Cuando le propuse hacer un personaje para mi segunda película se sorprendió con una expresión esperada: «qué bueno, porque los directores ya no me llaman». ¿Y por qué no la llamarán? ¿Se le olvidan los textos? ¿Es conflictiva? Para estas y otras preguntas, que no fueron hechas, debía encontrar respuestas a fin de saber si estaba seleccionando la mejor opción entre otras actrices; necesitaba una que fuera de avanzada edad.
A lo largo de nuestro primer encuentro, en el que traté de enamorar a la actriz, como suelo hacer siempre con los intérpretes, le expliqué que se trataba de una película musical. Que no cantaría, sino que la voz la pondría otra persona y ella doblaría, lo que, obviamente, implicaba estudio, pues el espectador debía ver el esfuerzo de su aparato vocal, tal y como si fuese ella la que cantara.
Otras actrices de su edad, de igual reputación artística y en el ocaso de sus carreras, probablemente no se arriesgarían. Con ella fue todo lo contrario, le pareció un excelente reto en su largo currículo.

No obstante, y aunque me dio seguridad su decisión de hacer el personaje, yo tenía otras dudas que no debían ser obstáculo para exponerle con sinceridad el tono actoral que quería: la contención, tan estéticamente lejos de una época en la que ella se formó, en la que actores y directores entendían que la «naturalidad» debía ser «grande», sentenciosas las interrogaciones y encadenadas las frases, casi siempre rematadas por el engolamiento de la voz, dejando ver más costura que verdad.
En una época de rupturas, ¿es posible que hayan sido las elecciones ideológicas una de las causas de por qué la mayoría de los actores —sobre todo las actrices— que llenaron los años cuarenta y cincuenta, tanto en el cine como en la televisión, apenas se encuentren en las películas cubanas producidas por el ICAIC a partir de su creación en 1959?
Una personalidad como Rosita Fornés, que filmó en México y en Cuba, es llamada por primera vez en 1983 para Se permuta, de Juan Carlos Tabío. ¿A partir de esta reaparición habrá habido algún tipo de desprejuicio en que Sergio Giral la solicitara para Plácido (1986), Orlando Rojas para Papeles secundarios (1989), Daniel Díaz Torres para Quiéreme y veras (1994) y el propio Orlando repitiera con ella en Las noches del Constantinopla (2001)?
Preferencias y afinidades aparte, no sucedió lo mismo en el cine producido por el ICAIC, por poner tres ejemplos, con María de los Ángeles Santana, Maritza Rosales o Fela Jar, tres actrices que también tuvieron incursiones en aquella cinematografía anterior, y en la televisión.
Me cuento entre los que no se encandilan para nada con el cine cubano realizado antes de 1959, como no sea para reconocer el esfuerzo de sus hacedores por desarrollar una industria cinematográfica nacional. Hubo coherencia en que, salvo contadísimas excepciones, aquellos rostros que aparecieron en no pocas películas de entonces, bastante frívolas en sus concepciones, no fueran vistos con buenos ojos por los directores emergentes, radicalmente comprometidos con otro tipo de estética: el neorrealismo italiano, que no solamente los reconectaba con la Cuba profunda y con el mundo desde una nueva actitud, sino donde no cabía nada que oliera a aquellas producciones, definitivamente del lado del pasado.
Entonces, en su mayoría, fue del teatro de donde se nutrieron los primeros filmes cubanos, con la camada actoral de Teatro Estudio en primer lugar.
Volviendo a Fela, que debuta en el cine en 1948 y actúa en filmes como Cecilia Valdés, Cuando las mujeres mandan y Tahimí o la hija del pescador, para mí, en su caso, existía otro problema, pues en los últimos cuarenta años ella había desarrollado una intensa carrera, mayormente en novelas y dramatizados televisivos, en los que los tiempos apremiantes de producción entrenan al actor para que entregue su verdad apelando a ciertos recursos más del lado del oficio y del truco que del talento.
