A quien intente escribir su biografía, no le va a resultar nada fácil sintetizar la vastísima obra del compositor e intérprete Rembert Egües Cantero. En La Habana, donde nació el 4 de febrero de 1949, recibió los primeros conocimientos musicales de su abuelo, quien seguía la tradición familiar. Sus estudios en el Conservatorio Amadeo Roldán preceden a su labor como vibrafonista y flautista, en 1964, cuando concibe sus primeras piezas para teatro y cine.
Pero 1970 señala un antes y un después en su trayectoria, pues se encontró simultáneamente al frente de la dirección de espectáculos musicales en el Teatro Amadeo Roldán, de un programa de música en la televisión cubana y de la orquesta del Ballet Nacional de Cuba, con la que se presenta en el Metropolitan Opera House de Nueva York y el Kennedy Center de Washington. Fue nombrado en 1986 al frente de la Ópera Nacional de Cuba y tres años más tarde se desempeñó como director musical en los espectáculos del célebre cabaret Tropicana. Tras fijar su residencia en Francia en la década de los noventa, realiza programas televisivos sin cesar de componer.
Y es que la composición musical apasiona a este hombre que reúne en su catálogo personal obras para el ballet —es decisiva su contribución al afamado Muñecos, de Alberto Méndez—, la música popular, el repertorio coral y la comedia musical. Pero como descuella su contribución a las bandas sonoras del cine cubano, nos detenemos en esta entrevista en su creación con destino a la pantalla grande, a la que ha aportado temas memorables, entre estos la canción «Porque me da la gana», de Patakín (¡quiere decir fábula!), o la melodía de la trompetica de Pepito en ¡Vampiros en La Habana!
¿Cómo comenzó la colaboración con Manuel Octavio Gómez?
Comenzó en 1981 a partir de la película Patakín… Él había contactado a varios compositores y la respuesta que recibió fue que no se sentían capaces de abordar el género de la comedia musical. Y yo era un joven muy osado. Tanto, que creo que he sido el único músico que sin ser baterista, o sea, un drumman, tocó un ballet de 35 minutos en el Metropolitan Opera House, que fue Pulsaciones de un italiano, a batería solo, en el medio del escenario. A mí me piden algo de eso hoy y ni loco lo hago. Pero, bueno, cuando uno es joven es muy osado.
El género de la comedia musical me ha gustado siempre. Desde que era niño veía muchas películas y, entre estas, comedias musicales y otras basadas en las vidas de grandes músicos. Por ejemplo, me acuerdo de películas como las dedicadas a las vidas de Glenn Miller o de Benny Goodman, que me gustaban mucho. Entonces, realmente, cuando Manuel Octavio me comenta: «Mira, he acudido a ti porque alguien me dijo que lo puedes hacer», respondí: «Sí, efectivamente». Ahí empezamos la colaboración. Él me iba diciendo temas que necesitaba, por ejemplo: «Hace falta una canción aquí, esto, lo otro, un baile…». Iba mucho por mi casa, hablábamos mucho y no solamente nació una colaboración, sino una amistad, no solo con él, sino con varios artistas que participaron con nosotros en Patakín…, como Litico Rodríguez, de Asseneh Rodríguez y Alina Sánchez, bueno, con todos. Conservo un recuerdo muy bonito de esa etapa.
Por cierto, hay una anécdota que recuerdo. En medio de la producción de la película —que comenzó con algunos contratiempos, porque el coreógrafo que se contrató no había regresado de una gira—, yo estaba trabajando en la música y viajo a Estados Unidos para participar en un festival con Argelia Fragoso. Y de ahí, voy para Nueva York, donde vivía entonces mi mamá. Mi deseo era pasarme un tiempito con ella, o sea, pasarme las Navidades, porque fue en diciembre y hacía años que no pasaba la Navidad con ella. En eso me empezó a llamar la gente de aquí. Todos los días llegaba a casa de mi mamá y ella me decía: «Te llamaron de Cuba». La última llamada la recibí de Pastor Vega, que me dijo: «Es necesario que vengas urgente para acá, porque la película está atrasada…».
