A poco tiempo de la entrega de los premios Óscar o «de la Academia», en su edición de 2021, muchos medios se apresuran a seguir concienzudamente las diferentes etapas de las nominaciones en las diferentes categorías. Muchos usuarios de las redes sociales ya se dedican a replicar con fruición tales progresos hacia el sellado definitivo de las listas de favorecidos. También se harán eco de los pronósticos de especialistas, aficionados y apasionados. Muchos correrán a buscar estos títulos para estar bien sincronizados.
No pocos críticos se abalanzarán con entusiasmo a ver o revisar las películas seleccionadas, a la par que denigran con su desinterés o su desdén sumarísimo otras fílmicas —tildándolas de tediosas, enrevesadas, absurdas—, y plataformas festivalescas del resto del mundo —subvalorándolas como generadoras de cánones estéticos afines con sus presupuestos, a favor de un exclusivista «cine de festivales», y un largo etcétera.
En Cuba se incrementará el intercambio de copias piratas de tales filmes. Quizás el paquete semanal le dedique unas carpetas cuyos títulos serán más o menos «Especial: Nominadas a los Oscar!!!!!!!!!» y «Especial: Premios Oscar!!!!!!!!», con más o menos ortografía. Tal vez La Mochila hará su versión también. Aunque aclaro que el paquete puede llegar a ser igualmente prolífico en joyas fílmicas de todas las latitudes.
Muchos de los «periodistas culturales» cubanos, sobre todo de la televisión nacional, que demoran hasta cinco días en promover galardones tan importantes para el cine cubano (y mundial) como el Ammodo Tiger conseguido por el mediometraje Terranova (Alejandro Alonso y Alejandro Pérez, 2020) en el Festival de Cine de Róterdam —segunda vez que una obra cubana logra un premio tan importante en este festival en toda la historia—, se apresurarán a dedicarle espacios estelares a las nominaciones y la posterior ceremonia de premiación.
Desde mi temprana infancia, cuando ya desde los seis años de edad se me permitía en casa quedarme despierto en la noche para ver el estelar espacio La película del sábado —dedicado precisamente en los años ochenta al cine producido en Hollywood, o en menor escala al de otras latitudes que compartiera los mismos presupuestos espectaculares—, con la debida parent advisory de mi mamá, recuerdo también que seguía con entusiasmo las coberturas que programas igualmente estelarísimos como el Contacto de Hilda Rabilero y luego de Raquel Mayedo, y otros, hacían del Óscar. Su ceremonia era segmentada a lo largo del programa, alternando los momentos musicales y las premiaciones propiamente dichas. Al final solo se omitía la conducción de corte humorístico que amalgama todos estos bloques. Nunca ocurrió con Cannes, la Berlinale o la Mostra.
La avalancha de cine estadounidense que hasta el día de hoy se mantiene en la televisión cubana, y el énfasis en sus lauros, fomentó en mí, además de la obsesión con las imágenes en movimiento que define mi vida, una reverencia casi mística por estos galardones. Sencillamente, eran los premios del cine, que obliteraban al resto de los festivales y lauros, los cuales para mí ni existían.
Así como compartía, con la mayoría de los públicos cubanos, otra absoluta sinécdoque taxonómica que otorga el calificativo de «película» a secas a las cintas producidas en Estados Unidos —o habladas en inglés por extensión, pues no pocos títulos británicos eran endilgados a Hollywood por el simple hecho de compartir idioma—, mientras que el resto del cine gestado en el resto del mundo era y es marginado hacia una zona alterna, secundaria, que despierta no poca reticencia o rechazo plano como «clavo»; siempre debidamente acompañada por el gentilicio nacional o continental que trasunta cierto tufo de advertencia, de prevención: no verás a continuación una película, sino una película europea, una película china, una película latinoamericana.
Y también existe una muy arraigada tendencia a clasificar el cine cubano, ya el producido en la Cuba física o realizado por cubanos, desde tal perspectiva subordinada. Algo completamente naturalizado, asumido, incorporado a la perceptiva de los grandes públicos, cuyo señalamiento tiende a levantar escozores y suspicacias entre quienes dan por sentado estas jerarquías, para sellar así la efectividad de esta gran táctica de las hegemonías: (re)presentarse como procesos y elementos incontrovertibles del paisaje global.
Tal estado de cosas consolida el triunfo de una intención y vocación cultural hegemónica que reduce el cine todo a Hollywood, así como la serie binacional profesional de béisbol de Estados Unidos-Canadá se titula Serie Mundial (World Series), o el propio país se denomina casi oficialmente América en vez de Estados Unidos de América; abrogándose, usurpando más bien, el nombre de todo un continente multinacional, multicultural. Algo que llevó a José Martí a rebautizar como «nuestra América» a todas las naciones que yacen al sur del río Bravo, todo un subcontinente reducido a mero apéndice desde esta perspectiva «usacentrista» —para no caer en la trampa de emplear «americanocentrista».
