Eclosión ochentera y angustias de los años noventa
Con el arribo al cine de la llamada generación intermedia, es decir, los que debutaron en el largometraje de ficción propulsados por el dinamismo productivo que alcanzó el ICAIC bajo la gestión de Julio García Espinosa, se inicia la verdadera eclosión de la comedia, sobre todo en variante costumbrista y urbana, especialmente en los años ochenta[1], cuando se estrenaron dos películas notables, firmadas por uno de los más importantes comediógrafos que ha dado Cuba: Juan Carlos Tabío, que se ocupaba en realzar, con toda dignidad, los códigos narrativos de la comedia de enredos, con el tema del cambio de casa en su ópera prima, Se permuta (1983), que vehiculaba también una reflexión sobre los prejuicios, el artificio, la doble moral y el arribismo de personajes (hombres y mujeres) pícaros, marrulleros y aburguesados, en contraposición a la naturalidad de los más idealistas, espontáneos y proletarios.

Mucho más profunda resultó la andanada paródica que presentaba Plaff o demasiado miedo a la vida (1988), gozosa ridiculización del melodrama, el folclor y por supuesto el burocratismo, en un tono que jamás renuncia al distanciamiento crítico. El filme arremetía contra los necios, especialmente los intransigentes y esquemáticos, como aquellos personajes de burócrata y demagogo que hace Jorge Cao, o la madre dominante, prejuiciosa y conservadora que interpretó Daisy Granados, sin olvidar una galería de personajes donde sobresalen pícaros y casquivanas de los más diversos talantes y apariencias, devenidos ocasionales héroes cuando desafían la estolidez de los «cuadra’os», o tipológicos emblemas de los pintorescos prejuicios y pecados que pululan en cualquier barrio habanero. Porque Plaff… exalta lo cubano choteador y adaptable, pero también se burla de ciertos costados menos amables de nuestra idiosincrasia, mientras pone en solfa lo que se considera cultura popular, y somete a burla a todas las personas cuya vida está guiada por el ansia de poder, el temor a los cambios y la resistencia a la dialéctica.

También se impone mencionar al menos la comedia más popular de los años noventa, Guantanamera (1996), filme postrero de Tomás Gutiérrez Alea, en codirección precisamente con Juan Carlos Tabío. Ambos realizadores manipulan aquí las herramientas del choteo cubano, la natural tendencia a burlarse de todas las cosas, todo el tiempo, para volver a escarnecer el esquematismo y la solemnidad del poder y la política. Como se trataba de una road movie, Jorge Perugorría interpretaba a un camionero mujeriego, mercurial y machote, mientras que su contrafigura, interpretada por Carlos Cruz, encarnaba al funcionario, esquemático, y adicto a la rutina, quien se encarga de administrar el convoy de carros fúnebres que trasladan los restos mortales que recorren casi toda la isla, desde Guantánamo hasta el Cementerio de Colón. Las regulaciones y el burocratismo obligan a realizar un relevo de carros fúnebres en cada provincia, y convierten el traslado del cadáver en una sucesión de confusiones y absurdos provocados por la burocracia, vista ahora en un tono paródico, farsesco.

