A diferencia de las cinematografías de Polonia, Hungría y la Unión Soviética, y los esporádicos destellos de las producciones de Checoslovaquia, República Democrática Alemana, Bulgaria y Yugoslavia, el cine procedente de la República Socialista de Rumanía por más de medio siglo fue un ilustre desconocido en el panorama internacional. Entre los países de Europa del Este que después de la Segunda Guerra Mundial conformaron el llamado «campo socialista» hasta su desintegración en 1989, el cine rumano siempre permaneció a la zaga sin recibir el adjetivo de nuevo. Era excepcional la aparición de alguna película rumana de ese período con alguna resonancia en los principales certámenes cinematográficos. Como un ejercicio nemotécnico realicemos un flashback…
Remontémonos a 1965, cuando en la edición del Festival Internacional de Cine de Cannes irrumpió una rara avis: El bosque de los ahorcados (Pâdurea spânzuratilor), que proporcionó a Liviu Ciulei (1923-2011), también intérprete del filme, el premio al mejor director —el primero obtenido en un festival clase A por un cineasta rumano. La crítica aclamó enseguida a Ciulei como «el mejor director de la cinematografía rumana, el más maduro, el más artista»[1], por la extraordinaria fuerza, las vigorosas imágenes y el cautivante realismo en su versión de la novela homónima del célebre escritor Liviu Rebreanu, situada en el frente transilvano en la Primera Guerra Mundial. «Es una película muy buena… Es bella, muy bella», declaró René Clair. «Para el que guste del buen cine y del cine “nuevo”, esta cinta rumana le ofrecerá unos momentos de indiscutible categoría»[2], escribió el crítico y realizador cubano Eduardo Manet. A Ciulei corresponde además uno de los primeros largometrajes rumanos exhibidos en Cuba por el ICAIC: Llamas sobre el Danubio (Valurile Dunării, 1960).

Encandilada por aquel insólito descubrimiento, la directiva del Festival de Cannes al año siguiente aceptó en la competencia oficial Invierno en llamas (Răscoala, 1966), de Mircea Mureşan. Esta adaptación de El levantamiento, otra novela del clásico Rebreanu, recrea la trágica vida de los campesinos a principios del siglo XX, cuando «la lenta acumulación de paciencia explotó al fin en violentos estallidos de energía humana, seguidos de terribles represiones»[3]. En la ceremonia de clausura del festival, el filme se alzó con el galardón a la mejor ópera prima. Por segundo año consecutivo reconocían una producción de los estudios Bucuresti, ¡y nada menos que en Cannes!
Era, sin embargo, un efímero resplandor, un espejismo en el desértico contexto de una endeble cinematografía que, por mucho tiempo, vivió de espaldas a la realidad y a los conflictos de su país. Los creadores vecinos —polacos, húngaros y checos— se atrevían a reflejarlos lúcida y críticamente, aun cuando tuvieran que recurrir a tratamientos metafóricos. La vida en la patria de Drácula distaba bastante de la atmósfera idílica ofrecida por la comedia Vacaciones en el mar (Vacanță la mare, 1962), de Andrei Calarasu, programada una y otra vez en las salas cubanas.
Basta hojear un catálogo de la producción fílmica rumana para cerciorarse de la preeminencia del género de aventuras y el policíaco, cultivado hasta la saciedad por el muy prolífico actor y director Sergiu Nicolaescu (1930-2013), a quien le llaman aún «el rey de las epopeyas históricas rumanas» por los títulos Los dacios (Dacii, 1966), Miguel, el valiente (Mihai viteazul, 1970) y La muerte de Ipu (Atunci i-am condamnat pe toti la moarte, 1971)[4], sin olvidar la serie del inspector Moldovan, integrada por Un comisario acusa (Un comisar acuza, 1974), La revancha del comisario (Revanșa, 1978) y El duelo del comisario (Duelul, 1980). Además, codirigió con Robert Siodmak la superproducción La batalla por Roma (Kampf um Rom, 1968), e incursionó en el género bélico con La última ofensiva (Noi, cei din linia întîi, 1985).
