Cuando terminé de ver La Verónica (Leonardo Medel, Chile) me dije, o esta es la mejor comedia negra que he visto en mi vida, o el drama social, como género cinematográfico, tal como lo hemos conocido en su vertiente más explotada y conservadora, ya no da más. El filme se centra visual y argumentalmente en Verónica Lara, cuyo conflicto consiste en querer vender al mundo la imagen de una señora que cumple con fidelidad los mandatos culturales de ser una esposa y madre plena de virtudes, mientras en el reverso de su vida pública comete crímenes y se vende cara en el mercado mediático para alcanzar la realización personal, según su modelo de éxito.
Hace más de una década, Lars von Trier nos enseñó con Anticristo que una madre puede torturar a su propio hijo y dejarlo morir mientras fornica salvajemente con su marido. Bertolucci nos ha contado de otra que intenta controlar las veleidades de su vástago adolescente masturbándolo (La Luna). El surcoreano Bong Joon-ho, al denunciar los excesos filiales, nos muestra a una señora que, en el colmo de la sobreprotección, vive maritalmente con su hijo (Mother). Hace poco, el director ruso Andréi Zviágintsev diocuenta en Sin amor del trauma de un niño que ha abandonado el hogar sin dejar rastros, después de escuchar a su madre negarse a asumir su custodia, en una de sus broncas con el papá.
Me da que pensar cómo los directores asumen otra perspectiva de la maternidad, en la que sus heroínas rompen con el esquema tradicional impuesto y reforzado cada año en ese día mundial de la apoteosis sobre lo bello y lo sublime que es ser mamá. Hasta para ellos es más fácil cuestionarse ese patrón, pues como dice la Vero, «sentimos pánico de no ser consideradas buenas madres».
No obstante, cierto cine ha ido divulgando poco a poco que, lejos de cumplir con las expectativas de bondad, sacrificio, amor y ternura con que suele describirse el lazo materno, la que pare es ante todo un ser humano que muestra a veces los comportamientos y reclamos más inimaginables, escandalosos, inauditos o retorcidos, sin que necesariamente se trate de una loca o una psicópata.

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Entro a La Verónica por el tema de la maternidad, porque de todas las veleidades que practica Vero, esa es la que más la reconcome y de la que más provecho saca. Es, además, la condición que violenta con mayor soberbia, y de la que se venga sin que le tiemble una pestaña. Ese deber ser de la mujer, cuya inviolabilidad como categoría suprema del género se pone en discusión en foros sociales, legales, religiosos y familiares, ella lo desmiente incluso a partir de su papel de hija, desde la vergüenza que siente de haber nacido de un vientre pobre.
No digamos ya sobre la lata que le dan los berrinches de su Amandita, en escenas que, no voy a negarlo, me estrujaron el corazón, me sacaron de la diégesis, y me sorprendí pensando: «¿Qué hace el director con esa criaturita llorando en el set?». No me concentraba, de manera que fui presa de la misma angustia que domina al personaje: «Que se calle, por favor, paren ya».
Almodóvar en los tacones de Verónica
Dispuesta a imponer sus propias reglas del juego a la sociedad en la que vive, Verónica es tan víctima como delincuente, tan frágil como desalmada, tan frívola como astuta. El personaje está construido desde una visión arquetípica que lo define a partir de sus atributos físicos más básicos: un rostro, a lo sumo un busto, que se corta por encima de los senos.
Con tan limitados recursos performáticos a la mano, la actriz se ve en la obligación de poner todo su talento facial en función de la máxima expresividad de cuanto pasa por su cabeza o sus circunstancias: miedo, cansancio, aburrimiento, sopor, delirio, asco, libido, nada y todo a la vez, risa, perversidad, burla, hipocresía. Nunca sabemos si está mintiendo o sintiendo lo que su cara devela. Nunca sabemos si sus lágrimas son reales o responden a su trucaje mental, a la misericordia o al descaro. Su acting está a la altura de la construcción dramatúrgica de esta impresionante película, que aparenta parapetarse en el bajo perfil de una supuesta frivolidad temática.
El diseño del personaje principal se inspira en la visualidad de Rebeca (Victoria Abril) en Tacones lejanos: el peinado, las gafas, la saturación de colores en torno a ella en ciertos espacios como la televisión, en este caso, en la plantilla de plataformas internáuticas. El plano medio frontal nos presenta todo el tiempo a esta joven, cuya cara se recorta sobre un fondo supeditado a ella. A veces domina la luz del día o la de los reflectores sobre su semblante, que por momentos queda sumergido en la bruma, la semioscuridad, la noche. Son las dos caras de la misma moneda con la que Vero compra seguidores en Instagram o se inculpa en su habitación del pánico, allí donde practica el exorcismo que la libera y le recarga el morbo, mientras conversa con un fantasma.
El mandato social justifica los medios
Los cambios de humor que experimenta el personaje, interpretado a pecho abierto por Mariana di Girolamo, son parte del juego con el cual el director manipula a la audiencia, administrando pequeñas dosis de la perversidad que destila su protagonista, al tiempo que trafica con sus destellos de sinceridad. La frontalidad de sus alocuciones y su permanente mirada a cámara constituyen una interpelación directa al espectador.
A la Vero, que vive montando un show tras otro, parece que la vida se le va entre ser modelo, animadora, instagrammer, madre de una bebé que no para de llorar y mujer de un futbolista millonario. En realidad, lo único que le interesa en este mundo es la fama, y está dispuesta a pagar el precio que sea para alcanzarla. La premisa del filme nos dice por lo claro: la fama y el reconocimiento son el resultado de un esfuerzo personal en el que hay que jugarse todas las cartas, considerando que el fin justifica los medios.
Leonardo Medel ha demostrado que le fascina la realidad virtual y la experimentación formal, según algunas de sus obras anteriores —Constitución (2016), Harem (2017), Hotel Zentai (2018)—; también lo demuestra en este singular plot de éxito, urdido por él desde el guion, y que, a otro nivel, funciona como crítica a la vacuidad de las redes sociales y a la obnubilación que causa el estrellato del influencer de turno, quien va a la caza de marcas comerciales que financien su narcisismo esquizoide.

