a José Alberto Fernández Simón
Recuerdo que hace tiempo dije algo así como: «La inteligencia de las películas de Sorrentino está en su música». Fue una frase espontánea, soltada al aire sin pensar. Luego la racionalicé. Los guiones de Sorrentino a veces tienen defectos (en el caso de la segunda temporada de The Young Pope, imperdonables, de hecho), y es cierto que su fotografía es bellísima, pero todos tenemos acceso a Instagram; ¿qué tan difícil puede ser encontrar sus imágenes perfectas, simétricas, de cuerpos femeninos atléticos y de bosques arquitectónicos italianos en la cuenta de cualquier fotógrafo amateur con el dinero suficiente como para viajar y comprar una buena cámara? Más sorprendentes que las propias imágenes serían algunos de sus movimientos de cámara, en todo caso. Pero no basta.
Cuando dije que la inteligencia estaba en la música recurrí (mi mente recurrió, puesto que creó la frase sin contar conmigo) a un viejo truco de distracción. La «inteligencia» no está en la selección de música en sí (aunque sea excelente, sin duda), sino en el ritmo de los planos, lo que se llamaría el montaje. Hay planos que pueden rescatar un matiz, una nota perdida de la banda sonora, y hay armonías en las que se deposita prácticamente todo el sentido de una imagen (puede el lector buscar la escena en su filmografía en la que suena el final redentor de «Curlews», de Grasscut, o la escena en la que suenan los ecos fantasmales de «Fortunate Child», de Villagers y Nico Muhly). El montaje y la edición de sonido de Sorrentino son misteriosos, ambiguos, sutiles, a pesar de que por momentos el guion sea rústico, ya sea por pretencioso o por trivial. Es curioso que en su última película, Fue la mano de Dios (È stata la mano di Dio), apenas haya hecho falta la música. Es decir, la música de la película es una música silenciosa, inaudible, que se intuye por el ritmo de los planos.
Algunos críticos han afirmado que È stata la mano di Dio es la película menos sorrentinesca de Sorrentino. Ciertamente aparecen menos canciones, menos desnudos, menos maravillas arquitectónicas italianas. En su lugar hay barrios de clase media, sentido del humor de reunión de domingo y esa música inaudible de la que hablo, que toma el ritmo de la primera mitad de la película (la segunda mitad, lo que sucede a partir de la muerte de los padres del protagonista, me parece menos lograda). El ritmo de la primera mitad es calmado, la narración es prácticamente lineal, y algo surge ahí, aunque no podamos explicar exactamente qué. No creo que este filme sea el mejor trabajo de Sorrentino (ni siquiera creo que esté entre sus tres mejores trabajos), pero ciertamente algo surge, una realidad brota, lo cual no deja de ser un pequeño milagro, y creo que tiene que ver con el ritmo, que esta vez ya no está marcado por la música en sí, sino por el habla, por la cháchara constante.
È stata la mano di Dio es, como sabemos (está anunciado en todas partes), la película más autobiográfica de Sorrentino. Creo que tiene sentido que su ritmo esté marcado por el habla. Si la música es la más artificial de las artes (no imita ni distorsiona ningún elemento ya dado de la realidad; con esto quiero decir: la música es la única de las artes que puede darse el lujo de crear de cero, cosa que no ha logrado repetir ni siquiera la pintura abstracta), si la música es la ficción pura, entonces el habla es la autoficción.
Creo que la escena mejor lograda de È stata la mano di Dio es la del almuerzo en el patio, seguido del paseo en bote. La escena fluye como el agua de la realidad, entre conversaciones en apariencia intrascendentes, comicidades políticamente incorrectas, y si se está atento, belleza silenciosa y desbordante (la escena es toda verde, azul y naranja en mi cabeza). Y estas chácharas no me parecen solo entretenidas, o verosímiles, me parecen retrospectivamente tiernas una vez que se entiende que cumplen una función nostálgica.
