Las imágenes en movimiento filmadas en predios latinoamericanos en lo que va de siglo XXI fluyen por diversos senderos en un vasto y heterodoxo jardín audiovisual. El tercer milenio fue celebrado en el continente con la consagración de nuevas voces y poéticas cinematográficas que han matizado y complejizado un panorama fílmico mundial de alta riqueza estética y discursiva.
La selección que propongo no tiene intenciones canónicas, sino de cartografiar sintéticamente y ejemplificar una diversidad fílmica en intensa eclosión. Hay más ausencias que presencias, determinadas por el natural arbitrio de la subjetividad. Pero asúmase como punto de partida y provocación. Como invitación a discutir y polemizar los rumbos del cine en el continente. Nunca como dictado e imposición excluyente.
1. La ciénaga (Lucrecia Martel, 2001). Argentina

Los personajes elucubrados por la directora argentina Lucrecia Martel viven existencias cíclicas, tautológicas, donde la imaginación —vista como acto de gestación y gestión de imágenes— se desmorona como el fotograma de celuloide sobreimpreso demasiadas veces con las más artificiosas añadiduras a una imagen inicial fija y rígida. La directora devela entonces el horror esencial resultante del estatismo desde las primeras secuencias de su ópera prima, La ciénaga (multilaureada en el Festival de Cine de La Habana, en los premios argentinos Cóndor de Plata y en el Festival Cinelatino de Toulouse, Francia), con el sofocante paneo sobre los cuerpos agotados y cerosos, arracimados alrededor de una alberca contaminada.
Vacío y sucio, el estanque artificial ha perdido todo sentido, pero los actores de la orgiástica y decadente farsa aún liban unos últimos alientos simbólicos de prosperidad, comodidad y diversión. Es imprescindible como escenario para la interpretación casi mecánica de tal insensata pantomima de estado de bienestar. Concentradas sus últimas fuerzas vitales en la consecución de este empeño, desconocen la tragedia sufrida por uno de ellos: la matriarca Mecha (Graciela Borges), herida por unos vidrios en su desmadejamiento beodo. Agoniza sangrante en medio de la indiferencia de sus congéneres hasta que es rescatada por jóvenes y por sirvientes indígenas.
2. 25 Watts (Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, 2001). Uruguay

La ópera prima del dueto Rebella y Stoll (Whisky, 2004), revolucionadora y reformuladora de la cinematografía uruguaya, se ubica en una encrucijada a medio camino entre los reflexivos vagabundeos del Ulises de Joyce y la displicencia nihilista de los Tres tristes tigres (1968) filmados por el chileno Raúl Ruiz, además de revelarse tributario estético y dramatúrgico del primer Jim Jarmusch de Stranger Than Paradise (1984) y Down by Law (1986).
Premiada en los festivales de La Habana (ópera prima) y Róterdam (VPRO Tiger Award y Premio MovieZone del jurado joven), entre otros, 25 Watts despliega una narrativa circular, cuya diégesis de 24 horas fusiona inicio y final en un tautológico y perenne epílogo, contrastante con la sobrentendidamente kitsch equivalencia entre juventud y enérgica proactividad.
Los directores presentan su particular y joven trío (Daniel Hendler, Jorge Temponi y Alfonso Tort) de felinos ociosos, apáticos y perdidos en un día muy sucio por el polvo barrial de unas calles desesperanzadas y desesperanzadoras. En sus recovecos experimentan una serie de peripecias tragicómicas de las que sacan la amarga y final enseñanza (¿antimoraleja o moraleja escatológica al fin y al cabo?) de que sus nombres no son Leche, Seba y Javi, sino Nadie.
3. Hamaca paraguaya (Paz Encina, 2006). Paraguay