Al otro día me presento en una agencia de viajes para comprar un pasaje vía México, que era como había ido y como pensaba regresar. Y me dicen: «Si no tienes una carta de autorización no te podemos vender el pasaje». En esa fecha, Raulito Roa estaba en las Naciones Unidas. No en la misión, que entonces estaba en Washington, sino allí en Nueva York. Hacía poco tiempo que habían asesinado a un cubano, trabajador de ahí, y existían algunas medidas. No pude ver a Raulito —lo conocía de mucho antes, de la Unión Soviética—, pero sí le dejé un recado en el teléfono en el cual le decía: «Mira, el problema es que quiero regresar y no me dejan, porque llamé a alguien que trabajaba en Naciones Unidas y me dijo: “Nosotros no estamos aquí para escribir carticas”». No me quedaba más recurso que llamarlo. Le dejo el recado, y, bueno, recibí respuesta. No sé si tuve que ir a buscar la carta o me la enviaron. El caso es que así pude regresar a Cuba.
Llegué —nunca se me olvidará— un día de Santa Bárbara, 4 de diciembre. Recuerdo que Manuel Octavio me había hablado de traer las telas de brillo que necesitaba para el vestuario en las escenas de Asenneh Rodríguez y todo eso. Y cuando en mi equipaje traje las telas para la película, me las decomisaron en el aeropuerto. ¡Y esa fue la entrada mía! Por cierto, no existía tal urgencia con mi regreso: era sencillamente el pánico que entró en el ICAIC por si yo me quedaba afuera. Y logramos terminar Patakín…
Siempre le aclaré a Manuel Octavio mi visión musical de la película, es decir, quería hacer una música cubana un poco más suave. Porque siempre he sido un admirador de la música de Brasil, por su sensualidad. Me encanta nuestra música, por cierto, pero veo que a veces es un poco dura y yo la quería componer con cuerdas, con melodías suaves. Él me dijo: «Tienes toda la libertad». Digo esto, porque después algunos críticos me incineraron. Por suerte, publicaron en España una crítica muy buena, que reivindicó la música que yo había compuesto. Patakín… tuvo mala suerte, quizás porque vivíamos otros tiempos.
¿Puedes hablar del proceso creativo de las canciones, de los temas? ¿Tú las orquestaste?
Sí. Cuando hago música, lo hago todo; o sea, el arreglista es quien realiza arreglos de algo, de una canción de otro compositor. También, por ejemplo, de una orquestación, o de una obra de otro autor. El orquestador de Gershwin hizo Raphsody in Blue, pero ya después estudió orquestación y en Concierto en Fa, ya él mismo realiza su orquestación. Ese es el caso mío. Yo hago arreglos, pero no me considero un arreglista. Soy un compositor y como tal estudié la orquestación y orquesto mis temas.
Yo iba trabajando de acuerdo al guion y Manuel Octavio iba revisando. Yo le proponía temas y él decía: «Me gusta ese, ese no…». Igual, me dio mucha libertad con los textos, que, dicho sea de paso, casi todos son míos; las letras de las canciones son mías. Eso dice de la forma en que nos compenetramos, mucho, porque tuvimos una visión del arte muy cercana. E incluso con Idalia Anreus, que era su esposa, y nos visitábamos. Por ejemplo, cuando le dieron la Distinción por la Cultura Nacional, a quien invitó fue a ella y a mí. Establecimos una relación que quedó más allá de la película. Por eso trabajamos después en El señor presidente.
¿Qué recuerdas del montaje de las canciones y la grabación antes de la filmación?
