La comedia, en variante costumbrista y urbana, parece un género en franca extinción a lo largo de casi una década, en los complicados avatares del cine cubano más reciente. Y me refiero al humor cinematográfico presidido por una tipología de caracteres, donde resaltan el pícaro («el vivo»), el necio («el bobo», «el cuadra’o») y la casquivana («la sata»), en tanto figuras que descienden, en línea directa, de nuestro teatro vernáculo: el negrito, el gallego y la mulata. Por supuesto que el cine anterior a 1959, en estrecho y natural contacto con este tipo de teatro, ostenta varios títulos de comedias destacables[1], entre las cuales sobresalen los aportes del dúo cómico integrado por Leopoldo Fernández y Aníbal de Mar, en unas tramas muy ligeras, sencillas exploraciones de cómo éramos los cubanos, o cómo queríamos ser vistos, en medio de abundante música y chistes que disimulaban la dura realidad, a la manera de ¡Olé… Cuba!
La pareja cómica que interpretaban Leopoldo Fernández y Aníbal de Mar trascendió de la radio (donde hacían La tremenda corte) a la televisión y el cine, medios en los cuales popularizaron los personajes de Pototo y Filomeno. A ellos se sumó la Nananina de Mimí Cal, y juntos participaron en varios filmes, como el mencionado ¡Olé… Cuba!, dirigido por el realizador de origen español Manuel de la Pedrosa, en 1957, con producción de Películas Cubanas S. A. (PECUSA), y una fuerte participación musical, como en casi las películas cubanas de aquella época, que incluyó a Celia Cruz con la Sonora Matancera, Xiomara Alfaro y la Orquesta Sensación, entre otros. Tal y como se adivina desde el título, la trama se relaciona con inmigrantes ibéricos, y uno de los principales personajes es un joven español que entra a Cuba ilegalmente, al saltar por la borda de un barco, y es rescatado por Pototo y Filomeno, quienes andan en actividades ilícitas en un bote. Con la ayuda de la yerbera Nananina, los tres se colocan como trabajadores en el ingenio de un hacendado, y Pototo y Filomeno serán celestinos del romance entre el español y la hija del propietario.

En ¡Olé… Cuba!, el célebre dúo se mantenía fiel a la tipología de figura-contrafigura, o a la caracterización contrastante entre los compinches que algunos críticos adjudican, erróneamente, al cine norteamericano de los años sesenta y setenta. Pototo suele ser pícaro, holgazán, vividor, extravagante y desintegrador (heredero del Candelario Trespatines, rey de La tremenda corte), mientras que Filomeno por lo regular es más correcto, atildado y conservador (es decir, que se acerca al paradigma del necio, o al gallego del vernáculo). El dúo interpreta tres canciones que devinieron grandes éxitos en su momento: «Ahorita va a llové’», «Boniatillo» y «Carta a mamita», que develan la esencia de los personajes e inclinan la trama hacia el componente humorístico, en detrimento del romance, supuestamente protagónico.
Y si algunas películas anteriores a 1959 constituyeron reservorio natural de los remanentes del teatro bufo y vernáculo[2], con la creación del ICAIC el cine cubano establece propósitos ideológicos y artísticos que se desentendieron de este tipo de comedias, de fuerte raigambre cultural, asentada no solo en la escena, sino también en la radio. La mayor parte de los realizadores que hacían comedias antes de 1959 se fueron de Cuba, y aunque se hubieran quedado, poca oportunidad tendrían de poner en práctica lo que sabían hacer, pues los temas políticos y sociales, tratados desde coordenadas novedosas, autorales y no genéricas, definieron el propósito y la finalidad del nuevo cine cubano. No obstante, la comedia sobrevivió, porque Julio García Espinosa provenía de la tradición teatral vernácula y pudo expresar en sus películas una comprensión de lo cubano que nunca excluyó el humor, agudeza similar a la que evidenció Tomás Gutiérrez Alea, el autor de las mejores comedias del período 1959-1979. A estos líderes los acompañaron algunos otros realizadores a lo largo de estas dos décadas en que se explayó el cine creado por los fundadores del ICAIC.
Primeras grandes comedias del ICAIC

Desde Cuba baila (1960), García Espinosa manifestó su interés por la sátira y la crítica desde el humor. Se trata de una comedia costumbrista que reprendía los hábitos pequeño burgueses con el relato de los esfuerzos que hace la familia de un empleado público por celebrar los quince años de la hija con una fiesta al estilo de los poderosos. Y aunque Cuba baila es deudora del costumbrismo, su realizador se ocuparía de aportar una de las grandes comedias de la década del oro del ICAIC: Aventuras de Juan Quin Quin (1968), que utilizaba populares actores de la televisión (Julito Martínez, Erdwin Fernández, Enrique Santiesteban) y vinculaba las peripecias típicas de las comedias de aventuras con algunos momentos surrealistas o simbólicos, deudores del documental didáctico o de la fotonovela. Pero uno de los mayores hallazgos del filme proviene del cómico empeño de los actores en dirigirse al público, y de la novedosa tipología, pues el diseño de personajes rescata la figura del pícaro buscavida (Juan Quin Quin, junto con su amigo Jachero, pasa por muchos oficios, como monaguillo, cirquero y torero) y luego adquiere la aureola del guerrillero latinoamericano, proveniente, en términos cinematográficos, del documental y el cine político. Además, de acuerdo con la sátira clásica, se subrayaban los elementos de extravagancia y necedad en los personajes negativos, como el dueño del central o el alcalde del pueblo. Y en la burla demoledora del enemigo político, de clase, Aventuras de Juan Quin Quin parece premonitoria de la saga de Elpidio Valdés.