Aunque debutó también en los años ochenta, poco después de Juan Carlos Tabío, Daniel Díaz Torres marcó el cine cubano de la siguiente década con una impronta novedosa de comedias ácidas, en extremo satíricas y muy vinculadas al humor negro. Estos modos predominan no solo en la comedia nacional de los años noventa, sino también en las que se realizaron a lo largo de las dos primeras décadas del siglo XXI, como si la comedia cubana debiera adoptar los tonos amargos e hipercríticos para ser, estar y trascender. Justo en los inicios de los complejos años noventa apareció una comedia surrealista que provocó una inacabable polémica sobre la función crítica del arte. Alicia en el pueblo de Maravillas (1991) abrazaba la modalidad del pastiche posmoderno, y sus discursos pesimistas o ambiguos, para hacer la parodia de la resistencia pueblerina al empeño mejorador de la joven instructora de arte, una trama que permite hablar de doble moral, esquematismo y demagogia, además de la revelación de un estado de vigilancia y recelo. A pesar de acogerse fundamentalmente a las tesituras de la comedia costumbrista, el filme juega todo el tiempo con las claves del surrealismo y el absurdo, hace la paráfrasis de la célebre Alicia en el país de las maravillas, e ilustra satíricamente un pueblo sombrío, delirante, dominado por la sinrazón y habitado por personas paranoicas, destituidas de sus cargos. Muy cercano al humor socialmente cáustico de los Monty Python, el filme presenta un espacio simbólico donde nada funciona, desde la primera noche que pasa la terca instructora en el pueblo, en un hotel tan sórdido e ineficaz como la cercana escuela, completamente fraudulenta, y el sanatorio «modelo» que intenta curar los males a partir de reprocesar excrementos.
Díaz Torres recurre otra vez al guionista Eduardo del Llano para continuar captando la contemporaneidad a través de parodias genéricas, en este caso del cine policiaco, de espías y delincuentes, como Kleines Tropicana (1997) y Hacerse el sueco (2000), que ofrecen sendos resúmenes de la crisis ideológica, la natural magnificación de lo extranjero en medio de la varias malditas circunstancias por todas partes y la desorientación de las ilusiones que padecían los cubanos a lo largo de la última década del siglo XX. Alicia en el pueblo de Maravillas, Kleines Tropicana y Hacerse el sueco conforman una suerte de trilogía en tanto comparten determinadas esencias caracterizadoras: la voluntad de retratar, desde la parodia, la crisis ideológica inherente al período especial (mediante el cubanísimo choteo se cuestiona tanto lo cubano idiosincrático como la versión tropical del socialismo). Los tres filmes confirman, sobre todo, la tendencia preeminente del cine cubano de esa década a la coralidad, es decir, a distribuir el peso de la trama entre varios personajes y líneas narrativas, como si el autor y su guionista intentaran alcanzar máxima representatividad psicosocial. Destacan en el conjunto los dos papeles de necio que interpretó el actor Enrique Molina: el jefe de policía de Kleines Tropicana, materialista, terco, esquemático y ligeramente obtuso, y el padre de familia de Hacerse el sueco que añora la época de la influencia soviética, estalinismo incluido.
Al delirio de confundir géneros y parafrasear situaciones tópicas, la muy barroca Kleines Tropicana manipula la farsa y el onirismo en un mosaico de referencias cabareteras, policiacas, romántico nostálgicas y del cine negro o de espionaje. Las dos líneas fundamentales del relato implican a un policía contemporáneo, con ansias de convertirse en escritor, y en un tono más delirante o legendario, se especula sobre la presencia de espías alemanes en Cuba, en los años cuarenta. También invocan a personajes extranjeros las siguientes Hacerse el sueco y La película de Ana (2010), pero el dueto realizador-guionista les roba cualquier atributo ennoblecedor y les confiere la peor parte en comparación con los nativos, más o menos necios y pillos, pero siempre humildes, inteligentes y mayormente honestos, en tanto son capaces de desplegar un esfuerzo estoico por sobrevolar la vulgaridad dominante y el absurdo cotidiano.

Entre los hacedores de comedias que debutaron en los años noventa, pronto destacó Gerardo Chijona, sobre todo con Adorables mentiras (1992), y después con Un paraíso bajo las estrellas (1999) y Perfecto amor equivocado (2004). Desde su muy elogiada ópera prima, Chijona ofrecía al espectador una visión tal vez cínica y agridulce de la realidad contemporánea cubana, y refundaba el arquetipo del pícaro, en tanto lo representaba en versión de funcionario simulador, o de intelectual complaciente y fariseo. La comedia musical y de enredos Un paraíso bajo las estrellas afloja la mano y recurre a la vivacidad de parodiar la telenovela y el melodrama, mientras que Perfecto amor equivocado (2004) confirma su dominio del subgénero de las comedias de situaciones, de fuerte vena cáustica. Posteriormente, el cine de Chijona acrecienta los matices de crítica social y se torna agrio, aunque continúa revalidando las tramas asentadas en el enredo, con elaborados gags verbales y equívocos de identidades que pongan de manifiesto la doble y la triple moral, los rejuegos éticos a que obliga la supervivencia en las posteriores La cosa humana (2016) y Los buenos demonios (2018).
Metamorfosis del siglo XXI
Los dos realizadores que mejor supieron conectar los paradigmas del humor cubano cinematográfico proveniente de los años ochenta y noventa con las urgencias temáticas del siglo XXI fueron los ya consagrados Daniel Díaz Torres y Juan Carlo Tabío. El primero de ellos emprendió, luego de concluir la tragicomedia filial Hacerse el sueco (2000), la comedia histórica Lisanka (2010) y la dramedia de humor reflexivo La película de Ana (2012). En Lisanka, el realizador optaba por lo retro para desacralizar el estoicismo, en el contexto de la crisis de los misiles y la Cuba de principios de los años sesenta. Para lograr tales propósitos, el diseño de personajes presenta a la mayoría de ellos cual necios intransigentes, abroquelados en el comportamiento y las creencias de uno u otro de los bandos en confrontación: burguesía en retirada y revolucionarios triunfantes, Estados Unidos que ataca y Unión Soviética que se defiende. Y aunque se trate, como en Alicia…, de un pueblo de campo, Veredas del Guayabal, el costumbrismo de la ruralidad está obnubilado por la difícil situación política, y por la presencia de los colaboradores soviéticos, cuya participación en la vida de los personajes, y de la cultura nacional, le aporta rasgos delirantes, barrocos, a una realidad casi surrealista, cuyo reflejo fílmico está marcado por situaciones límites mediadas por el choteo, el relajo, el sexo desacralizador, la burla a la solemnidad y el más irónico revisionismo.

