¿Quién puede decir lo que mañana será
Voz superpuesta de Jacques Dumesnil, en «Toda la memoria del mundo», de Alain Resnais
el verdadero testimonio de nuestra civilización?
El cine no viene a «servir» o a traicionar
André Bazin
la pintura, sino a añadirle una manera de ser.
El filme sobre pintura es una simbiosis estética
entre la pantalla y el cuadro, como el liquen lo es entre el alga y el champiñón.
Indignarse es tan absurdo como condenar la ópera en nombre del teatro y la música.
Al considerar las películas de arte de Alain Resnais (1922-2014) se pudiera comprender por qué el cine tiende sus redes hasta acercar y apropiarse de las demás manifestaciones artísticas. Casi al unísono de esa advertencia, quedan entrevistas las razones por las que se erige en una proyección cultural con sus reglas propias y es, por tanto, obra autónoma.
En efecto, el cine acoge al teatro, la música, la fotografía… Con Resnais se recuerda mucho lo que se puede hacer gracias a la pintura sin emularla literalmente, porque —ya lo reconocía Bazin en su clásico por vigente ¿Qué es el cine? («Pintura y cine»)— una película, con influencia de un pintor o sobre él͵ es otra cuestión: su reino representa distintos intereses tanto visuales como en otros niveles de lo enunciativo. Prestos a revelarse, los contenidos —sin necesidad de explicación— impulsan sus andanzas por curiosas miradas. Para Bazin, el Van Gogh de Resnais, como otros documentales suyos, acierta en los vínculos que las imágenes en movimiento establecen con determinados discursos plásticos. Puntualiza:
«El cine no desempeña en absoluto el papel subordinado y didáctico de las fotografías en un álbum o de las proyecciones fijas en una conferencia. Estos filmes son obras en sí mismos. Su justificación es autónoma. No hay que juzgarlos solo haciendo referencia a la pintura que utilizan, sino en relación con la anatomía y más aún con la histología de este ser estético nuevo, nacido de la conjunción de la pintura y el cine»[1].
Bazin prefiere las realizaciones de Resnais a las de Renoir, Haesaerts, Emmer… hasta admitir que la creación cinematográfica pudiera ser la mejor crítica de la obra pictórica.
El empleo de la cámara a partir de la fragmentación, cercanía y alejamiento, y el diálogo entre la propia obra de Van Gogh a través de raccords… representa otro camino de llegar al artista a través de su pintura. Es un ejercicio de imaginación biográfica gracias al registro visual que activa la memoria en la confirmación de una huella humana notable. Lo hace mediante un proceso inverso de la écfrasis habitual, esa que pudo ser más atendible a medida que ha sabido aprovechar las relaciones interartísticas. Pues de esto se tiene que valer para organizar un relato que, en principio, es descripción de la propia interpretación luego de que el ojo se detiene a mirar e, inconforme, inquieta a la razón. La écfrasis secunda una imagen para explayarla u ocultarla. Con Van Gogh, Resnais complementa un discurso impreso verificable (biografías, misivas…), si bien ya con claras posibilidades, por el montaje cinematográfico, de activar la imaginación creadora.
Bazin es muy conveniente por convincente, aún para atender y entender los vínculos entre pintura y cine, amén de las libertades del segundo para ser valorado incluso aparte de la primera. En un contraste en apariencia distante de lo que planteó el teórico y crítico francés, el Robert Louis Stevenson ensayista se adelantaba en «Un humilde reproche» a examinar la admisión por algunos entendidos de un radical contrapunteo entre el arte y la realidad. El arte parte por supuesto de la vida. Sospechemos, claro está, que estuviera al tanto del acierto wildeano de que a veces la vida imita al arte[2]. No obstante, necesita aclarar:
«La novela, que es una obra de arte, no existe gracias a sus semejanzas con la vida, que son forzadas y materiales, del mismo modo que un zapato tiene que hacerse con piel, sino gracias a su inconmensurable diferencia con la vida, intencionada y significativa, y que constituye tanto el método como el significado de la obra»[3].