Menudeó desde los sesenta la explotación de locaciones rumanas en coproducciones con Occidente: Codine (1962) y Una estrella sin nombre (Mona, l’étoile sans nom, 1965), realizadas por el francés Henri Colpi; Fiestas galantes (Les fêtes galantes, 1965), de René Clair, y hasta Terence Young filmó secuencias de Mayerling (1968), por citar unos pocos ejemplos. Una estimable preocupación de esta cinematografía —como en todos los países socialistas—, fueron las películas para niños y jóvenes, en las cuales destacó la directora Elisabeta Bostan, sobre todo con Juventud sin vejez (Tinerete fara batrînete, 1968). El cine histórico con grandes dosis de acción fue muy estimulado en filmes como Los halcones (Neamul Șoimăreștilor, 1966), de Mircea Drăgan, o la trilogía Los bandoleros (Haiducii, 1966), El rapto de las doncellas (Răpirea fecioarelor, 1967) y La venganza de los haiducs (Razbunarea Haiducilor, 1968), realizadas por Dinu Cocea.
Transcurrirían veinte años desde el triunfo en Cannes para que otro cineasta rumano, Dan Pita[5], fuera aclamado en un festival importante, el de Berlín, en 1986, donde el jurado distinguió su cinta Paso doble (Pas în doi) con una mención especial. Llamó la atención la frescura con la cual este experimentado director, nacido en 1938, abordó la contemporaneidad a través de la historia de un hombre que se debate entre dos amores: una muchacha a quien prometió matrimonio y una atractiva mujer pretendida por su mejor amigo. Pita volvería a ser laureado casi un decenio más tarde, esta vez en Venecia, con uno de los tres Leones de Plata que la edición de 1992 otorgó, por Hotel de Lux.

Si en la 35 Semana Internacional de Cine de Valladolid (1990), la Espiga de Oro al mejor cortometraje recayó en Llegará un día… (Va veni o zi), del novel Copel Moscu, Maia Morgenstern obtendría el premio a la mejor actriz conferido por la Academia de Cine Europeo por su labor en una película escogida por Cahiers du Cinéma entre las mejores estrenadas en 1992: Le Chêne (Balanta)[6], de Lucian Pintilie, quien recogería luego el León de Plata, Gran Premio del jurado, en Venecia por Terminus Paradis (1998), coproducida con Francia. Pintilie —considerado el director rumano más relevante de fines del siglo XX— regresaría pronto a su país, después de varios decenios en el exilio, para contribuir junto a la nueva generación a colocar a Rumanía en el mapa del cine. A esa nueva etapa en su obra, de humor corrosivo y absurdo, corresponden Tarde de un torturador (2001) y Nicki y Flo (2003).
Nuestro flashback lo interrumpe abruptamente el inusitado desmembramiento de la Unión Soviética, y la caída del muro de Berlín, que señaló el fin de la guerra fría. Esos factores precipitaron el derrumbe del resquebrajado bloque socialista como un castillo de naipes. Fue el tiro de gracia para el gobierno de Nicolae Ceaușescu, ejecutado en 1989 en medio del fragor de acontecimientos que estremecieron a Rumanía. Este hombre, que dirigió el destino del país desde 1965, parecía dominarlo todo, incluso la ausencia de gran cine.
Nadie podía creerlo: en lugar de desestabilizarse momentáneamente, como sucedió en naciones cercanas, Rumanía —la menos notoria cinematografía de los países del «telón de acero»—, como una suerte de ave fénix se sacudió las cenizas para devenir desde la última década del siglo de Lumière una de las más sobresalientes, no solo entre los países de Europa Oriental, sino de todo el panorama contemporáneo internacional. No tardó en suscitar un deslumbramiento incesante en cuanto festival se presenta, con enorme repercusión en la crítica, y las más importantes cinematecas se disputan sus exponentes para su programación, como antes ocurrió con la quinta generación del cine chino. La nueva ola del antes preterido cine rumano la encabeza un grupo de cineastas con demasiado que decir, y que, incuestionablemente, saben cómo hacerlo, a juzgar por las numerosas obras que le ubicaron en lugar primordial. Ciertos escépticos cuestionaron si se trataba de una moda pasajera promovida por los festivales como curiosidad de una región casi desconocida.