Por otra parte, el filme postrero de Díaz Torres, La película de Ana, devino pase de revista cáustico de los estereotipos que pueblan el imaginario de los extranjeros respecto a los cubanos, mientras se ponen en relieve, convenientemente exagerados, disímiles juegos con el arquetipo de la casquivana, además de los lugares comunes de la mentalidad colectiva en torno a la prostitución o el tráfico de conveniencias. Siempre preocupado por la franqueza y la cubanía, el director quiso cumplir con las tres expectativas siempre latentes respecto al cine cubano: combinación dosificada de melodrama y comedia de costumbres, fuerte contenido contextual contemporáneo y capacidad de seducción mediante personajes idiosincráticos.
Paralelamente, el maestro de la comedia coral a la cubana, Juan Carlos Tabío, actualizó y refrendó la tipología del cubano avispado, pícaro y flexible en las posteriores Lista de espera (2000) y El cuerno de la abundancia (2008), en las cuales expone —con un dejo final de confianza en los poderes regeneradores de la esperanza— los desafueros, las erosiones y el caos impuestos durante el período especial. Lista… alude humorísticamente a los problemas cotidianos, entre otros, la escasez de transporte, y dramáticamente se concentra en un pequeño pueblo, en el centro de la isla, donde hay una estación de ómnibus que cobija a numerosos pasajeros a la espera de poder viajar hacia oriente o rumbo a occidente. Típica comedia de pastiche, colmada de citas y homenajes a películas anteriores, El cuerno… contiene el análisis más profundo, y simpático, de la psiquis del cubano promedio como un ser laborioso, gozador, idealista y taimado, eterno pícaro, ahora disfrazado de hombre común, siempre a la espera de un mejor futuro.
Sin embargo, tampoco sería exacto caracterizar las comedias cubanas de las primeras décadas del siglo XXI[2] sin incluir algunas realizadas por quienes debutaron a partir de los años noventa, mayormente egresados de nuestras escuelas de cine (Juan Carlos Cremata, Arturo Sotto, Alejandro Brugués). Porque resulta imposible hablar de los albores de la centuria presente sin mencionar el debut de Juan Carlos Cremata, Nada (2001), que violenta los rígidos soportes genéricos y se enrumba mayormente hacia el pastiche, la sátira, lo grotesco y el esperpento, dentro de un tono vinculado con la comedia descacharrante y hasta carnavalesca, esa que aúpa como principal recurso compositivo el tradicional y cubanísimo choteo. Esa combinación de exageración satírica, humor astracanado y surrealista está en función de comprender la cubanía cual exuberante estado de ánimo, donde habitan superpuestos la dicha y el dolor, la cólera y el remanso. El homenaje de Cremata a los grandes creadores del séptimo arte, cubanos y extranjeros, asimila códigos tributarios de la comedia silente «de golpe y porrazo» y de ciertas producciones italianas de los años sesenta.
Criollísima y tragicómica road movie, Viva Cuba (2006) es también una historia narrada con extrema vivacidad, donde apenas existen puntos muertos, a la manera de la comedia clásica, a la hora de contar, con mucho humor, la fábula de Jorgito y Malú, con un tono distendido, gracioso, nada sombrío ni pesimista, aunque la película nunca resulta irreflexiva y logra sortear con ejemplar destreza todas las emboscadas de la cursilería, para oscilar entre lo picaresco y lo lírico, lo farsesco y lo surrealista. Pocas veces se vieron en el cine cubano niños que hablaran con tanta gracia y frescura; casi nunca se vio retratada la isla con tanto afectuoso y dinámico colorido, y muy pocas veces, en nuestro cine, la solemnidad predicadora se pintó, sin complejos, de sonrisas, incluso de chistes gruesos; situaciones elementales y personajes demasiado socorridos, dentro de una comedia que se atreve a discursar sobre la intolerancia y el despotismo, sobre la necesidad de amor y de comprensión.
[1] Aunque solo me refiero aquí a las comedias de Juan Carlos Tabío, en tanto paradigmas del género en esta época, habría que profundizar en el estudio de otras muchas comedias de los años ochenta, antes de la condena sumaria y apriorística. En el amplio conjunto resaltan las siguientes: ese delirio del camp y el musical paródico que es Patakín (¡quiere decir fábula!) (Manuel Octavio Gómez, 1982), la trilogía de Rolando Díaz integrada por Los pájaros tirándole a la escopeta (1984), La vida en rosa (1989) y Melodrama (1995), la comedia romántica Una novia para David (Orlando Rojas, 1989), el díptico De tal Pedro tal astilla (1985) y Vals de la Habana Vieja (1988), de Luis Felipe Bernaza, además de la desencantada Amor vertical (1997), de Arturo Sotto.
[2] Existe al menos otro título que engrosó la reciente tradición de comedia amarga, y es Entre ciclones (2003), de Enrique Colina, todo un ensayo que actualiza la tipología del pícaro y el necio. En la vertiente de un humor más blanco, de enredos, aparecieron Las noches de Constantinopla (2001), de Orlando Rojas; Habana Eva (2010), realizada por la venezolana Fina Torres, y la muy aferrada al original teatral Contigo pan y cebolla (2014), de Juan Carlos Cremata.