Resulta que, con posterioridad, Serge Daney en un artículo agudísimo («Alain Resnais y “la escritura del desastre”»), en desacuerdo con Bazin sobre el futuro director de Hiroshima, mi amor, ajusta lo siguiente:
«De tal modo, los filmes de Resnais se convierten fácilmente en monumentos, y su autor en una estatua de comendador del cine francés. De tal modo, se esfuma el placer que se había creído sentir en la búsqueda de definiciones, y da paso a la satisfacción (por haberse librado de eso) mezclada con fastidio (por haberse devanado los sesos por tan poco). El monumento parece a veces cambiar de destino, la obra maestra algo vacua, el juego con el arte moderno, mutan en deber cumplido y (ligero) orgasmo cerebral»[4].
Resnais rodaría más cortometrajes de lo que se suele citar y hasta recordar. Las bibliografías señalan dos intentos primeros en 1936: uno es Fantômas y el otro La aventura de Guy. De hecho, fueron reconocidos por él como películas inconclusas. Antes del Van Gogh de 1948, premiado en el Festival de Venecia y con el Óscar al mejor documental, había realizado uno más breve sobre el mismo pintor, y rodaría una serie de retratos de artistas (Félix Labisse, Lucien Coutaud, Max Ernst…). Según Esteve Riambau:
«Todos ellos han quedado al margen de la distribución comercial, y razones debe tener su realizador para haberlos mantenido ocultos, pero los escasos datos que los rodean ya insinúan una serie de tendencias —los seriales populares, el surrealismo, la pintura o la colaboración con determinados novelistas— en absoluta concordancia con su obra posterior»[5].
En estas primeras obras sobre arte —«cortometrajes visibles» (el mencionado Van Gogh; Gauguin y Guernica, ambos de 1950)— primará la supremacía de la visualidad en provecho del protagonismo del montaje. Las resonancias del discurso pictórico adquieren nuevas asociaciones en virtud de lo que quiere mostrar y como lo quiere resaltar el cineasta. Una imagen panorámica en blanco y negro inaugura cuanto se presenta en pantalla. Es un paisaje suburbano donde el espectador observa cabañas que pronto la cámara se encargará de privilegiar. Pero el detalle recae primero en la vegetación sobria de la propia naturaleza de Nuenen. Aquí, muy joven, Van Gogh daría a conocer sus iniciales dibujos. Otras obras conectan caminos en que las casas son mostradas en intercalación hasta que la cámara pueda colarse en ambientes domésticos. ¿Cómo lo logra Resnais?
En los instantes inaugurales, al contextualizar el espacio de vida del artista, no acude aún a los movimientos de cámara que luego serán frecuentes. Intercala un plano detalle de un libro abierto (una Biblia), pues el pintor es hijo de un pastor protestante. A falta de una fotografía del progenitor, se coloca un primerísimo plano de un retrato. Emerge un plano general que es en rigor plano entero, donde se aprecian caminantes que casi son ninguneados por la totalidad de un encuadre plástico y ahora cinematográfico que es tan profuso como asfixiante. En un travelling vertical, el desplazamiento se queda en un santiamén con la arquitectura religiosa del lugar. Por si no bastara, la obra de Van Gogh posibilita entablar un contracampo entre una mujer que mira por una ventana y lo que se supone que es mirado. Los supuestos contrastes entre cuanto sucede en las inmediaciones de las viviendas y lo que percibimos de puertas hacia adentro equiparan una pieza de mundo contrariada por la pesadumbre de la supervivencia. La pintura grupal Los comedores de patatas no puede ser más ilustrativa de este momento de la vida del artista. Tiene treinta y dos años. Es un pintor realista del conjunto y los detalles. La voz del narrador recalca que hay cuidado en todo lo que le llama la atención a Van Gogh y decide pintar. Pero, ¿no representaba un riesgo este ejercicio artístico de un colorista tan llamativo por inusual? Áurea Ortiz y María Jesús Piqueras también se lo preguntan. Mas lograron dar con el testimonio del propio director, quien explica:
«El blanco y el negro me interesaba porque me ofrecía el medio de unificar el filme independientemente de su contenido. Como los cuadros no estaban elegidos en función de su cronología, esto me permitía una libre exploración espacial, un viaje en el cuadro, sin el cuidado de una heterogeneidad que me habría impuesto el color. (…) Ese blanco y negro me interesaba por permitirme crear vínculos entre detalles extremadamente dispares»[6].
