.
Un amplio espectro temático discursivo, un elegante sentido del humor y alta precisión caricaturesca signan estas colaboraciones argentino-cubanas, de las más artísticamente auténticas y serias interacciones de la fílmica institucional criolla (incluida la de acción real) con entidades foráneas, donde también ha prevalecido el humor, pero de un calibre tan escandalosamente inferior al de las viñetas del mendocino, que bien hubieran merecido su apropiación sardónica.
Intervención en el coloquio «Tributo a Juan Padrón, Paco Prats y las seis décadas de la animación en Cuba», realizado el 7 y el 8 de diciembre de 2020, en la Casa del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, durante la 42 edición del evento habanero.