Verdadero no significa en general sino lo apto para la
«La voluntad de poder» (1901). Friedrich Nietzsche
conservación de la humanidad. Lo que me hace perecer
cuando creo que no es verdadero para mí, es una relación
arbitraria e ilegítima de mi ser con las cosas externas.
El cineasta en su laberinto
El multipremiado cineasta iraní Asghar Farhadi (Sobre Elly, Una separación, El viajante) se halla ahora en un intenso y decisivo vórtice existencial que resulta sin dudas momento climático del relato de su vida. Su más reciente filme, Un héroe (Ghahreman, 2021), merecedor del premio del jurado en el 74 Festival de Cannes —ex aequo con la cinta finlandesa Compartimento Nº 6 (Hytti nro 6, Juho Kuosmanen, 2021)—, fue confirmado por un jurado de su país como un plagio del documental All Winners, All Losers (2019), de su compatriota y alumna Azadeh Masihzadeh.
Masihzadeh denunció además haber sido inducida años antes por Farhadi a concederle, documento legal de por medio, los derechos de la idea original de su película documental, desarrollada en 2014 durante un taller de documental que impartiera el director en el Instituto Karnameh de Teherán, donde la obstrucción era «encontrar cosas perdidas».
«No debí haberlo firmado, pero sentí una gran presión», declaró la cineasta. «El señor Farhadi es este gran maestro del cine iraní. Usó ese poder que tenía sobre mí para que firmara», explicó en entrevista con The Hollywood Reporter a propósito de su conflicto legal y artístico con el realizador doblemente oscarizado —en 2011 por Una separación y en 2017 por El viajante, ambas en la categoría de mejor película de habla no inglesa— y tres veces galardonado en Cannes —mejor actor y mejor guion en la edición 69 para El viajante y el gran premio del jurado para Un héroe.

Farhadi, por su parte, alegó que la investigación sobre el hecho real en que se basan ambas películas la desarrolló de manera autónoma, además de inspirarse en la obra teatral La vida de Galileo, de Bertolt Brecht, añadiendo otras disímiles divergencias con los sucesos. Como contraofensiva, demandó a Masihzadeh por difamación; en caso de ser hallada culpable, Masihzadeh se enfrentaba a la pena de cárcel y 74 latigazos. Pero finalmente los tribunales iraníes fallaron doblemente a favor de la realizadora: fue absuelta de la causa de difamación y se le otorgó la razón en la demanda por plagio. Ahora es Farhadi, sin posibilidad de apelación, quien se halla frente a un posible encarcelamiento y a la pérdida de todas las ganancias proporcionadas por Un héroe, adquirida por la plataforma de streaming Amazon.
Farhadi está en una encrucijada espinosa, de connotaciones éticas y morales muy duras, que saja ineluctablemente su carrera fílmica. Se ha visto segregado a la esquina de la duda y el recelo. Está en corrosivo entredicho, se desliza descalzo por el borde de una navaja afilada. Amén del impacto directo sobre su estatus civil y su cuenta bancaria, este affair licúa el piso bajo sus pies, redimensiona su imagen ante el mundo y ante el cine. Lo sumerge en una marisma polémica que hará a muchos discutir si seguir validando su obra o no, si deslegitimarla o no. Unos se pasarán, otros no llegarán. Unos serán cautelosos y no querrán hacer leña del árbol caído, otros empuñarán el hacha con ímpetu. Unos deslindarán la obra de la persona, otros juzgarán el conjunto como algo indisoluble.
Para un grupo, Asghar Farhadi será un héroe, para otros será un villano. Para una tercera facción, será un antihéroe, que a la larga es el tipo dramático más dialogante con la «vida real» y los seres humanos, lejos casi siempre de los respectivos y maniqueos extremos.
¡El héroe está desnudo! o la verdad como representación
Irónicamente, el protagonista de Un héroe, Rahim Soltani —interpretado contundentemente por Amir Jadidi con una mezcla de dulzura repulsiva, que consigue provocar a la vez simpatía y desprecio, empatía y escepticismo, solidaridad y recelo—, se sitúa en esta tierra de nadie ambivalente, provocadora, flanqueado por los igualmente cenagosos terrenos del desprecio y el cariño, la honestidad y la falsedad.
Con Rahmin como eje, a la vez que ariete emotivo, polémico y ético, la película toda se sintoniza con las frecuencias más sutiles, y a la vez más acres, del incordio y la desazón, pues delata lo ilusorio del constructo cultural que resulta la verdad. Revelando su naturaleza instrumental, dúctil, ambivalente, incompleta, más allá de la noción trascendental, metafísica y transhumananista que comúnmente se tiene de esta, erigida en abstracta deidad moral de la especie, en dimensión virtuosa donde buscar refugio, justicia, equilibrio y vindicación. El complejo y excelso concepto de la Maat egipcia se derrumba estrepitosamente en las aguas terrosas de lo humano y lo imperfecto (valga la redundancia).
Un héroe propone la «verdad» como una hidra de numerosas cabezas contradictorias, torcidas y enredadas caóticamente entre ellas. Propone la verdad como una superposición de estratos de conveniencias y oportunidades. La delata como una zona más de la representación, y no como una fuerza incontrovertible, absoluta, ajena y externa a la comedia humana, en correspondencia con la concepción maquiavélicamente pragmática de Nietzsche, que condiciona lo verdadero a la conveniencia conservadora de la humanidad, o más bien del grupo humano que se valga de la verdad a su beneficio. La verdad como vértigo.
Sobre estos desafiantes presupuestos, Farhadi urde su película más sardónica, cínica y sinceramente cruel, a la manera quirúrgicamente sádica del irredento y maldito Todd Solondz (Bienvenidos a la casa de muñecas, Storytelling, Felicidad, Perro salchicha). La mirada del director permanece a una prudencial distancia de los personajes, a salvo de cualquier riesgo de compasión por ellos; sobre todo por el protagonista, cuyo acto «heroico» y tan sencillo como devolver un bolso con diecisiete monedas de oro hallado en una parada de ómnibus desata los perros del karma sobre él en vez de recompensarlo con la fortuna y la bienaventuranza que le corresponderían.