Aumont argumenta que la celebridad del filme se debió al empleo del blanco y negro en un pintor tan entregado al color, si bien no se puede estar de acuerdo en que haya sido —como sostiene el teórico francés— una elección más técnica y económica que estética. Es, en rigor, atrevimiento estético por el uso del blanco y negro y las ganancias que logra desde lo fragmentario. No obstante, hay que darle la razón cuando apunta:
«Utilizando por ejemplo Los comedores de patatas, Resnais hace de él media docena de planos sucesivos, como otros tantos pequeños episodios —la mujer que vierte el café, el hombre que ve. Nunca se ve el cuadro entero. Ciertamente es el abecé del documental sobre la pintura (en 1948 no se había olvidado la revelación que habían representado las películas de Luciano Emmer, sobre Giotto, por ejemplo); lo extraño es aplicarlo tan sistemáticamente, sobre todo a cuadros que narran “poco”»[7].
O sea, la celebridad es una conquista por la utilización inesperada del blanco y negro, la fragmentación cual reino para subtramas y lo narrativo con todas las posibilidades cinematográficas[8] apuntaladas por el montaje.
En resumidas cuentas, el inventario de imágenes seleccionado le permite a Resnais cruzar una historia de vida con la obra para, de este modo, narrar cinematográficamente la complejidad vivencial del influyente posimpresionista neerlandés.
[1] André Bazin. ¿Qué es el cine?, versión española realizada por José Luis López Muñoz, Ediciones Rialp, S. A., Madrid, 1990, p. 215.
[2] Wilde le reprocharía a Stevenson:
«(…) ese delicioso maestro de la prosa delicada y fantasiosa se ha dejado corromper por ese vicio moderno, que no merece otro calificativo. Es posible despojar una historia de su realidad al intentar hacerla demasiado verídica, y La flecha negra es tan poco artística que no contiene ni un solo anacronismo del que pueda jactarse su autor, mientras que la transformación del doctor Jekyll se parece peligrosamente a la descripción de un experimento en la revista The Lancet»(Oscar Wilde, El crítico como artista y otros ensayos, compilación e introducción de Daniel Céspedes Góngora, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 2017, p. 103).
[3] Robert Louis Stevenson. Memoria para el olvido. Los ensayos de Robert Louis Stevenson, edición de Alberto Manguel, traducción de Ismael Attrache, Fondo de Cultura Económica, Ediciones Siruela, México, 2008, p. 218.
[4] Serge Daney. Cine, arte del presente, antología al cuidado de Emilio Bernini y Domin Choi, Santiago Arcos Editor, Argentina, 2004, p. 181.
[5] Alain Resnais: viaje al centro de un demiurgo, varios autores, Sitges, Festival Internacional de Cinema de Catalunya, Ediciones Paidós, 1998, España, p. 78.
[6] Áurea Ortiz y María Jesús Piqueras. La pintura en el cine. Cuestiones de representación visual, Ediciones Paidós, España, 1995, p. 137.
[7] Jacques Aumont. El ojo interminable. Cine y pintura, traducción de Antonio López Ruiz, Ediciones Paidós Ibérica, S. A., Barcelona, 1997, p. 80.
[8] Deleuze escribe: «Los travelling de Resnais se hicieron célebres porque definen o más bien construyen continuos, circuitos de velocidad variable, siguiendo las anaquelerías de la Biblioteca Nacional, sumergiéndose en los cuadros de tal o cual período de Van Gogh» (Gilles Deleuze, La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2, Ediciones Paidós Ibérica, S. A., Barcelona, 2004, p. 162).