«Érase una vez en Roma» se llamaría la película. El gran dilema sería escoger al director. Luego de una gran disputa, Sergio Leone terminaría infartado, Pier Paolo Pasolini desaparecería, Bernardo Bertolucci se retiraría por temor a la poca reacción de los jóvenes, Roland Joffé reclamaría falta de acción en el guion y Tarantino se arrepentiría:
—¡Este no puede ser mi último filme!
Entonces el director sería Giuseppe Tornatore.
Sería su última obra maestra. Trocaría la fórmula de su primera. Ahora el niño de la posguerra es un apasionado por la música, no por el cine. Ese niño pequeño que le dio sonido a su melodrama siciliano sería el protagonista del cuento de Roma. Un señor gordo, viejo, de bigote, lo iniciaría en los sueños del oído. Le enseñaría el universo de las escalas, de la trompeta, de la música, y el niño se olvidaría de todo lo demás: una obsesión bellísimamente enferma. También habría muchacha a la que abandonar por ir a la escuela de música, en Santa Ana; pero el viejo de bigote sabía que valía la pena: un niño que compone a los seis años tiene que estudiar para ser director de orquesta.
Como al pequeño de su ópera prima, Tornatore lo querría travieso, inquieto. Y ya de muchacho condimentaría los spaghetti westerns. Nunca supieron mejor, digo, nunca se oyeron mejor. Por primera vez interrumpiría el dialogo actoral con los sonidos de su oficio: una transgresión que por sencilla sería sencillamente trascendente. Ni por un puñado de dólares saldría el joven músico de Roma. Ni siquiera para elegir al bueno, el malo y el feo en los monasterios de Burgos o en el Cortijo del Fraile de Almería.
Sería un muchacho pegado a la mesa de su escritorio. Los planos de este filme son el muchacho en su mesa escribiendo. Esa perpetua monotonía para la vista del espectador que luego, solo luego, se convertiría en un gusto para su paladar auditivo. No necesitaría de pianos para componer este muchacho, solo la mesa y la pluma: hay una orgía de instrumentos en su cabeza, traducida en el más sonoro y táctil de los orgasmos. Esos que nos harán vivir los días de la tierra como si fueran Días del cielo.
Giuseppe entonces ordenaría un close up que se posa en el mueble de cedro junto a su escritorio. Una pequeña figura ovoide con diez orificios de un color azul turquesa brillante es el centro de la escena: parece un adorno exótico, pero es la ocarina, el instrumento que le dio forma a la historia del Novecento de Italia, tan sordo a la vista y tan vistoso al oído.
Así, mientras se desarrolla la Misión más sangrienta y austera, el italiano madura al ritmo del oboe en un tintineo melódico del baile de las gotas de lluvia. Este hombre seguiría en su escritorio, ahora con unos espejuelos de lente cuadrado y el pelo de canas chispeantes, con un espectro de maestro inmóvil. El maestro de la partitura visual que la pura formalidad convierte en arena. Por la mente de este hombre que se hace viejo entre escalas atemperadas vienen Eliot Ness, Bugsy, Malena…
Pero es esta una película sobre una Roma desolada, vacía, serena, donde no hay gansters, ni cowboys, ni fascismo, ni estrellas. Una película donde la banda sonora debería ser la acción plena y total, pero no se escucha, solo se ve, se toca, se imagina cuando aparece el protagonista que ya usa bastón y que lo saludan en inglés, pero siempre responde en italiano. Con tanta melodía en su cabeza, el idioma anglosajón no cabe.

Este señor, que, por cierto, se llama Ennio, se decide a salir de su casa por fin. De su Roma de siempre. De su Olímpico y su olimpo. Para ir a Sicilia (se nota la mano de Tornatore en el guion y la dirección) a visitar un Cinema tan viejo como él, acompañado por un cineasta en su cincuentena, calvo, de espejuelos redondos. Aunque agotado por el viaje, el romano no quiere interrupción para llegar a su destino.
Luego de transitar por la desolación de varias callejuelas, verían el cartel lumínico: han llegado al Viejo Nouvo Cinema Paradiso. A Ennio, que nunca había estado en ese lugar, le salen unas lágrimas que parecen lloradas por violines. Lo ha visto muchas veces desde la mesa de su escritorio, lo ha escuchado con el oído que solo tienen los directores de orquesta, pero nunca lo había palpado.
La alfombra de la entrada es de un rojo degradado hasta el cansancio. Cansancio también se ve en las butacas del cine despoblado. Todo el cine para Ennio, solo para él. Si se vuelve y eleva la vista, sus lentes darían al lente del roído proyector. Proyecto de fósil con innúmeros rollos de óxido y el pedazo de manivela salvado de los giros del incendio. Pero el protagonista solo tiene La desconocida sensación de que el ambiente lo acalora, el aparente vacío le devuelve la alegría rara de olvidar las cosas queridas. Sabe que es el final de algo. «Ricordare, ricordare» suena en su cabeza: porque todo vuelve, incluso si Ennio no se da cuenta. Está zambullido en el cinema. Su amigo se desvaneció de su lado. De tanta emoción, no lo percibe, lo único que perciben son un atril y una batuta debajo de la gran pantalla. A cada paso lento y eufórico que da, lo acompañan los cómplices de su larga vida: la reverberación, el eco, y Ennio responde silbando hasta que alcanza el atril y levanta la batuta. Silencio. Morricone se vuelve a las butacas y todas están llenas. Reaparece su amigo Giuseppe en primera fila. Todos esperan el movimiento del brazo derecho del maestro. Lo levanta. Vuelve el eco, la reverberación, la ocarina. Morricone silba y de la pantalla comienzan a verse las composiciones de Amapola, Canción de amor, María, El disco roto. Y de la pantalla comienzan a verse los sonidos de Ennio Morricone. La música del cine, de su vida, de nuestra vida. Ennio mira la música: Morricone toca el cine, dicen los créditos.