Un premio tan evidentemente «local» y «nacional» como el Óscar —tanto como que cuenta con un apartado dedicado a las películas extranjeras, para reafirmar su carácter endógeno, algo tan evidente como invisible—, termina solapando, obliterando, desjerarquizando y finalmente invisibilizando del panorama las obras, festivales, movimientos y autores del resto del mundo.
Un fragmento del puzle se presenta como el puzle todo, en una alquimia de la reducción y la simplificación más absolutas. Y ni hablar del gran entusiasmo que domina a no pocos medios cubanos de comunicación cuando a un nacional se le otorga la membresía de la Academia. El mismo que cuando un músico criollo es nominado o premiado con un Grammy. Siempre entre los primeros rasgos destacables de una película como Fresa y chocolate (Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, 1993) estará la nominación a los premios Óscar que legitimó definitoriamente al largometraje ante los ojos, no solo del mundo, sino de los propios cubanos.
Hasta los inicios de mi adolescencia, creí a pie juntillas que la premiada como mejor película, sencillamente era la mejor obra fílmica del mundo en todo el año sometido al juicio de la Academia. Que el mejor director era el creador insuperado ese año. Que las actrices y actores laureados eran, sin duda alguna, los mejores. Muchos lo creen así todavía y lo creerán a pie juntillas. Cannes, la Berlinale, la Mostra, el cine del mundo, los cineastas del mundo, con sus otras tantas maneras de representar y narrar la existencia, fueron por desgracia descubrimientos tardíos para mí. Para otros nunca lo serán. Aunque claro, matizo: fueron espacios especializados de esa misma televisión los me abrieron las puertas a otros lares fílmicos: Historia del cine, Toma 1, 24 x segundo y otros. Así como las eternas tandas de la Cinemateca de Cuba a las que prefería asistir en mis años universitarios, antes que llegar a tiempo al comedor de la residencia estudiantil. Fueron épocas maravillosas de hambre y cine, de pizzas y cine, de pan con croqueta rancia y cine. Hasta alguna vez fueron de sardinas y cine.
Un ejercicio tan sencillo como solicitar a un sujeto escogido aleatoriamente de entre los públicos cubanos, y de otras tantas naciones, que refiera películas favoritas o actores preferidos, llevará casi ineluctablemente a una respuesta protagonizada por «estrellas» de Hollywood y a títulos de esta factoría. Quizás entre generaciones más añejas surjan nombres como Jean Paul Belmondo o Alain Delon, pero no los que protagonizaron respectivamente Al final de la escapada (Jean-Luc Godard, 1960) y El Gatopardo (Luchino Visconti, 1963), sino los que encarnaron héroes filohollywoodenses en las numerosas cintas proyectadas en las pantallas cubanas durante los años sesenta y setenta, las cuales, si bien sustituyeron las entregas estadounidenses que antes de 1959 dominaban todos los cines nacionales, continuaron fielmente su legado estético.
Aunque encendido, esto no es una impugnación inquisitorial al Óscar o al cine que representa. No es una satanización frívola que aboga por vetar una vez más las obras provenientes de esta fílmica, repleta de autores, títulos y géneros cardinales para el séptimo arte, desde John Ford hasta John Waters, pasando por John Huston, «tres Juanes» maravillosos del cine.
Esto no es una invitación al asco o al desprecio, sino a una reconfiguración de los sistemas de pensamiento, esquemas de percepción y posturas preceptivas. Es una invitación a la muy necesaria crisis de paradigmas y cánones que se asientan perezosos y enquistados en los sistemas de valores estético-discursivos de los públicos. Es una provocación a la licuefacción de estructuras rígidas, a favor de un pensamiento magmático, telúrico, dialéctico.
Es una alerta personal que me hago diariamente sobre los reflejos condicionados que terminan siendo los presupuestos hegemónicos revestidos de lógicas naturales, como prolongación de la teoría del muy estadounidense destino manifiesto: Estados Unidos y su cultura están destinados a prevalecer románicamente sobre el resto del mundo bárbaro, e iluminarlo con su luz esclarecedora. No precisamente por medio de una violencia abierta, impositiva (de la cual hay mucho también), sino sobre todo mediante la sintonización de los pensares en bandas muy específicas y tan atronadoras que anulan lo divergente, lo relegan a la otredad, al margen, a un orden inferior.
El Óscar, con sus vanidosas lentejuelas, hace del mundo su aldea como ningún otro festival o premio fílmico del orbe, aupado sobre todo por el entusiasmo acrítico de quienes lo reverencian en exceso, despreciando en exceso todo lo que quede fuera de sus predios dorados.