El filme español Mientras dure la guerra (2019), el más reciente del director Alejandro Amenábar (Los otros, Tesis, Mar adentro), acaba de recibir el premio Fotogramas de Plata otorgado por los lectores de la publicación (el de los críticos lo obtuvo Dolor y gloria, de Pedro Almodóvar).
Su argumento trata sobre los últimos meses de vida del insigne escritor y filósofo español Miguel de Unamuno (1864-1936), que transcurrieron en un clima político y social especialmente turbulento con el estallido de la guerra civil española, acontecimiento que en la segunda mitad de 1936, y hasta 1939, se convirtió en el episodio bélico más sangriento desde la Primera Guerra Mundial, y ensayo anticipatorio de lo que sería la segunda.
Como toda película histórica, Mientras dure la guerra no ha estado exenta de controversias, señalamientos de errores y críticas sesgadas, a pesar de la voluntad de Amenábar de ser lo más objetivo posible en el enfoque del tema y no violentar ideológicamente las expectativas de izquierdas y derechas, o para decirlo con los célebres neologismos del propio Unamuno, los «hunos» y los «hotros». Hay que reconocerlo, una opción de valor, compromiso y riesgo en un mundo donde el cine de evasión, intimista o minimalista tan de moda, convierte en rara avis una película de este tipo.
Más allá de exactitudes o inexactitudes, lo más importante y trascendente que aporta el filme es su inserción en el debate sobre la tan discutida relación entre el intelectual o el artista con la política y el poder, núcleo temático de otras significativas obras que en la historia del cine han ilustrado las intimidades, complejidades, maridajes, desavenencias y contubernios entre esos tres vértices de un siempre problemático triángulo.
Unas veces estos conflictos atañen a los personajes protagónicos de las películas, pero otras a los propios realizadores. Notorio el caso del cineasta ruso Serguéi M. Eisenstein, «el genio del cine amado —primero— y odiado —después— por Stalin», quien transitó desde la cumbre del reconocimiento oficial con El acorazado Potemkin (1925), hasta el abismo del ostracismo con Iván el Terrible (1944).
También el ejemplo de la cineasta alemana Leni Riefenstahl, la «musa» de Hitler, que, si bien negó hasta el último minuto de su vida a los 101 años que hubiera sido su amante, le entregó al Fürher el más amoroso de los regalos con su documental El triunfo de la voluntad (1935), una obra maestra del cine propagandístico.
En cuanto a los personajes, ahí está el protagonista del filme húngaro Mephisto (1981), de István Szabó, un actor teatral cuya vanidad y oportunismo lo lleva a codearse en la Alemania del ascenso del nazismo con la cúpula del poder fascista —sí, los mismos que hicieron suya la presunta frase terrorista de Hermann Goering, «Cuando oigo hablar de cultura, echo mano a mi pistola»—, solo para terminar desterrado del círculo íntimo de sus mecenas cuando deja de servir a sus intereses.
O el memorable Mozart de Amadeus (1984), del checo Milos Forman, quien no solo ve al genial músico como un portentoso artista, sino como eje de enconadas intrigas palaciegas en la corte del emperador José II, con detalles tan sutiles como que un ligero bostezo del monarca en medio de una de las interpretaciones de Mozart representa para Salieri todo un cambio de la correlación de fuerzas en las preferencias reales.
Tanto Szabó como Forman, procedentes de países de Europa del Este, sabían muy bien de lo que estaban hablando por sus propias experiencias en los intríngulis de esos «amores difíciles» entre arte, política y poder.
Quizá la palabra que mejor defina el carácter de esa ecuación tripartita sea la que utiliza el crítico Reynaldo Lastre en su artículo sobre Mientras dure la guerra publicado en el número 180 de Cartelera de Cine y Video: laberinto. Efectivamente, Amenábar retrata a un intelectual tratando de orientarse en un laberinto de dudas y certezas, de miedos y angustias, de compromisos y rechazos, de lucidez y confusión, en fin, un Miguel de Unamuno (que transmite plenamente su perplejidad en la matizada caracterización de Karra Elejalde) colocado en el vórtice de un huracán que lo obliga a redefiniciones drásticas con las que se despedirá de la vida en la recta final de su paso a la posteridad.
Por fortuna para las letras hispanoamericanas, Amenábar y los historiadores coinciden en que el canto de cisne del escritor y filósofo en el plano intelectual y político lo enalteció como hombre de letras y de convicciones. De ahí que su enfrentamiento verbal con el prominente militar franquista y fundador de la Legión Española, José Millán-Astray, cuya representación en la pantalla los más exigentes investigadores señalan como una de las licencias poéticas del filme, sea para el realizador piedra angular de su película, en tanto representa la definitiva emancipación del intelectual de tutelajes oficialistas que buscan legitimizar su poder autocrático y represor amparándose en la aureola de celebridades de la cultura.
En esa secuencia capital del filme, que recrea lo acontecido en el paraninfo de la Universidad de Salamanca el 12 de octubre de 1936, el Día de la Raza tan simbólico para Franco y sus seguidores, Miguel de Unamuno hizo honor al origen contestatario de la palabra «intelectual», que según los historiadores comenzó a ser usada en Francia a finales del siglo XIX, a propósito del caso Dreyfus, para calificar a las personalidades del arte, las ciencias y la cultura que se alinearon con el escritor Émile Zola en la denuncia del complot antisemita que dividió a la opinión pública en ese país. Amenábar le concede a su personaje el valor adicional de hacerlo frente al más furibundo de los legionarios franquistas: si Goering le dedicó una sola amenaza a la intelligentsia, Millán-Astray profirió un repertorio: «¡Viva la muerte!», «¡Muera la intelectualidad traidora!», «¡Muera la inteligencia!».
Volver a la guerra civil no es tarea fácil para ningún cineasta español. Acometerlo a partir de protagonistas de tal relieve de ese acontecimiento y momento históricos, transformando lo anecdótico y local en conceptual y universal, la hace todavía más difícil. Alejandro Amenábar aceptó el reto, y su integridad pretende emular la de su personaje protagónico en la reconstrucción de la más profunda laceración que desangró a España en toda su historia, una herida que Unamuno sufrió en carne propia, y que para Amenábar permanece abierta en la memoria.