Al mediar el respeto hacia una actriz de tan larga data, comentarle estos pareceres era una obligación para lograr entendernos, de manera que si ya estaba sentado frente a ella en la sala de su casa debía hablarle con sinceridad. Y ante la incertidumbre de que quizás podría ser injusto, radical con una época, con un medio y con actores y directores que décadas después tuvieron mejores resultados y hoy son nombres en la cultura artística cubana, me decidí por resolver la contradicción jerarquizando sus méritos, que contra mis propios prejuicios me habían llevado hasta ella.
Y es que siempre que la vi en algún dramatizado televisivo percibía que actuaba con verdad. La contundencia de tan caro resultado, entre otros recursos histriónicos, pienso que radicaba en el particular uso que hacía de su voz en términos de colocación, cadencia, tono y dicción. «¿Es posible que su paso por la radio la haya entrenado, pero sin llegar a viciarse, como a veces les ha sucedido a excelentes actores de ese medio?». Primero protestó por el usted, luego agradeció, y como comprendió mis dudas, no tuve que sermonearle sobre el cine de antes del ICAIC y las exclusiones actorales que aún existían.

Por alguna razón tuvo que pararse. Viéndola caminar con un bastón, inteligentemente colmó mis temores y me sedujo con su vitalidad: dos, tres veces por semana se iba al mar a nadar. «¿A nadar?».
Capté ambos elementos contrapuestos: el bastón y la natación, y decidí incorporarlos a su personaje, con lo que quedó encantada. Le hablé bastante de su rol, para finalmente entregarle el guion de manera personal, como me gusta hacerlo con los actores y con las principales cabezas del equipo de realización.
Era la primera vez que trabajaba con una actriz de tanta edad, por lo que, en los sucesivos encuentros, estudiando su personalidad y preparándome lo mejor posible para entendernos, inevitablemente recordaba lo leído años atrás sobre Lillian Gish y Bette Davis, ya ancianas y protagonistas de la película Las ballenas de agosto (1987). Contaba Lindsay Anderson, el director, sobre las innumerables veces en que había que cortar la toma porque a alguna de ellas se le olvidaba el texto, y por otras cosillas propias de edades avanzadas… y el star system, lo que no quita el desafío de trabajar con dos actrices inmensas, que, en el caso de la primera, era una de las pocas supervivientes del cine mudo.
Por suerte para mí, llevaba en la mochila que en mi ópera prima Salvador Wood aceptó asumir un personaje. Además de hacerlo todo bien y con precisión, me sorprendió al igual que al sonidista Osmany Olivare cuando en el doblaje de voces, y a pesar de la poca visión, todo lo resolvió en toma uno. Habíamos dispuesto dos turnos de trabajo y utilizó la mitad de uno. Y es que Salvador, en un momento de su vida, tuvo que ganarse el pan haciendo doblajes. Todas esas experiencias bien aprovechadas son las sostenedoras de eso que llamamos profesionalismo.
En las diferentes sesiones de trabajo, inevitables en una película musical, Fela fue aquietando mis temores por el rigor que le ponía a lo que hacía; desde los trabajos de mesa, los ensayos hasta la grabación de la música.
Hay algo que solamente los buenos actores saben administrar: el silencio, cuyo reverso es ese impulso incontenible de opinar, «meter la cuchareta» en pruebas de vestuario, de peluquería o maquillaje, que es como esculpir directamente sobre el cuerpo y el rostro del actor, y donde el director y sus colaboradores necesitan observar, pensar. Puedo afirmar que ahí ella fue insuperable.
Aunque en el diseño físico el personaje debía mostrar diez años menos que la actriz, asombraba que no olvidara un solo texto; menos, las diferentes acciones físicas en los ensayos y luego en los rodajes, que casi siempre eran de toma uno.
Se sabía consentida y mimada por el equipo, pero jamás exhibió poses de diva. Un día entro al set y la veo sentada, con los ojos cerrados y ambos brazos levantados. «Es un ejercicio de relajamiento, se tienen hacia arriba hasta que se te cansen». A veces lo he hecho y tiene sentido, pues es como estar colgado.
Diez años después de filmar se nos fue definitivamente. En la nota fúnebre que esparció todo tipo de prensa, quien la redactó no recordó que la última actuación de Fela Jar la hizo a los 87 años para Irremediablemente juntos. La única película que pudo filmar después de 1959 esta actriz de arco dramático insospechado.