Similar burla de los ambiciosos, de los magnates y de ciertos clérigos exhibe la comedia de aventuras Las doce sillas (1962), dirigida por Tomás Gutiérrez Alea, quien en esta, y en sus comedias posteriores, se apoyó en la tradición del choteo para trabajar artísticamente la sátira en función de analizar a fondo el carácter y las circunstancias del cubano «bajo presión», tal y como se muestra en La muerte de un burócrata (1966), primer largometraje cubano producido por el ICAIC que se dedicó a contemplar la realidad contemporánea nacional sin complacencias, y ridiculizó disparates y mecanicismos establecidos por la burocracia a través de la combinación de casi todas las variantes tradicionales del género humorístico —comedia de enredos, absurdo, sátira y humor negro— y la caracterización del burócrata como el necio, el «atravesa’o», que puede ser medroso y esquemático cuando se instala en una oficina, o puede optar por lo ampuloso y extravagante cuando ocupa un cargo de dirigente.

Así, la implacable mordacidad de Gutiérrez Alea en La muerte de un burócrata arremete contra la plaga de funcionarios inflexibles que provocan la desesperación del protagonista y el caos tragicómico en torno a un trámite sencillo e imprescindible. Por si fuera poco, el filme también fustigaba los rituales estereotipados y la retórica colmada de lugares comunes. Los toques imaginativos, absurdos e irreales, presentes desde la primera escena en el cementerio, o en la siguiente secuencia animada que cuenta el deceso del obrero ejemplar, desechan de golpe y porrazo no solo la solemnidad del realismo socialista, sino la tendencia al neorrealismo a ultranza que caracterizó la primera etapa del nuevo cine cubano. Y la ruptura con la tendencia dominante también se manifestó en los años setenta[3], cuando el cine cubano parecía completamente dominado por el cine histórico, y Gutiérrez Alea se valió de la corriente «retro» para realizar Los sobrevivientes (1979), otra burla de la ridiculez pequeño burguesa, pero que aludía, sobre todo, al empeño inútil de ciertos seres humanos, y procesos sociales, de aislarse para tratar de evitar los cambios y conservar sus valores y esquemas.

Los sobrevivientes discursa también sobre las manipulaciones del poder (al igual que la anterior La última cena), en tanto muestra la corrupción de la autarquía, su doble moral e ineptitud, a través de la historia de una familia de la alta burguesía cubana (los Orozco) que decide recluirse en su mansión e ignorar la marcha de la Revolución, porque necesita conservar sus privilegios y estatus. Resuelta orgánicamente entre la comedia y la tragedia, porque el absurdo y la sátira se ven acompañados por momentos dramáticos y de humor negro, inspirados sobre todo en el cine del maestro Luis Buñuel (El ángel exterminador, Viridiana), a la tradicional dicotomía del pícaro y el necio se añaden el loco, el enajenado, en tanto la actitud retrógrada de los líderes de la familia desemboca en decadencia y retroceso. La eficacia dramática del filme descansa en el diseño de personajes que ilustra una sociedad subdesarrollada: el poderoso que quiere conservar a toda costa su estatus, el intelectual que es consciente de lo que ocurre, pero está atrapado en su cobardía, y el trepador que aprovecha el caos para dominar a la comunidad con el pretexto de salvarla.
(Primera de tres partes)
[1] Son dignas de mención, por lo menos, Hotel de muchachas, Música, mujeres y piratas y Príncipe de contrabando, las tres de 1950 y dirigidas por Manuel de la Pedrosa; Hotel tropical (Juan J. Ortega, 1953); Una gallega en La Habana (1955), de René Cardona; Tres bárbaros en un jeep (Manuel de la Pedrosa, 1955); Allá va eso y Soy un bicho, ambas de 1959 y realizadas por Manolo Alonso; y La vuelta a Cuba en 80 minutos (Manuel Samaniego, 1959).
[2] Además de la mencionada ¡Olé… Cuba!, se destacan, por la asimilación de las tipologías y el costumbrismo del teatro vernáculo, y por crear entre todas el basamento clásico de la comedia cubana posterior, los siguientes diez títulos: Una aventura peligrosa (1939) y La única (1952), de Ramón Peón; Mi tía de América (1939), de Jaime Salvador; Yo soy el héroe (1942), de Ernesto Caparrós; Chicharito alcalde (1949) y Allá va eso (1959), de Manolo Alonso; Príncipe de contrabando (Manuel de la Pedrosa, 1950); Yo soy el hombre (Raúl Medina, 1952); Una gallega en La Habana (1955), de René Cardona; y Tres bárbaros en un jeep (Manuel de la Pedrosa, 1955), entre otras.
[3] En estas primeras dos décadas del ICAIC se produjeron otras comedias, cuyo análisis prolongaría demasiado este trabajo. No obstante, deben mencionarse, dentro del declive que registró este género entre los años sesenta y setenta, la comedia policiaca Papeles son papeles (1966), de Fausto Canel; y las costumbristas El bautizo (1967), de Roberto Fandiño; y No hay sábado sin sol (1979), de Manuel Herrera.