De cierta manera es la ópera prima más trágica en la historia del cine cubano. Sara Gómez, su directora, murió sin haberla terminado, sin conocer la ilusión que nos causa esa primera vez. Manuel Octavio Gómez y Rigoberto López ―aquel en Gallego (1987), su novena película; y este en El Mayor, la tercera, aún por estrenar― también cayeron peleando en medio de la agonía por terminar sus últimos filmes.
Es sabido que, ante la muerte de Sara, la película fue terminada por Tomás Gutiérrez Alea, Titón, y Julio García-Espinosa, además de Iván Arocha, a cargo del montaje. Los dos primeros, más que autoridades del cine cubano de todos los tiempos, fueron sus mentores, confidentes y amigos en la estética, y en la ética, de ahí que siendo ellos también directores estaban en excelentes condiciones para penetrar y mantener el misterio, además del gusto y la subjetividad que a Sara la inducen a rodar esa película en 16 milímetros a principios de la década del setenta, todavía en tiempos de grandes relatos épicos.

En ese filme Sara dio aliento a la actitud minimal, en la quela improvisación artística tiene un respetado y arriesgado sitio. También potenció el desenfado antiacadémico, expresado por un montaje de cortes visibles, irreverentes, que ponen en crisis la continuidad y la geografía de las locaciones. Es obvio que el espacio que a ella le interesa mostrar es el alma social de sus personajes, por eso no pierde tiempo con planos descriptivos para ubicar al espectador. Como buena cubana mezcló, desde el material de archivo con la mirada documental, pasando por la puesta en escena como si la cámara no existiera.
Lo marginal, nefasto fenómeno moldeado por condiciones históricas de pobreza y exclusión, devenido hoy complejísimo superviviente, pero que favoreció mezclas sociales, raciales, religiosas, artísticas, culturales, éticas, entre otras, es observado por Sara con la agudeza de no dejar atrapada esa mirada por el contexto de exuberante optimismo de la época. Tiene el mérito, además, de que antes de ella ningún cineasta cubano se acercó a la marginalidad, tal vez por ser cosa vieja, del pasado que ineludiblemente se erradicaría bajo el empuje del «deber ser». O porque se carecía de la herramienta fundamental para sumergirse; que no es más que sentirlo y entenderlo, si luego se le quiere mostrar. Lo otro es ver la marginalidad a través del baile, la música y la risa, como los pocos ejemplos que anteceden al filme de Sara.
Aunque la «atmósfera» de De cierta manera se siente también en no pocas secuencias de ¡Saludos, cubanos! (Agnes Vardá, 1963), para el que Sara fue más que asesora, el filme fue concebido por una mujer, negra y cineasta ―binomio escaso todavía―, que no quiso ser pianista, rompiendo con un orden social que pretendía decidir por ella, y que tuvo el coraje de ponerlo en crisis públicamente en su subvalorado autodocumental Guanabacoa: crónica de mi familia (1965).
Al mostrar Sara la realidad sin artificios, sencilla y dura, en exteriores, dando la apariencia de que no había una industria de cine detrás, como gustaba a los neorrealistas, en paralelo prevalece también cierta voluntad estética defectiva y desafiante, que la emparenta con aquella teoría con que Julio García-Espinosa quiso sacudir al cine de su tiempo a partir del manifiesto del cine imperfecto, de 1969.
Si Julio no logró sustentar en pantalla su teoría con filmes de densidad artística ―tampoco era determinante para validarla―, De cierta manera, sin desatender que el cine puede concebirse como espectáculo para pensar, con bajo presupuesto financiero lo consiguió. No me asombra que no se eslabonara este filme con tal manifiesto. Es sabido que la teoría de Julio no gozó del general entusiasmo entre los cineastas cubanos. No puedo afirmar la postura de Sara frente a tal teoría, pero de haber sobrevivido, ella tal vez hubiera oxigenado el debate. Más abajo Julio hablará de las afinidades artísticas entre ellos.
Como quiera que se le mire, esta película es una de nuestras mejores bisagras para entender la agonía estética de los directores que buscan una expresión cinematográfica, cubana y diferente en el cine de ficción, cuyo parteaguas radical arranca con Titón en Memorias del subdesarrollo (1968).
Con un montón de ideas, en el verano de 2007 fui a preguntarle a Julio García-Espinosa sobre este y otros asuntos, que en extensa entrevista aparece en el libro Vivir bajo la lluvia. Aunque Julio no recordaba los detalles de muchas circunstancias, particularmente a mi pregunta sobre Sara Gómez, me dijo:
JGE Sarita era un ángel. Una vez me dijo: «Julio, ¿por qué no nos acostamos, porque eres el único que no me lo ha pedido?» Teníamos tanta amistad que era imposible. Eran los tiempos de un ICAIC demasiado masculino. Ella era una sola contra todo nuestro machismo.
JLS Habrá sido muy doloroso terminar esa película entre tú y Titón, a la muerte de ella.
JGE Lo primero es que no tuvimos problemas Titón y yo, es decir, había una identificación muy grande con Sara, y entre nosotros, lo que no ocurre muy a menudo. Trabajamos teniendo en cuenta que no debíamos detenernos en nada, pues ella lo había filmado todo. No sé si le gustó la edición final, pero debe haberle gustado la actitud nuestra, que fue un acto de humildad frente a ella. No éramos dos divos reclamando protagonismo. Todo debió haber transcurrido con normalidad. De haber ocurrido algún incidente me acordaría.
JLS Con Sara, antes de filmar, ¿quién estuvo más cerca de su guion? ¿Tú o Titón?
JGE A veces pienso que yo tenía mucha más amistad con ella que Titón. Pero creo que no, pues además de Titón tenerle un gran aprecio, ella era una amiga tremenda de él. Artísticamente sí estaba más ligada a mí.
JLS Esa película está muy en la línea de tus transgresiones.
JGE A nosotros quien nos estimulaba era Sara, quien nos hacía movernos era ella. ¿Machista con Sara? Ella sí podía ser machista. Era tremenda. Era implacable. A lo que debía criticar abiertamente lo hacía, lo mismo una película que asuntos de la vida. Ella era algo que se te pegaba y no podías dejar. He visto pocas muchachas así, como Sarita. De su amor con Germinal, una vez me dijo: ¡Al fin he logrado un negro!
De cierta manera es la eficaz repuesta cubana, tardía pero auténtica, a aquel movimiento que el ICAIC de los sesenta intentó asumir para producir verdades en forma de películas: el neorrealismo italiano. Sara Gómez Yera (1942-1974), después de que aquel ataque de asma atroz detuvo su vida de 32 años, regresó en una de nuestras grandes películas que la hace una cineasta imprescindible.