Un parlamentario opositor (Yves Montand) ha llegado a cierta ciudad donde los cofrades le esperan para escuchar su alegato pacifista. Todos los intentos por encontrar un local amplio que permita reunir a un vasto público ansioso de oír a su líder chocan con las trabas y pretextos de las autoridades. Las máximas instancias represivas están organizando una respuesta mercenaria que genere caos, logre intimidar a las fuerzas populares y consiga el aniquilamiento físico del diputado, es decir, su asesinato político. Consumado el hecho, un juez de instrucción (Jean-Louis Trintignant) tomará el mando para intentar descubrir la verdad, impugnar a los verdaderos culpables e imponer justicia. Aunque un joven fotorreportero (Jacques Perrin) contribuye a la investigación, la labor del magistrado será saboteada de principio a fin.
No sé si una película como Z se llevaría un premio en Cannes hoy, o si se hubiera alzado con el premio Óscar al mejor filme de habla no inglesa en los últimos quince o veinte años. Hay películas que se ponen viejas y se van quedando atrás. Hay algo demasiado ambivalente en su construcción dramática, como una doble clave de sentido. Costa-Gavras no es Chaplin, y Z no es La vida es bella. A ver si me explico. Esta coproducción franco-argelina de 1969, cuyo título se resume en la sexta letra del alfabeto griego, es un drama social con tintes de thriller político. Sin embargo, su estilo sarcástico y las cuotas de humor negro que mal disimula desembocan en la sátira y la parodia. Lo cual no parece, en principio, muy coherente con la denuncia de un crimen político que sacudió a la sociedad griega, empujándola hacia una dictadura aupada por policías y gendarmes.

Pero sucede que Costa-Gavras tiene el poder o el don de la representación verista. El suyo es un realismo apabullante y desbordado, frente al cual mi reacción es tan paradójica como el presupuesto ideoestético del filme. Casi me ahogo de la carcajada cuando aporrean al diputado. Vuelvo a perder el resuello riendo cuando golpean a otro diputado y cuando otro personaje (que ya sí no sé quién es) sale disparado de un motocarro, es apaleado y de pronto «resucita» y escapa corriendo por los callejones de la ciudad, como en la mejor comedia de Mack Sennett. Me desmollejo, amor, me desmollejo. Y no me molesta. Ni siquiera tengo nada que reprochar a Gavras. Sé de situaciones reales plenas de gravedad y circunspección en las que el humor surge de forma espontánea para aliviar y relajar tensiones.
En la secuencia final, con el desfile de generales acusados de asesinato, sometidos a interrogatorio frente a un impávido juez que los trata como los mequetrefes que son, no me negará Gavras que la intención es ridiculizarlos mediante la mofa. Como cuando el villano recibe el debido puntapié en el trasero. Todo muy cómico. De alguna manera, esas elecciones de acción y estilo minimizan la gravedad de los acontecimientos, menguan la solemnidad de su lectura y contravienen los protocolos del género.
Otros datos parecen el pueril antojo de un director que juega a ser creativo. Por ejemplo, cuando llega a la ciudad, al diputado le llama la atención una muchacha que arregla la peluca de un maniquí en una tienda. Aquí el señor tiene unas muy raras evocaciones medio eróticas en torno a ese cortísimo incidente, que luego no tendrá ninguna repercusión en la trama.
La novela homónima de Vasillis Vasilicós relata el atentado fatal contra Grigoris Lambrakis en Salónica en 1963. Llevada al cine con guion del propio Gavras y de Jorge Semprún, se evita la alusión directa al caso y se filma en las calles de Argel y en el teatro de los Campos Elíseos de París. El compositor y político Mikis Theodorakis, a la fecha encarcelado por su oposición al régimen de los coroneles imperante en Grecia, sugirió a Costa-Gavras y al músico Bernard Gérard elegir para la banda sonora las piezas musicales de su producción que estimaran convenientes.