Rahmin está preso por una no muy bien esclarecida estafa a su antiguo socio y excuñado Bahram (Mohsen Tanabandeh). Su libertad depende de que este vea reembolsados los millones que perdió y retire su denuncia. El también poco esclarecido hallazgo del bolso afortunado por parte de su actual prometida Farkhondeh (Sahar Goldoost) hace renacer la esperanza de conseguir el dinero necesario para condonar al menos una parte significativa de la deuda.
Pero Rhamin, poseído al parecer por algún geniecillo infausto y bromista, decide hacer una buena acción y devolver la riqueza a su verdadero dueño, lo cual lo convierte en una celebridad instantánea, en un héroe, en un campeón de la honradez que merece ser exhibido a todo el país como un modelo, como un sol impoluto del mundo moral —aunque al final resulte una Fata Morgana del Valle de Lágrimas.
El castillo (altar) de naipes sobre el que se posicionará Rahmin se arma con la celeridad de la luz, y la promesa de un happy end parece estar justo al doblar de la esquina, para luego irse derrumbando con el meticuloso sadismo de Leng T’ché, la tortura china de los mil cortes. Rahmin no muere bajo las numerosas cuchilladas que le propina Farhadi, sino que las sufre todas sin perder la consciencia, y presencia en primera fila su ascenso y caída en picada.
La película entrampa constantemente la perspectiva, con una narrativa fractalizada a cada minuto en constantes y sorpresivas bifurcaciones que acercan el relato al tono vertiginoso de la screwball comedy, y casi que a su propia esencia absurda, a pesar de la pátina realista que caracteriza el cine de este director, tras la que siempre parece embozarse una visión irónica del mundo. Un héroe puede considerarse entonces una sátira social de brillante pesimismo, que parece gritar con sordos alaridos que la vida no es bella.

Precisamente, la película parece impugnar, a través de las décadas que median, la célebre comedia sentimental de Roberto Benigni La vita è bella (1997), devenida canto a la prevalencia del amor (como forma sublimada de la verdad) sobre los horrores de la existencia, una alegoría de la pureza de la infancia como perenne esperanza de la humanidad. Mas el dueto de Rahmin y su hijo Siavash, incontrolablemente tartamudo, lejos de articularse como un remanso de bondad impoluta, deviene antitético contraste, en consagración del fracaso, la inutilidad y la manipulación.
El niño es inescrupulosamente instrumentado, expuesto, y reducido a mera y desechable carta de triunfo. No es el espíritu salvador de su padre, no es el asidero último para que este salve su dignidad a medida que se sumerge en las turbulentas aguas del despropósito y la desventura. En vez de eso, se hunde con él, se anega en el torbellino de sucesos que, como el diablo colorado del Patakí de los Ibeyis, termina por borrar todos los caminos del monte: en este caso, los derroteros morales en la selva negra de la cual Dante solo pudo escapar usando el infierno, el purgatorio y el cielo como atajos salvadores.
Todos los posibles Virgilios de Rahmin —los jefes de la prisión, los gestores de la fundación benéfica que lo enaltece y busca contribuir a su liberación, su familia, su prometida, su hijo— se quiebran en el camino, pierden la orientación, se traicionan, se enmarañan sin remedio en la enredadera espinosa y gordiana de sus «buenas intenciones». Y el protagonista ve empedrado por estas su sinuoso descenso a los infiernos, sin brújula ni fanal esclarecedores, directo hasta su tumba moral, donde se revolcará sin sosiego.

Un héroe es una película donde los personajes se arrojan sus respectivas «verdades» a la cara, como en las mejores peleas de pasteles de las prístinas comedias mudas de Mack Sennett. Solo que estos dulces son amargos y corrosivos. Con sutileza de orfebre, el guion de la película se permite sustraer la exposición de numerosos sucesos que «esclarecerían» —para tranquilidad de espíritu de más de un espectador— la situación, que despejarían la verdad absoluta sobre Rahmin y sus circunstancias.
Estas piezas perdidas del rompecabezas son mencionadas por los personajes, como parte del juego de emboscadas que despliega la cinta con los públicos, y permanecen en el gelatinoso terreno de la especulación.
Farhadi se permite construir un castillo de naipes con barajas faltantes, en un alarde de equilibrio dramatúrgico, en un acto de prestidigitación narrativa de una simpleza enloquecedoramente liada. Así es la verdad: un laberinto lleno de callejones sin salida, construido por seres de un mundo de cinco dimensiones o por un Shinigami aburrido que solo quiere ver el mundo arder. Cualquiera se pierde en sus sinuosidades y angosturas. Hasta el luminoso y casi infantil Rahmin.