Rubén Higueras Flores, crítico de Cahiers du Cinéma. España[7], sintetizó magistralmente los rasgos distintivos temáticos, narrativos y formales de esta eclosión: interés por revisionar la historia reciente del país mediante un tono realista o sazonado con toques humorísticos que derivan el argumento hacia la farsa; atención a los personajes atrapados por un entorno represivo, expuestos a situaciones emocionales límite, a los que una cámara siempre próxima acompaña durante el metraje (generalmente muy extensos); interés por distintos problemas sociales; historias colocadas en tramas costumbristas, protagonizadas por personajes de escasos recursos económicos (en ocasiones, condenados a la pobreza), en las que predominan los asuntos cotidianos e intimistas; austeridad formal —a veces próxima al modo de representación del cine documental—; ausencia de música extradiegética, y primacía del montaje sintético, la narración en tiempo real y los planos de larga duración (el plano secuencia como rasgo formal y semántico configurador del lenguaje), junto a una palpable propensión por los tiempos muertos.
Un recorrido cronológico revela que La muerte del señor Lazarescu (Moartea domnului Lăzărescu, 2005), de Cristi Puiu (nacido en 1967), representó la ruptura definitiva con todo anquilosado antecedente. Pieza capital del nuevo cine rumano, ocupó el sexto escaño en la encuesta internacional que en 2009 organizó la revista Film Comment entre críticos, programadores, académicos, realizadores y otros invitados para identificar las películas y directores más sobresalientes en la primera década del nuevo siglo. El British Film Institute, en la convocatoria de 2012 con el fin de determinar los mejores filmes de todos los tiempos, incluyó esa odisea de la ambulancia con el moribundo anciano de un hospital a otro en el décimo lugar entre los títulos posteriores a 2000. Su mérito principal es ofrecer la posibilidad de descontextualizarlo para situar la trama en cualquier lugar.

Con su desolación, el filme arrastró tras sí un conjunto de creadores y obras de mayor o menor renombre, aunados por una voluntad de plasmar la tan postergada cotidianidad y rechazar al espectador indiferente. Al año siguiente sobrevino un muy sólido tríptico: Cómo celebré el fin del mundo (Cum mi-am petrecut sfarsitul lumii), dirigido por Cãtãlin Mitulescu (con el padrinazgo de Wenders y Scorsese luego de sus exitosos cortos)[8], El papel será azul (Hârtia va fi albastră), de Radu Muntean, y Enfermos de amor (Legături Bolnăvicioase), de Tudor Giurgiu.
Cristian Mungiu, nacido en 1968, aportó la primera cinta que indicó definitivamente este esplendoroso renacimiento: 4 meses, 3 semanas y 2 días (4 luni, 3 săptămâni şi 2 zile, 2007), galardonada con la Palma de Oro y la distinción de FIPRESCI en Cannes y los premios del cine europeo a la mejor película y mejor director. La encuesta de Film Comment la encumbró en el noveno puesto y sobresalió en el decimocuarto sitio en la selección «100 filmes de la primera década del siglo XXI» (Time Magazine). Todos compartieron esa mirada amarga a la historia de la estudiante universitaria resuelta a someterse a un aborto clandestino en un hotel de una oscura Bucarest.
La temprana desaparición física de Cristian Nemescu (1979-2006) en un accidente de tránsito durante la posproducción de California Dreamin’ (2007) nos privó de la maestría desbordante advertida en la promisoria Marilena de la P7 (2006), sobre un muchacho obsesionado con una prostituta[9]. Que temáticas consideradas tabúes por el antiguo cine rumano no son ajenas a estas inquietudes lo demuestra el Queer Lion Award, atribuido en las Jornadas de los Autores del Festival de Venecia a Enganchado (Pescuit sportiv, 2008), de Adrian Sitaru, enésima coproducción con Francia.