Irene Papas, una popular actriz griega que se hizo famosa encarnando heroínas en filmes como Electra, Antígona, Ifigenia y Las troyanas, así como Medea, Clitemnestra y Penélope, entre otras, en Z interpreta a Helena, la esposa del opositor. Dicen que la Helena de la vida real demandó al editor del libro y al productor de la película alegando que se había distorsionado la vida privada de su esposo. Lo cierto es que tanto Yves Montand como Irene Papas tienen una intervención bastante corta y circunstancial en el filme. Mientras él asume el personaje con una inflexibilidad burguesa y una falta total de carisma, ella aparece con un pelucón puesto aprisa y con desgano, ademanes de viuda cariacontecida que duda entre aferrarse a las cortinas del hospital donde agoniza su marido o repetir un fallido sollozo que justifique su patética presencia en pantalla. Esto seguramente fue lo que incomodó a la verdadera Helena.
Es innegable que al describir un caso típico de dictadura militar solapada y fascista, Gavras ha descrito el modelo de régimen totalitario con todos sus vicios, trampas y desmanes. No solo expuso la inmoralidad del aparato represivo, y a los testaferros que comandan la élite gobernante, sino que representó la anatomía completa y compleja del desmembramiento social en un ambiente corrupto. Así también, el analfabetismo ideológico del lumpen proletario que se presta a secundar la represión por gozar de unas mínimas prebendas. Y frente a ellos, el reclamo de la ciudadanía por hacer escuchar sus demandas de paz, de garantías constitucionales y de libertad de expresión, coartadas por los intereses de una oligarquía minoritaria y deshonesta.
Ese espejo de muchos desgobiernos del mundo hizo que en su momento, y aun en nuestros días, Z sea considerada una denuncia actualizada de lo que ocurre en no pocas naciones. En la España de Franco y en las tiranías latinoamericanas, por ejemplo. No importa cuántos partidos políticos haya en un país, mucha gente siente que su libertad ha sido secuestrada y que no puede ejercer verdaderamente sus derechos constitucionales, ni aquellos que promulga la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Síndrome o realidad, hay mucho imaginario vertido e insatisfecho en un argumento como el que propone Z, con el combustible suplementario de estar inspirada en hechos reales.

Aunque esta fue la película con la que se ganó el cartel de cineasta comprometido que hace cine-denuncia, Gavras está más enfocado en la confrontación física que en el debate ideológico. Las antípodas sociales se enfrentan, y uno ha de presumir que se trata de nacionalistas reaccionarios contra el ala progresista, ultraderecha contra comunistas, socialistas, izquierdistas. Todo reducido a la simple polaridad de malos contra buenos, donde los malos instigan y promueven la violencia, mientras los buenos claman por la paz y se defienden como pueden.
No dudo del impacto que la película debió tener en su momento, ni de la legitimidad de su propósito cívico. Mas, siento que la movilización de la conciencia pública, así como la lucha por la verdad y la justicia, pasan hoy por una sensibilidad un tanto harta de maniqueísmos, posturas dicotómicas y excluyentes, y coreografías de golpes y porrazos. El escenario actual, caracterizado por intereses que ya no se limitan a ser solo de clases, sino donde se transversalizan otras demandas y posturas más inclusivas y diversas, exige sobre todo la indagación sutil, profunda y sosegada. Un mirar menos epidérmico y fanfarrón, y más introspectivo. Un cuestionamiento sin taxonomías, y un salomónico debate sobre lo que cada cual espera y aspira en este mundo complejo, envenenado de ignorancia, egoísmo y ambición, donde todavía nos cuesta ver que somos una sola especie, la humana, y que tenemos un solo hogar, el planeta Tierra.
Premio del jurado en Cannes 1969 y ganadora del Óscar a la mejor película de habla no inglesa en 1970, Z responde a una antigua palabra griega que significa «vive» o «está vivo», escrita en las calles como protesta por la muerte de Grigoris Lambrakis.