Por ejemplo, la gran actriz Hilda Oates estaba renuente a cantar. Ella decía que no podía. Yo le insistía: «Tú puedes, tú puedes, tú puedes». Compuse para su personaje una canción que considero muy bonita, muy tierna, y la interpretó muy bien. Y así ocurrió también con otros, como Carlos Moctezuma, pero no con Litico Rodríguez, que surgió del Teatro Musical y venía de una tradición. Y Asseneh, en el papel de Ruperta la Caimana. Ese número le quedó genial.
Siempre pensé, las cosas de la vida, realizar un espectáculo en Cuba con mi música. Un espectáculo variado, por ejemplo, que incluyera un fragmento del ballet Muñecos, que hice con Alberto Méndez, una canción de una película, etcétera, y siempre pensé en Ruperta con Asseneh. Recuerdo las grabaciones con la orquesta bajo la dirección de Manuel Duchesne Cuzán, las sesiones de grabaciones con Litico, con Moctezuma. Fue un trabajo duro, bastante fuerte, pero creo que lo logramos.
¿En qué forma memorizas la película, al cabo del tiempo… o cuando la viste terminada?
La vi terminada en esa época. Y la volví a ver quizá a los veinte años o algo así. Y realmente es muy agradable. Aunque existen cosas lógicas, la técnica no era como hoy día. Uno siente el envejecimiento de la grabación, de la técnica de grabación, porque los medios son más sofisticados ahora. Como también existe una diferencia entre ¡Vampiros en La Habana! y Más vampiros en La Habana, en cuanto a sonoridad.
Patakín… me hace recordar una época de trabajo muy linda. El otro día estaba conversando con Arturo Santana, el director de Bailando con Margot —mi más reciente trabajo para el cine—, y le decía: «No sé si a ti te pasa lo que a mí». Creo que eso le ocurre a todo el mundo. Uno está trabajando, haciendo algo y cuando le gusta, se excita, uno vive. Después, lo termina y el día que termina, uno está contento: «¡Ya terminé!», y lo escuchas. Pero después, a los dos o tres días, hay algo que le cae a uno, que es como cuando uno está leyendo un libro que le fascina, y aprovecha cada instante libre para leerlo y no deja una hoja, pero al terminarlo, sentimos algo así como un vacío. Entonces, esa película me recuerda la euforia de cuando la realizamos. No recuerdo bien en qué circunstancias la vi terminada. Sin embargo, sí recuerdo lo que sentí cuando la hacíamos.
¿Ese vínculo fraterno que estableciste con Manuel Octavio Gómez condujo a que te invitara para componer la música de El señor presidente?
Así mismo. Él me invitó. Me dijo: «Mira, tengo una película que quiero hacer, El señor presidente. Necesito empezar con una marcha». Tuve la ventaja también de que como fui compositor en la banda del Estado Mayor General de las Fuerzas Armadas tenía hábito de escribir fanfarrias, como le llaman en otros lugares también. Y le dije: «¡Vamos a trabajar!». No olvido el trabajo para esa película. Fue muy cómico, porque tenía que componer la música de un burgués francés. Y da la coincidencia de que la compuse en París. Estaba de viaje con el Ballet Nacional de Cuba y todo el tema se me ocurrió allá.
Teniendo en cuenta que la historia se desarrolla en un país imaginario de América Latina, ¿tuviste que investigar sonoridades musicales del continente?
Sí, un poco. En esa época, en los años setenta, tambiéncomienza aquí el acercamiento de la cultura cubana a las culturas latinoamericanas. Yo empecé ese acercamiento, quizás, tempranamente, como en el 72, pues entonces no había ni surgido el grupo Manguaré, que años después se dedicó a la música cubana, pero que en esa época solamente interpretaba música de los Andes, peruana, chilena, etcétera.
Y me encomendaron un programa de televisión para hablar sobre la música andina. Incluso, me dieron una quena y un charango. Creo que el charango me lo prestó Silvio Rodríguez o me lo regaló. Pero quien me enseñó a tocar un poco la quena fue Víctor Jara. Porque él hizo un viaje a Cuba, y a quien ponen para atenderlo por la dirección de Música del Consejo Nacional de Cultura, como se llamaba en ese tiempo, fue a mí. Yo cargaba con Víctor para arriba y para abajo, y él me explicó lo de la quena. Con un grupo de amigos, todos muy jovencitos, estuvimos como un mes practicando los instrumentos y ahí montamos varios temas, entre estos «El cóndor pasa». Ese programa fue dedicado a la música latinoamericana.
