Haber nacido el 25 de abril de 1941 en la patria chica de los hermanos Lumière y del cinematógrafo, Lyon, donde una primitiva cámara registró por primera vez a los obreros a la salida de una fábrica, significó para Bertrand Tavernier un compromiso irrenunciable. Hijo del escritor, poeta y resistente René Tavernier, descubrió el cine en el transcurso de una estancia en un sanatorio. La pasión arrebatadora que sintió nunca le abandonó y renunció a los estudios de Derecho para ejercer la crítica cinematográfica. Si Rohmer, Chabrol y Truffaut restituyeron a Hitchcock sus menospreciados méritos, Tavernier se consagró a la revalorización del legado de creadores como Joseph Losey, Budd Boetticher, Raoul Walsh, Robert Parrish y Edgar Ulmer al cine norteamericano, sobre el que no puede escribirse sin citarlo por su autoría de estudios modélicos.
Considerado uno de los «herederos» de la nueva ola, comenzó como encargado de prensa del osado Georges de Beauregard, el productor por antonomasia de ese movimiento renovador que estremeció los cimientos del anquilosado cine francés. Él le permitió ensayar la puesta en escena al confiarle la realización de dos sketch para sendos largometrajes colectivos, aún de moda en los albores de esos áureos años sesenta. Asiduo asistente a las funciones de la cinemateca, desempeñó la asistencia de dirección de Claude Chabrol y Jean-Luc Godard, dos de los enfant terribles de la nueva ola, además del gran Jean-Pierre Melville, con quien compartió su preferencia por el cine negro.
Transcurrió una década para que Tavernier pudiera filmar su primer largometraje: El relojero de Saint-Paul (L’horloger de Saint-Paul, 1973), adaptación de la novela El hijo del relojero (L’horloger d’Everton), de Georges Simenon, con guion escrito nada menos que por el mítico binomio de Jean Aurenche y Pierre Bost.
Gracias a su estreno en salas de video en Cuba pudimos admirar su temprano oficio, las complejas relaciones entre personajes coterráneos del director y su sólida dirección de un intérprete tan connotado como Philippe Noiret. Convertido en su actor fetiche, este protagonizó también una obra más ambiciosa y personal: Que la fiesta comience (Que la fête commence, 1975), la cual reveló al novel director como un autor que utilizaba el cine como instrumento de reflexión crítica y política sobre la historia y la sociedad de su país.
Otra aguda mirada fue su siguiente película: El juez y el asesino (Le Juge et l’assassin, 1976), sobre un guion original, con Noiret a la cabeza del reparto. «Creo, como Foucault, que una sociedad puede ser juzgada del mismo modo que ella trata a sus enfermos mentales», expresó el realizador. Esa trilogía, aunada por una fascinación por seres transgresores de las barreras sociales, bastó para situarlo entre los grandes cineastas de nuestro tiempo.
El video de la muerte (La mort en direct, 1979), insólita incursión en la ciencia ficción a partir de una novela de David Compton, es una reflexión sobre el cine concebida para la actriz austriaca Romy Schneider como la enferma terminal de cáncer cuya tragedia se transforma en un espectáculo masivo.
Round Midnight (1986), estrenado en Cuba como Ronda de medianoche, fue un tributo al cine estadounidense y, al mismo tiempo, a la música, una de las pasiones de Tavernier, compartida con el arte culinario y la literatura. No por gusto es uno de los traductores al cine de novelas tan resonantes como 1 200 almas, de Jim Thompson, como Más allá de la justicia (Coup de torchon,1981), o de escritores populares, como Alejandro Dumas —La hija de D’Artagnan (La fille de D’Artagnan, 1994)— y Madame de La Fayette —La princesa de Montpensier (La princesse de Montpensier, 2010).
