Todo ser vivo debe ser contemplado como un microcosmos,
un pequeño universo formado por una multitud de organismos
inconcebiblemente diminutos,
con capacidad para propagarse ellos mismos,
tan numerosos como las estrellas en el cielo.
Lynn Margulis y Dorion Sagan
En clave de «lectura biológica», la narrativa de Parásitos (Bong Joon-ho, 2019) propone una interesante visión de la sociedad como metáfora de un proceso simbiogenético, desde el cual es posible explicar las dinámicas de las relaciones sociales que definen a una comunidad política global. Según normativas de clasificación condicionadas por grupos hegemónicos —culturales, económicas y sociopolíticas—, Parásitos articula una gramática de la filogenia para hablarnos de las complejidades de nuestra «modernidad líquida», un mundo simbiótico donde la conducta de sujetos supernumerarios, basada en relaciones de parasitismo, condiciona también la de sus «huéspedes». De esta manera el título de la película activa una posibilidad de lectura en términos de simbiosis social para comprender cómo el amensalismo entre clases divergentes genera una cultura de residuos humanos, a partir de un acto de inclusión-exclusión.
Me interesa comentar de la película lo siguiente: el punto de vista particulariza la axiología de los espacios en función de destacar, dentro del mundo simbiótico, un sistema dual determinado por la segmentación sectorial y la jerarquización de sus actores sociales. Dentro de las fronteras asignadas a los espacios, según los valores de clase que representan, las estrategias de supervivencia de los personajes definen su naturaleza moral. La narrativa de la película se desarrolla principalmente desde la perspectiva de vidas «no futurizables», descartadas por el engranaje de la sociedad —su despojo, residuo, vertedero—; sujetos convertidos, como diría Zygmunt Bauman, en «víctimas colaterales del progreso» por las ideologías de poder. En esa vorágine de cuerpos y espacios jerarquizados, el filme del surcoreano ilustra en torno a los desequilibrios de la simbiosis social cuando se produce una ruptura del orden establecido: la transgresión de una frontera espacial divisoria, personajes que interactúan como cuerpos simbiontes mientras violentan la ética y la moral hegemónicas, en torno a una noción de límite.
Los miembros de la familia Ki y sus tácticas de supervivencia aparecen diseñados desde la óptica del parásito social. Robar la wifi del vecino, obtener fumigación gratis para matar los bichos y una cadena de argucias para colarse en la casa de la familia Park, son tentativas de enhebrar un alpinismo social ante el cual no existe ningún plan, ninguna estrategia viable para lograr la riqueza material dentro de los límites de la ética y la moral implementadas, sino a través de la cooperación en sus prácticas endoparasitarias, una suerte de mutualismo que les posibilita mejorar su aptitud biológica. Se trata, en síntesis, de una relación trófica de supervivencia, pues la familia Ki encuentra sus «nutrientes», en un principio, sin aparente perjuicio para sus «huéspedes».
No obstante, el argumento de la película introduce un obstáculo a la evolución de esta práctica: la negativa a la «coespeciación», ya sea entre los mismos grupos de parásitos sociales —la familia Ki y la antigua ama de llaves que ha dejado a su esposo en el búnker de la mansión— o entre los Ki y su hospedador, la familia Park. De los primeros, el argumento solo aporta los detonantes del conflicto, que comentaré a seguidas, además de revelar el intríngulis del compost social en su variante de hiperparasitismo. La dinámica de la segunda relación es a mi juicio lo más importante de la trama, porque informa sobre los costos y beneficios de la endosimbiosis como metáfora de la sociedad, nos dice cómo y por qué en esa relación entre los Ki y los Park el parasitismo social como fenómeno del capitalismo moderno implica un acto de depredación que puede convertir al individuo en un parasitoide. En esa línea argumental se proyecta toda la ideología de la película.
La negativa de la que hablamos anteriormente se sustenta en una prohibición: no trasgredir la frontera que delimita los espacios entre grupos sociales, no violentar los significantes de la estratificación. Desde la perspectiva de Park, se trata de un mecanismo de defensa contra las toxinas parasitarias que perjudica su status quo, o a nivel simbólico, su «sistema inmunitario». Dice Park a Ki: «Nunca cruzar la línea. No soporto a la gente que cruza la línea». Pero el pequeño de los Park detecta que todos los Ki huelen igual. Ese olor «especial», el de los marginados y excluidos, «difícil de describir», puede sentirse no solo en el metro, también en la fastuosa residencia de Park y de algún modo induce a la transgresión. En clave metafórica, el motivo del crimen es el resultado de la reacción ante el descarte de una aptitud inclusiva entre clases y, por consiguiente, explica sus efectos nocivos cuando las praxis endosimbióticas anulan la cooperación que solo reconoce y agrupa a sujetos de una misma especie. Así, los mecanismos pasivos que añaden beneficios a las prácticas de mutualismo-comensalismo devienen finalmente en relaciones de parasitismo.
