De agentes encubiertos ya se sabe desde el capítulo 13 de El arte de la guerra, de Sun Tzu, escrito en el siglo V antes de Cristo. Sin embargo, no solo en los grandes conflictos intervienen los «topos». En 1887, la periodista Nellie Bly aceptó el encargo de Pulitzer y su periódico New York World para escribir sobre la vida en una institución psiquiátrica para mujeres. Ella se infiltró, expuso su propia carne y espíritu a los abusos y las horribles circunstancias del lugar, y salió de esa experiencia el reportaje «Diez días en un manicomio».
De provecho para ella, sacó el reconocimiento de ser pionera en ese procedimiento del periodismo de investigación, pero su arrojo sirvió, sobre todo, para que se abriera una pesquisa oficial y se designara mayor presupuesto a la asistencia de los enfermos mentales.
Es difícil no recordar este precedente ante la cinta chilena El agente topo. En sus primeras escenas aparece Rómulo, responsable de una agencia de detectives, quien anda en busca del anciano ideal —de entre ochenta y noventa años y posibilitado de separarse durante tres meses de su familia—, para que se cuele de interno y le sirva de informante sobre las condiciones en el asilo San Francisco, a solicitud de una clienta preocupada por el bienestar de su madre.
Más allá del clima de cine negro procurado por la directora Maite Alberdi, con un manejo particular de encuadres, iluminación, colores, y el subrayado sonoro de misterio, mientras el detective hace su casting, ya empiezan a saltar reproches al mundo de hoy, que empujan al filme hacia una dimensión de sentido superior a la de un simple ejercicio de género.
Los viejecitos que acuden a la pugna por esta posible oferta de trabajo revelan la precariedad económica, la subvaloración y el rol dependiente reservado dentro de sus familias y por la sociedad toda. En el entrenamiento al anciano finalmente elegido se apuntala esa minusvalía cuando Sergio tiene que aprender a dominar las aplicaciones de su smartphone, a comunicarse por chats y WhatsApp, grabar con cámaras ocultas en bolígrafos o gafas especiales, a la manera un James Bond más que habituado a la parafernalia digital del nuevo siglo.
Durante ese proceso, los que estamos involucrados como espectadores asistimos a una típica película de espías hasta el instante en que las gafas de Sergio registran por detrás de Rómulo, su reclutador, la presencia del director de fotografía y de Alberdi, dejando caer el velo de la ficción. Aterrizamos, entonces, en la realidad y descubrimos la sustancia auténtica de una cinta ganadora del premio del público en el Festival de San Sebastián, y nominada, justamente, al premio Óscar 2021 en la categoría de mejor largometraje documental, como antes lo fuera en los premios Goya.
Enterados luego de que los realizadores tienen permiso para emplazar sus cámaras dentro del hogar de ancianos con el pretexto de filmar el lugar, y ya cuando el viejecito comienza su encomienda de topo, es conveniente que nosotros, los espectadores, vayamos cambiando las expectativas. Pues, aunque la situación de Sergio nos recuerde a otro interno trastocado, aquel Randle McMurphy interpretado por Jack Nicholson en Atrapado sin salida —el delincuente listo que simula locura para pasar el rato en un manicomio antes que la cárcel—, aquí no hay una malévola enfermera Ratched ni intención de manipular la realidad hasta hacerla embocar en un desenlace tremebundo.
Al tiempo que le envía a Rómulo sus reportes secretos, el agente topo circula entre abuelos y abuelas en pose de «uno más», manifiesta interés y hace amistad, o asume comportamientos de benefactor con sus congéneres, a semejanza de lo que ocurre en el filme dirigido por Miloš Forman en 1975. Pero en ese trayecto, a la vez Sergio descubre que, esencialmente, hay muy poco que lo distinga de los otros. Su única y cardinal diferencia respecto a los demás, cual se revela en los últimos instantes de la película, es que él todavía puede sentirse integrado a su familia, y esta es un espacio físico y emocional al que puede regresar.
Sirve el ropaje de la trama de espías tan solo para hacernos interesar en un drama social al que solemos prestar poca atención. Junto a Sergio, nos encariñamos con la señora que recita poemas de amor, la pizpireta enamorada del protagonista y la cleptómana amigable; sufrimos con la viejecita que todo lo olvida, con la que insiste en hablar con su mamá y con el carácter huraño de Sonia. Aún quedan ganas de bailar y entrar en el juego del amor, reina el agridulce de la nostalgia por los años idos; también están los dolores del cuerpo y, aún peor, los de la mente, como el duelo por la pérdida de seres queridos o la angustia del abandono. La vejez mirada con ternura, pero también con honestidad. En esta película hay calamidad y comedia, muertes y cumpleaños.
No se puede cerrar este comentario sin spoilers. En definitiva, ya se alertó que esta no es una verdadera intriga policial, donde lo que más importa es la solución final. Todos tenemos padres o abuelos viejos, o estamos en la vejez o vamos camino a esta; luego, veremos la cinta chilena como quien asiste a un capítulo necesario de la educación sentimental. Entonces, demos paso al informe conclusivo del topo a su agente empleador:
«La soledad es lo más grave de este lugar. No puedes darle a la clienta ningún delito para denunciar. Definitivamente, su mamá está bien aquí. El blanco necesita cuidados especiales que no sabemos si la clienta puede darle. No entiendo cuál es el sentido de investigar. La clienta lo podría hacer ella misma, es su madre. Debe enfrentar su culpa. Eso es lo que no la deja vivir y visitar a su madre. ¿Cuándo me voy? Quiero volver a mi casa con mi familia».
Para acentuar, o como una exhortación, llegado el momento de correr los créditos, se escucha la canción «Te quiero», de José Luis Perales.