El 14 de junio de 1935, a dos días de finalizada oficialmente la Guerra del Chaco — que enfrentó a paraguayos y bolivianos entre 1932 y 1935, con victoria pírrica de los primeros y sangría nacional para ambos—, el matrimonio guaraní anciano de Cándida (Georgina Genes) y Ramón (Ramón del Río) aguardan por el regreso de su hijo soldado. Es otra historia de un solo día, pero que logra abarcar toda la esperanza del mundo con unos inmensos brazos de melancolía, tristeza y resignación.
Merecedora del premio de la FIPRESCI en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes en su edición de 2006, esta ópera prima de Encina propone un a la vez extrañado e intimista retrato de uno de los posibles recodos y rescoldos de esta guerra, que como muchas guerras se historia desde las estadísticas y las estrategias militares, obliterando sus resonancias recónditas y verdaderamente infinitas.
Los planos mayormente generales que desdibujan rostros y expresiones de los personajes contrastan orgánicamente con sus voces en off, intencionalmente resaltadas en la cartografía sonora de la película. La de ellos es una imperturbabilidad implosiva de cataclismo. El de ellos es un dolor atronadoramente sordo. La de ellos es una parquedad infinitamente locuaz.
4. La antena (Esteban Sapir, 2007). Argentina

Esta tercera producción de largometraje del argentino Sapir es una distopía de gozoso corte expresionista, reivindicadora de la visualidad y los recursos estético-discursivos del movimiento silente alemán —con un poco del cine negro clásico que los propios emigrados teutones ayudaron a consolidar en Estados Unidos—, sobre todo la Metrópolis (1927) de Fritz Lang; así como se revela cual dinámica legataria de imaginerías surrealistas de autores como los estadounidenses David Lynch (Eraserhead, 1977) y Terry Gilliam (Brazil, 1985), y sobre todo del canadiense Guy Maddin (La música más triste del mundo, Mi Winnipeg, etcétera).
El silencio aquí es diegético, pues el terrible emporio mediático del Sr. TV ha mutilado a los habitantes de «la ciudad sin voz» su la capacidad de hablar, convirtiéndolos en receptores puros, convirtiendo el proceso comunicativo de masas en un fenómeno unidireccional, hipodérmico, y por ende acrítico. Sapir redimensiona los accesorios intertítulos, fusionándolos con sus herederos, los subtítulos, y los convierte en elementos gráficos expresivos de alta significación dentro de la narrativa.
El villano busca ascender un escaño superior en su hegemonía, y trata de implementar una segunda amputación más definitiva y radical en los ciudadanos: las palabras; dígase la herramienta fundamental para estructurar los pensamientos en mensajes lógicos, autónomos y peligrosos para la intolerancia absoluta que solo tolera la obediencia antinatural a ultranza.
5. Tropa de élite 1 y 2 (José Padilha, 2007-2010). Brasil

El díptico Tropa de élite es una gran tragedia contemporánea en dos actos, donde se narran los destinos aciagos de un verdadero héroe homérico en cuanto a lo valeroso, cruento, beligerante, brutal, altivo y solitario. El capitán Roberto Nascimento (Wagner Moura) del Batallón de Operaciones Policiales Especiales (BOPE) es un inmisericorde y convencido servidor de una idea fascistoide de justicia. Él y sus hombres (sus mirmidones, sus pretorianos, sus hoplitas) son a la vez «policías, jueces, jurados y verdugos», al estilo del distópico juez Dredd de las historietas británicas homónimas.
La primera parte —ganadora, entre otros, del Oso de Oro a la mejor película en la Berlinale, y el premio argentino Cóndor de Plata a la mejor película iberoamericana— propone una trama espartana, reaccionaria, consecuente con las perspectivas castrenses de Nascimento. Como el Starship Troopers (1997), de Paul Verhoeven, de un primer vistazo pudiera considerarse una cinta pensada y filmada por nazis. Es un expedito manantial de violencias consentidas en nombre de ideales nobles. Fuego contra fuego, sin cuartel, contra los traficantes de droga de las favelas.
La secuela, o segundo acto estrenado en 2010, equivaldría al nuevo testamento en esta biblia brasileña, donde se deconstruyen y derruyen todos los sangrientos presupuestos morales establecidos en el viejo testamento de 2007. Se consuma la anagnórisis amarga, el sacrificio y la reivindicación de un Nascimento desnudo de ideales y rebelado como un Lucifer caído frente al Dios de la corrupción sistémica. Es un virulento thriller político sin concesiones, sin optimismos, y sin fe.
6. Viajo porque preciso, vuelvo porque te amo (Karim Aïnouz y Marcelo Gomes, 2009). Brasil