Los «viejos» (esta palabra la uso de forma injusta, con ella me refiero a las personas de más de cincuenta años: es la acepción que corresponde a la visión del mundo de un adolescente) hablan de una manera particular en cada sitio y en cada época. Y creo que uno probablemente recuerde siempre esa forma particular en la que los «otros», los viejos, hablaban durante nuestra niñez y nuestra adolescencia. Se trata probablemente también de una forma irrecuperable, porque a medida que crecemos y envejecemos (es decir, a medida que nos volvemos nosotros los viejos, a medida que ocupamos el lugar de nuestros padres y abuelos), remplazamos su habla por otra en el cajón demográfico, por nuevas afectaciones y manierismos, que terminarán recordando algún día los nuevos niños y adolescentes como una cosa pasada de moda, rústica y estilizada a la vez, con olor a armario cerrado, una cosa que, vista desde el lugar correcto, posee un encanto antropológico y afectivo.
Y Sorrentino (gracias a un gran montaje y a una magistral dirección de reparto) da a su película autobiográfica el ritmo de esas conversaciones, maneja las pistas de la trama como chismes suculentos en boca de los protagonistas, hace que todos los protagonistas sean un poco ridículos y un poco patéticos y que la única salvación para ellos sea aceptar su ridiculez y su patetismo (como profesaba el protagonista de La grande bellezza en aquel crudo y lúcido discurso de humillación). El montaje de È stata la mano di Dio, como sus chácharas, es hermético, murmurante, grosero, y ante todo simpático.
Si bien el habla real de los viejos suele carecer de gracia para los jóvenes (parece repetitiva, poco ingeniosa, melódicamente provinciana), Sorrentino recrea o más bien crea un habla de los viejos que no se repite, que sabe ser irónica y sutil unas veces y descaradamente abyecta otras, que discurre en las tardes entre semejantes que ya se conocen entre sí (en el habla de los viejos el mundo es ya conocido, y tiene el tamaño de un vecindario, por tanto, cualquier cosa que se diga es una propuesta sobre un mito previo, es un reacomodo de muebles), Sorrentino crea un habla que contiene una sabiduría que no se puede encontrar en ninguna otra parte, una sabiduría oral a la que si se le quitan los tonos y las modulaciones se le mutila el sentido.
La primera mitad de È stata la mano di Dio es un modo de reconstruir u honrar el mundo desaparecido en el que vivieron sus padres reales, si así quiere verse. Pero no hay que recurrir al biografismo para disfrutarla, ya que la segunda mitad, tras la muerte de los padres ficticios (los padres del alter ego de Sorrentino), al ser por contraste abierta, desprotegida, cambiante e inestable, provoca una inevitable nostalgia hacia la relativa quietud y pequeñez de antes. Se agradece que no toda la película trate del viaje del héroe adolescente. Se agradece que mientras estén vivos, los verdaderos protagonistas sean sus padres.
È stata la mano di Dio, el filme autobiográfico de Sorrentino, que supuestamente debía tratar sobre la juventud, creo que trata más bien sobre la vejez (se lo haya propuesto o no). Es lo mismo que sucedía con The Young Pope: se suponía que la serie trataría sobre un papa joven, y en apariencia lo hace, pero me atrevo a decir que ese personaje sería insoportable sin el resto del reparto, y la edad promedio del resto del reparto probablemente sobrepase los setenta años. La tensión y la atmósfera de The Young Pope no están marcadas por la mirada de infante terrible de Jude Law, sino por los bálsamos, las medicinas, los aparatos de asma, los bastones, el deterioro, la lentitud, la piedra, la sombra, la luz cansina.
La ironía de Youth es más evidente: una vez más el argumento es lo contrario de lo que promete el título. Sus protagonistas son dos ancianos, dos viejos amigos. La grande bellezza va también sobre la madurez y la vejez, un poco como This Must Be the Place, e incluso como Loro. Creo que la vejez es una gran cantera temática, precisamente porque casi todos la evitan. Casi todos prefieren protagonistas jóvenes, indecisos, que se enfrentan a un mundo que no conocen. Pero los viejos no solo conocen el mundo, son ellos mismos parte del mundo de un modo en el que no lo son los jóvenes.
La voz de los viejos es una especie de presencia mineral, que le da solidez y peso al mundo. Un joven es un joven y nada más. Un viejo es un joven, pero también es un árbol.