El sustrato ideológico de la película extiende su censura a esta actitud, mientras, sin mucho énfasis, incorpora en su discurso las causas que la originan. Esto sucede porque lo que más le interesa es su visión de la sociedad como un mundo simbiótico inestable, en el cual se aspira a lo imposible para lograr el éxito en las prácticas de supervivencia a las que alude. Aunque pueda ser este su talón de Aquiles, prefiero asumirlo desde el punto de vista de un realizador que entiende la regulación moral como solución a esta problemática en las sociedades capitalistas depredadoras. Esa perspectiva de enunciación tiene puntos de contacto con la ética objetivista que condena el parasitismo social como práctica emergente entre marginados y desposeídos, pues desestabiliza la ética y la moral de los grupos que detentan el poder financiero global. Quintaesenciados del compostaje social, los sujetos superfluos, descartados al fin por la maquinaria del capitalismo salvaje, lejos de aportar riquezas a la sociedad y contribuir a un estado de bienestar favorecen su debilitamiento. Es posible que las convergencias ideológicas de Parásitos con una corriente del pensamiento filosófico moderno, el libertarismo, por ejemplo, o la ética objetivista de la que hablamos, puedan tener sus detractores en un sector del público y la crítica, pero en general, como ya sabemos, la película no ha dejado dudas respecto de su apabullante acogida, a tal punto de convertirse en uno de los acontecimientos cinematográficos más importantes de los últimos años. ¿Cómo ha sido posible esta paradoja en sus posibilidades de recepción? Pues, porque a mi juicio, a pesar de lo polémica que pueda ser su ideología, la solución que propone es, en el fondo, muy romántica.
Cuando uno de los personajes se cuestiona la naturaleza moral de sus prácticas de endoparasitismo, se abre la posibilidad, desde el autorreconocimiento, a la regeneración. Reparemos que es el único en la historia que toma conciencia de su condición de «fracasado social». Si al cabeza de los Ki le basta el beneficio sin mucho esfuerzo, el cum mensa del que obtiene lo suficiente para la supervivencia diaria —dice: «Todos duermen en el piso, nosotros estamos recluidos. Por eso la gente no debería hacer planes. Sin los planes nada puede salir mal. Y si algo sale de control, no importa. Si matas a alguien o traicionas a tu patria, nada de eso importa»—, a Ki-woo/Kevin le sobreviene una crisis de conciencia, una pequeña pausa para reflexionar en torno a la actuación familiar que aspira, mediante el engaño, a su inserción en un mundo de opulencias que no ha sido capaz de construir por medios propios.
La autoanagnórisis incorpora dudas respecto del anclaje y por primera vez admite la posibilidad de recorrer un camino otro, alternativo al mimetismo de apariencias, la aptitud biológica de los Ki, quienes hasta ahora no han hecho más que simular una competencia social para obtener provechosas ventajas de sus huéspedes. En otras palabras, siguiendo la propuesta de lectura en clave biológica, una estrategia de «inmunoevasión» que a Kevin le resulta particularmente incómoda. Cuando por primera vez el personaje es capaz de tomar conciencia respecto de la actitud familiar, la ideología de la película encamina el abordaje de esta problemática social por el camino del cuestionamiento ético. Dice Kevin a Dae, la hija de Park: «Todos se ven tan genial, incluso para una reunión repentina todos se ven bien. ¿Encajo aquí? ¿En esta configuración encajo?».
Min, el amigo de Kevin, le ha dado un regalo con un valor metafórico. El discurso verbal comete el desliz de explicar lo evidente, pero lo que me interesa subrayar, a los efectos de la historia, es su función como medio auxiliar transformador. El guion toma un recurso de los relatos tradicionales donde esta clase de objetos, con alguna particularidad «mágica», acude en auxilio del héroe. En este caso, aporta un sentido de redención espiritual a través de las buenas acciones. Kevin dice: «La piedra se aferra a mí. Siempre me sigue». Él la recupera del aluvión de aguas pútridas, pues con las lluvias llega también la limpieza de residuos del mismo modo en que la sociedad evacúa sus restos, del centro a la periferia, imitando un mecanismo de selección natural.
De todos los momentos sublimes en esta película me quedo con la espectacular secuencia donde vemos a los miembros de la familia Ki escapando de la mansión, apresurados por la lluvia. Ese segmento final revela la apoteosis del descarte, la dinámica del detritus y sus mecanismos de producción de residuos humanos como efecto inevitable de los procesos económicos característicos de la modernidad. Y lo consigue de un modo que no podía ser menos efectivo: añadiendo significación a las estructuras espaciales del relato. Ellos inician una larga travesía en descenso que necesariamente tiene que atravesar callejas, túneles del metro, enormes empalizadas, basureros y vericuetos, siempre hacia abajo, hasta finalizar en la excelentemente lograda escena del semisótano, inundado por aguas de alcantarilla. Nunca antes la fotografía de la película ha sido más explícita en apuntalar, desde su estrategia visual, la verticalidad de la estratificación social y la enorme brecha que delimita sus segmentos. En esa axiología de los espacios, marcada por una relación antitética —alto-bajo, inferior-superior—, la noción del límite entre las zonas y la evacuación de los desechos del centro a la periferia, sugieren una vigilancia necesaria y permanente de las fronteras entre la sociedad y sus rémoras residuales, pues de ello depende, en grado sumo, el sostenimiento del sistema. La dinámica de un compostaje.
Apenas Kevin advierte que para el cruce de fronteras es necesario la urgencia de un plan. La carta a su padre sugiere la posibilidad de enmendarse y redimir a su desarticulada familia mediante el crecimiento personal, con la convicción de que, por vías legales, es posible alcanzar el estatus económico de sus anfitriones. De algún modo, convertirse en un huésped potencial.
A propósito de esto, un comentario más. En la escena final, la mirada de la cámara vuelve al mismo punto de partida: del afuera hacia adentro, al nivel del semisótano. Que para recomenzar casi siempre la voluntad y la esperanza vienen de manos con el presagio de que será un camino tortuoso hacia la cumbre, eso no me queda dudas; pero el tono de la película respecto de su ideología, muy válida, no deja de ser inquietante al menos para mí.
Vamos a pensar que sí, que tal vez el muchacho lo consiga.