Hablar del sujeto femenino sin perecer en el intento
El director se sacudió con inteligencia el delicado asunto de mostrar a la actriz de cuerpo entero, y delega esa función en las dos amigas que la secundan. Elude así el peligro de que la performance histriónica de su personaje principal derive en prototipo de pasarela. No expone a la actriz a convertirse en cuerpo para mirar, asunto que hubiera distraído y banalizado muchos de los enunciados que profiere la Vero. Y cierra de un tirón la puerta a ese lugar común desde el cual la mujer ha sido vista en el audiovisual como carne ostentada para el placer erótico del macho.
Medel no se permite semejante resbalón. Ni desvaloriza ni juzga a su personaje; antes muestra su sórdida amargura y su felina ambición. Deja ver su engrifamiento contra los mandatos heteropatriarcales de la sociedad, y también su modo de burlarlos y usarlos para su feral y agresivo empoderamiento. Como la femme fatale rediviva, la Vero marcha por el mundo pisoteando a quien se le ponga por delante, hasta conseguir su meta. Y lo que es peor, su victoria no es percibida como dolor, como condena, como destino infausto. Ella gana, triunfa con todo el desparpajo, la sangre fría y la naturalidad que es capaz de experimentar. Luego se echa plácidamente a disfrutar de su piscina, su cóctel y su fama. Da miedo, ¿verdad?

Madame Verónica o monsieur Verdoux
Ese melodrama de la damita traicionada y sufriente, del que el cine latinoamericano fue dador desde sus tiempos fundacionales, murió con la niña asesinada por una pareja de alienados ególatras, locos de amor y envanecidos contra el mundo, culpa de Arturo Ripstein, en Profundo carmesí. Hay películas de las que no se regresa nunca, sino que empujan hacia adelante, mucho más si se esgrime lo cómico como brújula. Con sus no pocos momentos hilarantes, La Verónica se decanta por el humor y la ironía como instrumentos de un discurso beligerante y provocador en su esencia.
Cuando Chaplin creó a monsieur Verdoux sabía que tanta agudeza, elegancia, astucia y maldad no serían fácilmente superables por otro personaje de la pantalla. Pero Verdoux tuvo la oportunidad de emplazar a sus acusadores, así como la debilidad de amar a su esposa e hijo. Este Barba Azul moderno desafiaba su destino de clase, poniendo por delante su ambición financiera. A Verónica le toca remontar sus desventajas como pobre, mujer, esposa y madre, lo cual implica una cuota adicional de coraje y diez mil obstáculos más.
Lo que disgustaría a un espectador conservador y clásico es la impunidad de la Vero, esa manera en que se burla del fiscal y de su propio marido, mientras la ley, orquestada para contener y sancionar todo delito, es burlada una y otra vez por aquella que, sometida a violencia de género, hallaría no poco desamparo en la letra legal.
El primer plano como discurso
Lo propio del código cinematográfico es la variabilidad del punto de vista sobre los sujetos, el cambio de encuadre y de perspectiva, el juego de las focalizaciones y los ángulos de la cámara. En este caso, Medel se divorcia de la tipicidad y opta por una planificación que nos impone el primer plano de la actriz en casi todo momento. Todos los demás personajes tendrán que subordinarse a la frontalidad de su protagonismo y pasar por la pantalla en escurridísimos planos dorsales o como parte de la escenografía de fondo. De ahí que el sonido fuera de campo sea el medio de identificación más usual para ellos.
A Julita, la criada, no le veremos el rostro en sus primeras intervenciones; a la madre, nunca; al fiscal, jamás, y en el colmo del borramiento de toda representatividad simbólica caduca está la madre de Javier, convertida en un altar (directamente invocado a través de la mirada a cámara) sobre el que Vero vomitará sus más ocultas razones.