Y ahí utilizaste todo ese caudal en El señor presidente.
No es precisamente que lo utilicé, sino que ya tenía el concepto de lo que era esa música, porque claro, tuve que meterme en ese mundo y eso me sirvió mucho para la película, porque tuve que realizar cosas con la atmósfera de un país imaginario, que hubiera podido ser Colombia, Perú, cualquiera de nuestro continente.
¿Cómo te uniste a Juan Padrón en el proyecto del clásico ¡Vampiros en La Habana!?
Juan Padrón me localizó y me propuso trabajar con él en ese largometraje de animación. Me dio el guion y me morí de la risa leyéndolo. Gocé muchísimo con el guion. La década de los ochenta fue la más productiva que tuve, como estaba en tantas cosas, pues la gente me llamaba más. Padrón me contactó, y me interesó mucho el proyecto. Yo, que he vivido algunos años ya, recuerdo que en esa época la técnica de la composición era diferente. En esos tiempos solo era un piano, papel y lápiz. Ahora tengo un programa en la computadora, donde pongo la película y voy trabajando, viendo las escenas y abajo le pongo la música. Las técnicas cambian, pero, de todas maneras, el resultado es lo que importa y estoy satisfecho con haber podido componer de ambas formas. ¡Vampiros en La Habana! ha devenido un clásico dentro de la cinematografía, yo diría más que cubana. Porque todavía hoy, los jóvenes imitan la forma de hablar de Pepito o el tío.
Padrón me contó que al escuchar la música por primera vez sintió que faltaba la trompeta.
Imagínate tú… se acuerda de cosas que ni recuerdo. Bueno, yo trabajé esa música, con Arturo Sandoval, que era mi trompetista. Tuve el gran honor y la ventaja de trabajar siempre con los mejores músicos. Por ejemplo, en Bachiana, que la compuse cuando tenía quince años con la cantante Luisa María Güell, el que toca el piano es Chucho Valdés. Y he trabajado también con Jorgito Reyes; o sea, con los antiguos, creo que en ¡Vampiros…! Jorge Reyes toca el contrabajo. Y así sucesivamente. Yo trabajaba con el Guajiro Mirabal, con Varona, el trompeta, con los mejores músicos que existían en Cuba, que eran, además, los que grababan en la EGREM. Por ejemplo, escribo un tema y le pongo una trompeta plástica, con un programa, pero digo: «Deja que la oigas cuando tenga el trompetista de verdad». He trabajado con Alexander Abreu. Antes, la maqueta no era con él y a la gente le gustaba la música con la maqueta, pero yo les decía: «Cuando ustedes la oigan de verdad, con los instrumentos, se realza…», y eso sucedió con Arturo Sandoval.
Durante mucho tiempo le insistieron a Juan Padrón para que realizara una secuela de ¡Vampiros en La Habana! ¿Cómo fue tu integración a Más vampiros en La Habana?
Ocurrió diez años más tarde, o quince. Yo estaba trabajando en París y me llegan «ecos» de que Padrón estaba realizando la segunda parte de ¡Vampiros…! Y pensé para mis adentros: lo lógico es que sea yo el compositor. En Francia hay un dicho que dice: «No cambiamos al equipo que gana». En deporte, si tienes un equipo ganador, no lo cambies, déjalo ahí hasta que pierda. Con la primera parte de ¡Vampiros en La Habana! ganamos y todo el mundo estuvo muy satisfecho con la música.