En Viajo…, el dueto Gomes-Aïnouz engarza sobre la estructura genérica de la road movie un juego docuficcional logrado por autores como el filipino Kidlat Tahimik en su película La pesadilla perfumada (1977), o el alemán Werner Herzog en Lecciones de oscuridad (1992) y La salvaje y azul lejanía (2005), donde registros de la realidad tributan a una narrativa imaginada que reformula, reconnota y revindica como conjunto las tomas aleatorias.
Multilaureada en citas festivalescas de La Habana (premio FIPRESCI, tercer Coral de ficción y mejor sonido), Río de Janeiro (mejor dirección) y Toulouse (Gran Premio Coup de Coeur), la cinta propone en verdad dos viajes simultáneos. No paralelos ni sincrónicos, sino entrelazados, simbióticos, indivibles. El geólogo José Renato (Irandhir Santos) viaja por zonas rurales brasileñas desoladas, ajadas, sedientas. Atraviesa un Brasil opaco y opacado. Permanece fuera de campo todo el tiempo. Todos los planos y secuencias tributan a la cámara subjetiva que se identifica con su visión.
José Renato es un narrador personaje, y a la vez es un personaje íntimamente colectivo en esta película de dualidades mixturadas. Su muy personal drama de desamorado engarza con el desesperanzado drama nacional que se divisa tras cada imagen, tras cada erial y paramo por donde atravesará un canal que será una cicatriz de agua en la faz reseca del país. José Renato es el encargado de diagnosticar el futuro trazado, sin mucho convencimiento de la real necesidad de la construcción. Sin mucho convencimiento de por qué él mismo.
7. Hierba (Raúl Perrone, 2015). Argentina

El «escandaloso» cuadro Desayuno sobre la hierba (Le Déjeuner sur l’Herbe, 1863), de Édouard Manet, sirve de detonante para una sicalíptica fábula sobre el desquicie del deseo, la represión de las voluptuosidad y la hipertrofia de las ganas. A la vez que los demonios ocultos tras la inocencia del cuento de «La caperucita roja» asoman en una historia sin lobos y con dos impúdicos cazadores violadores.
Silente, sustentada en las habilidades mímicas de los actores para caracterizar a los personajes y sus conflictos, sumergida en una marisma musical que pendula entre lo estridente y lo sarcástico, Hierba no busca el expansivo preciosismo visual de cintas como la polaca El molino y la cruz (Lech Majewski, 2011) —que igualmente convierte el cuadro La procesión al Calvario (1564), del holandés Pieter Brueghel, el Viejo, en espacio diegético— o la española Alatriste (Agustín Díaz Yanes, 2006) y sus apropiaciones de los cuadros de Diego Velázquez.
Perrone parece concentrarse en los subtextos que transcurren bajo la mínima escena pintada por Manet, en el rosario de provocaciones morales y pictóricas que se concentran en el ambiguo cuarteto pintado por el precursor del impresionismo, y en el propio sentido antinaturalista, de artificio, afectación satírica, pose paródica y desafío al canon visual de la época. Prolonga hasta el presente el discurso de la templanza hipócrita y las perversiones resultantes.
8. El niño y el mundo (Alê Abreu, 2017). Brasil

