Puesto a investigar sobre la historia y las tradiciones del cine criminal y policiaco cubano, descubrí que en los años noventa se recupera el hilo tenue de la tradición cinematográfica en este género con dos parodias dirigidas por Daniel Díaz Torres: Kleines Tropikana (1997) y Hacerse el sueco (2000).
En la primera de las mencionadas se presentan dos líneas de desarrollo argumental que implican a un policía con ansias de convertirse en escritor; en un tono más delirante o legendario, se especula sobre la presencia de espías alemanes en Cuba en los años cuarenta. De modo que la realidad, pasada y presente, está vista a través de la fervorosa imaginación de este investigador, este policía imaginativo y fabulador, ansioso por salir de la rutina.
En Hacerse el sueco se muestra una familia desgajada por el conflicto proveniente de diferentes actitudes éticas a la hora de asumir las nuevas circunstancias socioeconómicas, el estatus y los medios lícitos para ganarse la vida.
Un ciudadano sueco llega a Cuba y alquila un cuarto en un solar, pero el forastero resulta ser, al final, mentiroso, desleal, ladrón, deshonesto, individualista y estafador, mientras que el argumento intenta reforzar a toda costa la autoestima nacional, mediante personajes marginales, habitantes del solar, que resultan ser trabajadores honestos, ingeniosos, francos, simpáticos, adaptables, jacarandosos y prestos a luchar por el orden y la justicia.

A lo largo de las dos décadas transcurridas del siglo XXI aparecieron con mayor frecuencia recreaciones de lo criminal y delictivo, marginal y antiético, a través de Los dioses rotos (Ernesto Daranas, 2008), Chamaco (Juan Carlos Cremata, 2011), Verde, verde (Enrique Pineda Barnet, 2011), o La noche de los inocentes (2007) y Nido de mantis (2018), ambas de Arturo Sotto.
Al pasado de culto al machismo dominante, marginal e incluso violento se remite Los dioses rotos, una suerte de puesta al día de los valores que representa Alberto Yarini, el proxeneta elevado a la categoría de ídolo popular en la capital cubana a principios del siglo XX. Desde la tipología del melodrama se construye este thriller sobre la prostitución y la ilegalidad, en un cuadro que trasciende los mil tópicos pintoresquistas dominantes en los medios cubanos a la hora de describir las asimetrías sociales, los solares, la rudeza y la grosería, el folclorismo y el guaguancó, porque aquí el carácter trágico de los protagonistas se acentúa mediante su proclividad a las bajas pasiones, la traición, el fingimiento, el comercio con intereses sexuales, y, por supuesto, el crimen.
Verde, verde y Chamaco se sumergen en la decadencia moral de ciertos reductos citadinos mientras apuestan por detallar las circunstancias que rodean a los respectivos asesinatos, resultados colaterales del intercambio erótico entre hombres negados a reconocer su homosexualidad, y por tanto proclives a la violencia confirmadora, en apariencia, de su condición machista y heterosexual. Ambos filmes apuestan por una estética de claustrofóbica teatralidad para denunciar la crisis de valores o la hipocresía sexual.
Un joven travesti abandonado en un hospital, víctima de una paliza prodigada, supuestamente, por machistas homófobos, es el punto inicial de La noche de los inocentes, en la cual una enfermera convence a su amante expolicía para que investigue el caso, y la pesquisa descubre una familia cubana llena de secretos y prejuicios. Porque al igual que Chamaco o Los dioses rotos, este filme recrea lo criminal y delictivo, marginal y antiético mediante un mural de personajes invadidos por la culpa.
Similar combinación vuelve a pulsar Arturo Sotto en Nido de mantis, que se mueve entre los códigos del policiaco, la tragedia y la comedia negra para relatar la historia de un triángulo amoroso entre una mujer y dos hombres a lo largo de treinta o cuarenta años. El punto de partida es una mañana de agosto de 1994, en un batey azucarero, donde aparecen muertos los tres protagonistas de la historia de amor, y la presunta culpable parece ser la hija de la mujer. La verdadera historia del hecho de sangre se verifica en retrospectivas a medida que avanza la investigación policial.
En esta rápida enumeración, es preciso recordar los aportes de Omerta (Pavel Giroud, 2008), una película de tipos duros acosados por la policía; La cosa humana (2015) y Los buenos demonios (2018), ambas dirigidas por Gerardo Chijona, quien se dedica a estudiar ciertas inmanencias de la mentalidad criminal y marginal; Bailando con Margot (Arturo Santana, 2016), enfático homenaje al cine clásico norteamericano; y por supuesto, la ópera prima de Blanca Rosa Blanco, El regreso (2018), una suerte de variación, más dinámica y menos ideologizada, de las diversas series televisivas que la actriz interpretó, como Brigada especial, Día y noche y Tras la huella.
La anterior cronología permite constatar que la mayor parte de los filmes policiacos cubanos, sus guionistas y realizadores, parecen inconformes con los designios narrativos de este género, concebido mayormente para relatar la planificación, comisión y resolución de un delito o crimen, con la posible inclusión del enjuiciamiento y la punición por el crimen cometido. Porque solo desde la inconformidad con las «limitaciones» de lo policiaco se explica que nuestras películas recurran a esta variante como opción subalterna, y prefieran vincularse con los códigos de la parodia, que suelen aligerar y diluir la parte sombría de las circunstancias criminales.
Debe recordarse también, en el ámbito de la teoría de géneros, que el teórico británico Tom Ryall observa en este tipo de cine un fondo o basamento enraizado en al análisis sociológico (en tanto el cine de gánster se asociaba indisolublemente al desarrollo de la grandes ciudades como Chicago, a la marginalidad, la emigración y la mafia, mientras que el cine negro reflejaba la corrupción de los años cuarenta y cincuenta y la desilusión posterior a la Segunda Guerra Mundial), en Cuba lo criminal y policiaco se ha subordinado casi por completo no solo a la parodia, sino también a la grandilocuencia de la reflexión historicista, o se le atribuyen intenciones propias del drama social, de modo que lo policiaco es apenas un pretexto argumental disperso entre observaciones sociológicas, o ideológicas, que consiguen finalmente neutralizar la singularidad de los personajes y desmantelar el suspenso.
Estimulante resulta el auge de los últimos tiempos. A ese paso, tal vez el cine cubano terminará por ponerse al nivel de sus semejantes latinoamericanos, quienes aportaron, en fechas recientes, brillantes filmes criminales o policiacos como la mexicana Amores perros, la brasileña Ciudad de Dios, la argentina El secreto de sus ojos, la chilena Tony Manero, además de vincularse usualmente a la filmografía del peruano Francisco Lombardi (Tinta roja, Mariposa negra) o del ecuatoriano Sebastián Cordero (Ratas, ratones, rateros; Pescador).