Trato de comunicarme con Cuba, o no sé si realizo un viaje, y me dice Juan: «Imagínate, todo el mundo me había dicho que tú no estabas aquí, que contactar contigo era muy difícil», lo que siempre se dice. Y le dije: «No, no, no, ningún difícil, nada, mira, dame el guion y yo lo hago en París, en mi estudio». Y allí compuse la música. Por cierto, me divertí también muchísimo con el guion de la segunda parte. Me acuerdo de que vi la película en su casa, con mi mamá, mi esposa, y no sé si mi hijo estaba ahí en la sala. Cuando envié la música para que la incorporaran, todavía no existían estas técnicas de computación que mencioné. Para entonces yo calculaba el tiempo de cada tema en función de la secuencia. Y Juan me dijo: «Es increíble cómo las músicas que compusiste fueron exactas al tiempo que habíamos planificado». ¡Y eso que era un poco al azar! A mí me pedían, más o menos, cinco segundos de música, y yo tenía que calcular.
Tuve la oportunidad —no pude contar con Arturo Sandoval en esa época, por razones obvias—de encontrar a un trompetista francés de origen polaco, que se llama Philip Slominski, y es un aficionado a la música cubana. Es fabuloso y habíamos trabajado juntos cuando fui director musical de un cantante francés muy famoso. Entonces le hablé y me hizo las grabaciones. Es un individuo a quien le decías: «A ver, toca como Chapottín… y lo hacía». Vaya, increíble.
¿Nunca te propusieron componer música para un documental, teniendo en cuanta lo mucho que produjo el ICAIC?
Sí, hice música para el documental En la otra isla, de Sara Gómez, cuando yo tenía catorce años o algo así, y quien canta la canción tema es Omara Portuondo. Esa fue mi primera proposición para cine, como mi primera proposición para danza fue para Gerardo Lastra, con una obra que se llamó El gemelo, y compuse para varias comedias musicales dirigidas por Nelson Dorr.
¿Qué significa para ti al cabo de tantos años alejado de la composición la experiencia de Bailando con Margot?
En realidad, no he estado tan alejado de la composición para cine, porque en Francia he realizado varias colaboraciones. Pero sí ha sido un reencuentro. Un buen reencuentro con el ICAIC y también con algunos de sus veteranos profesionales, por ejemplo, con Santiago Llapur, que hace tantos años fue el productor de Patakín… Encontrármelo ahora como productor de Bailando con Margot es maravilloso. Porque el arte en sí no solamente es la obra, sino un pretexto, sobre todo cuando se trabaja este tipo de arte en conjunto, de poder reencontrarse con amigos.
¿Te resultó cómoda esta recreación de la atmósfera del cine negro con toques de musical?
Ah, sí, sí. Porque soy un aficionado a la música del cine. Tan es así, que tengo una serie de temas que compuse para cine virtual; o sea, no tenía la película, pero concebí la música.
Quiero añadir algo, a propósito de que hablamos de la comedia musical. Es la necesidad —no sé si se están tomando medidas— de rescatar, hacer nuevamente el teatro musical cubano. Vivo cerca de lo que era la sede del Teatro Musical de La Habana, en la esquina de las calles Consulado y Virtudes, y cada vez que paso por ahí, se me caen diez lágrimas. Nuestro país tiene todas las condiciones para el teatro musical, porque tenemos la música, la danza y el humor del cubano. Eso sin hablar de buenos cantantes, compositores, arreglistas… Lo que sí hace falta, que es lo que propicia un teatro musical, es la Escuela del Teatro Musical, porque a veces vemos a los actores de Hollywood, nos parecen fabulosos, y no sabemos que muchos de ellos han pasado por los teatricos de Broadway, actuando en puestas en escena en las cuales les exigen que bailen, que canten, que actúen. Eso da una formación. Y como género, creo que estamos en el deber de rescatar el teatro musical cubano. Yo me prestaría a aportar, fíjate, gratuitamente, lo que sea necesario, si me llaman, y en lo que pueda ayudar al rescate del teatro musical, porque considero que es un deber nuestro.