Esta obra ganadora del premio Cristal (galardón cimero de la animación a escala mundial) al mejor largometraje y el premio del público en el 38 Festival Internacional de Cine de Animación de Annecy, Francia, es una película sobre la inocencia naufragada y salvaguardada. Es un viaje desde la niñez y hacia la niñez, es la pérdida y la recuperación del tiempo. Es una vida cuyos extremos se tocan, se intercalan y se mixturan en una narrativa no lineal de la evocación y la remembranza, articulada a partir de lo que pudiera catalogarse como un «montaje de la emoción». Se desarrolla en un universo sensorial, donde dicta la impoluta capacidad de maravillarse, asustarse, y de hallar lo fantástico-monstruoso por doquier.
La estética general inspirada en los trazos infantiles hechos con crayones, tizas y lápices de colores, la ausencia de lenguaje articulado, salvo escasos galimatías emitidos por los personajes, la ininteligibilidad de todos los letreros y señales que aparecen en los diferentes escenarios, lo fantasioso, expandido y hasta extraterrestre y futurista de todos los espacios y personajes: todo esto tributa al recalibramiento de la perspectiva y los saberes de los espectadores potenciales.
La historia de marras se localiza diegéticamente en el mundo impresionista-expresionista e inmaculado del niño, para quien el cosmos inicia cuando comienza a percibirlo y taxonomizarlo a su manera.
9. La flor (Mariano Llinás, 2018). Argentina

Las catorce horas de duración de esta inusual cinta argentina, dirigida por uno de los más inusuales directores argentinos —seleccionado en 2011 por los premios Konex como uno de los cinco mejores de la década en esa nación— se ven compensada por un dinámico oficio narrativo que consigue un prodigioso empleo del tiempo cinematográfico, a fuerza de estructurar y enhebrar narrativas ágiles, que van desde el cine B sobrenatural (momias, brujas y sectas de inmortales) y de espías de la Guerra Fría y el melodrama hasta historias metatexuales (cine dentro del cine) y búsquedas visuales que discuten y discurren sobre la experiencia prístina de la recepción cinematográfica.
Seis historias, de las cuales cinco están protagonizadas por las actrices Pilar Gamboa, Elisa Carricajo, Laura Paredes y Valeria Correa (que conforman el colectivo teatral Piel de Lava), se enhebran en una verdadera fiesta de la imaginación, donde la parodia y la ironía son ejes fundamentales.
La flor resulta además un hervidero de soluciones de producción que no ocultan lo artesanal y módico de la puesta en escena, sino que ostentan alegremente el manejo efectivo de la exigüidad de recursos, asumida no como insuficiencia y defecto, sino como el principal catalizador de la creatividad. Mucho cine con poco presupuesto. Mientras menos pecunia, mejores películas. Una idea (seis en este caso) en la cabeza y una cámara en la mano.
10. La casa lobo (Joaquín Cociña y Cristóbal León, 2018). Chile

Merecedora en su año de los premios Caligari del Berlinale Forum, en Alemania, y Quirino de la Animación Iberoamericana, en Tenerife (España), La casa lobo delata una espacialidad que remite a los ajados ámbitos claustrofóbicos del checo Jan Švankmajer, pero con una ponzoña pesadillezca más cercana a los epigonales hermanos Quay. Con la particularidad de que la casa de marras deviene una entidad proteica tanto en los planos diegéticos como extradiegéticos, cual suerte de monstruosidad amalgamante omnipresente y matriz absoluta de donde todo emana, todo muta y donde todo se diluye.
Los realizadores resuelven gran parte de los planos y secuencias sin recurrir al consabido corte y a los movimientos físicos de la cámara, pero sin dejar de existir un montaje y una fotografía dinámicos, bien lejos del estatismo. Las paredes de la casa resultan espacio, pantalla o campo diegético dúctil, donde la animación de pinturas en stop motion permite el flujo de gran parte de las imágenes, escenarios, luces y objetos escena por escena, en primeros, medios y generales planos.
Las figuras tridimensionales que por momentos encarnan los personajes, cuando se les permite deslindarse brevemente de las paredes de esta casa de aviesa vitalidad, igualmente acusan una constante naturaleza transmutatoria, diluyéndose y reconfigurándose a cada minuto, muriendo y resucitando con cada gesto. En medio de estos procesos no se dubita en revelar las propias lógicas constructivas de las figuras, como si de mutilaciones rituales se tratara, a la vez que delatan sus voluntades cautivas de una voluntad superior que es este ignoto inmueble.