La presentadora de televisión y Andrea, que le sirve de biógrafa y le confiesa su idolatría, se colocan brevemente a su lado solo para equipararse con ella, para confirmar que militan en su bando. Sin embargo, el esperpento de quemada junto al que aparece la Vero en su sesión de fotos para la campaña «Quiérelos, son como tú», y todo lo que corre en torno a ese episodio, es de un sarcasmo brutal. No sabemos si reírnos o guardar para especulaciones futuras la tesis que reverbera en el fondo, muy ligada a aquello de «quien critica se confiesa» o la vida como espejo. Ese es uno de los diversos tópicos candentes y polémicos que se deslizan en el filme.
Amante «cara de hueca» y terapia para los celos
A sabiendas de que la riqueza argumental de La Verónica supera la humilde aproximación de este artículo, anotemos, en resumen: la controversia socrática que entablan los dos adolescentes con la Vero, a resultas de la cual esta debe mostrarles sus senos. La Vero como símbolo de la patria chilena. La teoría de la oposición entre inteligencia y goce, bifurcada en dos facetas: la mujer intelectual preciada de sí misma (Andrea) y la mujer que se proyecta cerebro hueco para ofrecer placer visual a los otros. Las reflexiones de la Vero son tan prolijas y paradójicas que llegan a poner, sobre un mismo sumario, clítoris y budismo, meditación, revelación kármica, anorexia mental y sunyata. Dicho todo con la mayor displicencia del mundo.
Otra teoría que pone en tela de juicio la Vero es el instinto maternal. Si bien existe el instinto biológico de succión en el recién nacido, el instinto materno no existe. Lo que existe es el deseo de imitar un trayecto, un programa aprendido mediante la observación y la inculcación cultural, para lo cual debería ser indiferente si se es hombre o mujer. Parir no convierte a nadie en madre ni en padre.
Ojo con la teoría de que procurar amantes al marido es la mejor terapia para los celos de la esposa. Este es uno de los secretos más justificados, recomendados y practicados por el mercenarismo falocéntrico. Desmontando cuanto modelo le han vendido desde que, por su sexo biológico, la sociedad la obligó al aprendizaje de ser y reconocerse como mujer, la Vero se ha desembarazado no solo de sus hijas, sino de todo lo que se erige como obstáculo de su felicidad. Al final, su dicha no consistía en ser madre y esposa, su opción no era la familia, como declaraba con total cinismo. Su destino era convertirse en modelo de mujer, según los estándares de la sociedad patriarcal, y así fue, pero imponiendo sus términos y condiciones.

Existe un conjunto de filmes que apoyan el uso de la astucia, la mentira, la doble costura moral, la hipocresía, el fingimiento y la simulación como defensa y estrategia de resarcimiento para la mujer. A veces como plato principal, a veces como subtrama. Un ejemplo reciente: La doncella (Park Chan-wook).
En un mundo donde una víctima de violencia de género con frecuencia suele ser revictimizada antes que socorrida y amparada por la legislación, y se advierte la resistencia a cambiar las reglas del juego, tiene que primar la sororidad. Recuerden aquella película de Almodóvar, Volver, donde las mujeres encubren el homicidio contra un depredador sexual. Aunque el quebrantamiento de la ley no sea el camino en la vida real, lo que nos sugieren esos filmes es que aprovechemos la trampa inscrita en la ley hasta que la ley sea lícita expresión de nuestros reclamos.
Entonces, utilizar la sinergia generada por el propio sistema patriarcal como bumerán contra su estructurada opresión, una especie de aikido feminista, tendrá que ser el concepto, la trama y el discurso. Si el público masculino sigue flipando con los relatos de sus héroes, superhéroes y patriotas, con la misma intensidad y regusto veremos a nuestras tarantinas, larsvontrianas y verónicas ir en aumento y ser tendencia en la pantalla. La intención de este artículo es aumentar sus followers.