Estudiosos de la coherente trayectoria de Bertrand Tavernier, quien atesoró una filmografía próxima a la treintena de largometrajes, afirman que cada una de sus películas parece haber sido realizada en contra de la anterior. Signan su obra los contrastes radicales, bruscos virajes y la pluralidad genérica. Las cohesiona, sin embargo, la maestría de este realizador inclasificable dentro del cine francés de las últimas cinco décadas. Las enormes ganas de vivir manifestadas por los protagonistas de su cine desentonan con la sombra de la muerte que puede acecharlos. Reconoció en varias entrevistas ser deudor en sus influencias de John Ford, William Wellman, Jean Renoir, Jean Vigo y Jacques Becker. Siempre tuvo presente la máxima de Truffaut de que en el cine está prohibido aburrir al espectador y no se dejó arrastrar por la corriente de pretenciosos «tediometrajes» promovidos por la continua afluencia de nuevos realizadores en aras de un supuesto «cine de autor».
Prestó atención especial al cine de reconstrucción histórica —Que la fiesta comience (1975), Un domingo en el campo (Un dimanche à la campagne, 1984), La vida y nada más (La vie et rien d’autre, 1989), Capitán Conan (Capitaine Conan, 1996)—, sin dejar de hurgar en la contemporaneidad. Un título demoledor como La carnada (L’Appât, 1995), gran premio Oso de Oro en el Festival de Berlín, conforma junto a L.627 (1992) una suerte de paréntesis o díptico sobre la delincuencia con todo cuanto implica: posesión, tráfico y consumo de drogas, criminalidad… Calificó a los cineastas de «sismógrafos de su tiempo» y reiteró que, como tal, afrontaba la violencia sin miedo, con un tratamiento ni moralizante ni puritano, pero sin ocultar los efectos a su paso.
A propósito de La carnada, el excepcional crítico español Ángel Fernández-Santos escribió que el equilibrio logrado por él «solo puede ser síntoma de la irrupción de la etapa de madurez en la filmografía de un cineasta superdotado, que ha trascendido los dilemas entre fondo y forma, propios de los procesos de formación del artista, y logra fundir a ambos en un estadio superior»[1].
Para esa fecha, sus películas eran imanes que atraían los premios más prestigiosos: Oso de Plata en el Festival de Berlín y premio Louis Delluc por El relojero de Saint-Paul, galardón al mejor director en Cannes por Un domingo en el campo, premios César de la Academia de las Artes y Técnicas del Cine de Francia en la misma categoría por Que la fiesta comience y Capitán Conan, aunque le regatearon el correspondiente a la mejor película que tantas merecieron y hasta el César honorífico. Se añade el premio BAFTA de la Academia Británica del Cine a La vida y nada más, como mejor película de habla no inglesa, la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián por Hoy empieza todo (Ça commence aujourd’hui, 1999) y los lauros del jurado al mejor guion y de la FIPRESCI por Crónicas diplomáticas, título con el cual se distribuyó Quai d’Orsay (2013), pletórica de humor corrosivo y sarcástico. La Mostra de Venecia le entregó en el 2015 el León de Oro por el conjunto de su obra y el Festival Internacional de Cine de la India otra distinción por toda su carrera.
Lo invitamos en varias ocasiones a La Habana para asistir al Festival de Cine Francés, en el cual le rendimos homenaje, y que ha posibilitado apreciar no pocas de sus películas. Nunca pudo aceptar, porque no cesaba de trabajar, fuera por sus responsabilidades al frente del Instituto de Cine de Lyon, que fundó, en procesos de algunas de sus películas o aprestándose para acompañarlas a Cannes. Su última contribución fue el hermosísimo largometraje documental Viaje a través del cine francés (Voyage à travers le cinéma français, 2016), difundido con el título Las películas de mi vida. Es un apasionante recorrido por más de tres fugaces horas que representa una genuina declaración de amor al cine de su país a través de innumerables títulos, no solo los consabidos clásicos, sino otros que redescubre junto a sus olvidados autores.
Próximo a cumplir sus ochenta años, solo la muerte, ocurrida el pasado 25 de marzo en Sainte-Maxime, región provenzal, fue capaz de interrumpir su febril ritmo de trabajo, y nos impidió ver la prometida segunda parte de su memorable periplo a lo largo de otros períodos, filmes y artífices de la cinematografía gala.
Agradezcamos la obra de este hombre comprometido con su tiempo, furibundo defensor del cine europeo, uno de sus grandes maestros.
[1] «La herencia de Jean Renoir»: El País, Madrid, febrero de 1995.