Un punto alto lo marcó 2009 al generarse obras muy diversas: La chica más feliz del mundo (Cea mai fericitã fatã din lume), de Radu Jude (nacido en 1977), y Policía, adjetivo (Politist, adjectiv)[10], confirmadora del singular talento de Corneliu Porumboiu (nacido en 1975), revelado en 12:08 al este de Bucarest (2006), que obtuvo la Cámara de Oro en Cannes a la mejor primera película. Una suerte de manifiesto generacional es el largometraje Historias de la edad de oro (Amintiri din epoca de aur, 2009), con cierto influjo a lo Berlanga, para el cual se unió un grupo de estos inquietos realizadores —Cristian Mungiu, Ioana Uricaru, Hanno Höfer, Razvan Marculescu, Constantin Popescu— con el fin de estructurar varias leyendas urbanas evocadoras de los últimos años de la presidencia de Ceaușescu.
No obstante la repercusión alcanzada por el deslumbrante cine rumano en esos doce meses, 2010 no quedó atrás. Comenzó con el Gran Premio del jurado y el galardón Alfred Bauer en Berlín a otro debutante, Florin Serban, con Si quiero silbar, silbo (Eu când vreau să fluier, 2010). Asentado en París, el realizador rumano Radu Mihaileanu[11] fue distinguido en Italia con el Nastro d’Argento por la deliciosa sátira El concierto (Le concert, 2009).

El Festival Internacional de Cine de Mar del Plata —el único clase A en América— terminó por sucumbir al encanto del cine rumano y entregó el lauro a la mejor actuación femenina, compartido por las actrices Mirela Oprișor y Maria Popistașu por su trabajo en la cinta Martes, después de Navidad (Marți, după Crăciun, 2010). Este retrato costumbrista de una pareja en crisis, firmado por Radu Muntean (nacido en 1971), el Festival de Gijón lo recompensó como mejor película, amén del reconocimiento a su pareja protagónica[12]. La cita fílmica, correspondiente a 2013, de ese balneario argentino coronó con el máximo premio, Astor de Oro, a Más allá de las colinas (Dupa dealuri, 2012), realizada por Cristian Mungiu, quien, al cabo de varios meses, volvió a ser reconocido en Cannes con el premio al mejor guion por este filme sobrecogedor inspirado en hechos reales. Las actrices Cosmina Stratan y Cristina Flutur recibieron el galardón en su categoría[13].
Su coterráneo Călin Peter Netzer obtuvo ese mismo año el prestigioso Oso de Oro en Berlín por La postura del hijo (Poziţia Copilului), otro de los títulos de la cinematografía rumana que, gracias al Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, en su sección Panorama Contemporáneo Internacional, ha podido ser admirado por los espectadores en La Habana.
Los cortometrajes de ficción made in Rumania continuaron su triunfo en certámenes, como lo evidencian la Espiga de Plata en la Seminci de Valladolid a No (Un, 1999), de Dragos Iuga, festival en cuya sección Punto de Encuentro en la edición de 2010 fue laureado con el premio al mejor corto extranjero La jaula (Colivia), de Adrian Sitaru, coproducido con los Países Bajos. Igual distinción la recibiría un año después Superman, Spiderman sau Batman, de Tudor Giurgiu. En ese mismo apartado, el evento vallisoletano consagró en 2012 con el premio al mejor largometraje (ex aequo) a De caracoles y hombres (Despre Oameni și Melci), de Tudor Giurgiu, coproducción con Francia. Dos cortos rumanos habían sido nominados en 2011 a los premios del cine europeo: Derby y Silent River[14].

Por supuesto que el cine documental —aunque adolece de una insuficiente distribución en el extranjero— no quedó en la orilla de esta ola. Uno de los más prominentes es Metrobranding. Una historia de amor entre hombres y objetos (Metrobranding. O Poveste de dragoste între oameni şi objecte), codirigido por Ana Vlad y Adi Voicu. Desde la propia sinopsis promocional, ambos despliegan idéntica ironía que sus colegas en la ficción al recuperar la historia de seis objetos estelares por muchísimo tiempo y la intensa relación de los rumanos con ellos: el colchón Relaxa, las zapatillas deportivas Dragasani, la bicicleta Pegas, la moto Mobra, la bombilla Fieni y la máquina de coser Ileana. Autobiografia lui Nicolae Ceaușescu (2010), de Andrei Ujică, es exactamente lo que su título indica: una autobiografía del mandatario realizada a partir de la recopilación de materiales de archivo estatales, desde el momento en que toma el poder en 1965.
Ya transcurrió poco más de tres décadas desde que en 1990 el Kennedy Center de Washington presentó siete películas en una Semana de Cine Rumano —entre estas, Paso doble, de Dan Pita, y Ciuleandra, del inevitable Sergiu Nicolaescu. Ese fue también un año en que se registró un récord en la producción de cine de animación con cuatro largometrajes, el inefable dibujante Ion Popescu-Gopo (1923-1989) filmó Maria si mirabella in Tranzistoria, Nicolaescu estrenó Mircea, Pita se duplicó en El último baile en noviembre (Noiembrie, ultimul bal) y El vestido de encaje blanco (Rochia albă de dantelă) y Elisabeta Bostan añadió a su obra Dibujos en el asfalto (Desene pe asfalt).
Aun así, entonces era inimaginable el crecimiento cualitativo que alcanzaría la cinematografía rumana, deslumbrante en cuanto festival ha irrumpido. Las reputaciones de sus creadores se consolidan en el ámbito del cine contemporáneo. La tragicomedia familiar Sieranevada (2016), que concursó en Cannes y obtuvo en el Festival de Chicago el premio a la mejor película, reafirmó la posición de Cristi Puiu, a cuya ópera prima, Stuff and Dough (Marfa si banii, 2001), cierto sector de la crítica atribuye el punto de partida de la impetuosa nueva ola rumana. Un piso más abajo (2015), de Radu Muntean; Tesoro (2015), de Corneliu Porumboiu, y Graduación (2016), de Cristian Mungiu, por apenas citar tres obras de no menos repercusión internacional, incitan a coincidir con no pocos estudiosos en que el renovadísimo cine rumano es uno de los mejores —no solo de Europa— en la tercera década del siglo XXI.
[1] Reseña promocional del estreno en Cuba: Granma, La Habana, 29 de agosto de 1966.
[2] El bosque de los ahorcados: Granma, La Habana, 4 de septiembre de 1966.
[3] Romanian Film 66, mayo-junio, p. 3.
[4] Estrenada en algunos países con la traducción del original: Ese fue el instante en que a todos condené a muerte.
[5] Hasta ese momento, Pita era un anodino director en cuya obra sobresalió Recuerdos de un viejo mueble (Bietul ioanide, 1979) y en los años ochenta una trilogía con aliento de wéstern: El profeta, el oro y los transilvanos, Actriz, dólares y transilvanos y Aventuras de los transilvanos en el oeste.
[6] Figura en el lugar número once en la selección anual de la revista.
[7] La publicación cambió su nombre por El Caimán. Cuadernos de Cine.
[8] No superaría las expectativas suscitadas con Loverboy, en torno a una red de trata de blancas.
[9] Tras su muerte, recibió el premio a la mejor película en la sección Una Cierta Mirada, de Cannes.
[10] Premio FIPRESCI y distinción del jurado de Una Cierta Mirada, en el Festival de Cannes. Ocupó el sitio 111 en la selección de los 150 mejores filmes de la primera década del siglo XXI, según Film Comment. Predominaron las votaciones de críticos, algunos muy reputados (Stig Björkman, Ian Christie, Michel Ciment, Gary Crowdus, Tony Ryans, Bérénice Reynaud, Jonathan Rosenbaum, Andrew Sarris…) y contadísimos cineastas (Arnaud Desplechin, Jia Zhangke, Kiyoshi Kurosawa y Guy Maddin).
[11] En la Mostra de Venecia de 1998, la FIPRESCI le otorgó su premio por El tren de la vida (Train de vie).
[12] En el Festival de Sarajevo, Mirela Oprișor recibió el premio a mejor actriz.
[13] El Festival de Gijón le otorgó el Premio Especial del jurado, fue nominada en los premios del cine europeo a mejor guion, y en los Satellite Awards (Estados Unidos), a mejor película extranjera. El National Board of Review lo incluyó entre los mejores filmes extranjeros estrenados en 2013.
[14] En el 60 Festival de San Sebastián, Wedding Duet, de Goran Mihailov, recibió como premio la participación en el Short Film Corner del Festival de Cannes.