Uno de los más extraños fenómenos del color que llegó a registrar Goethe está relacionado con la existencia de una mancha fantasmal que somos capaces de percibir si luego de mirar fijamente un objeto muy brillante desviamos nuestra mirada hacia la sombra. Por ejemplo, Goethe anota en la primera parte de Teoría de los colores (la que lleva por título «Los colores fisiológicos») que se quedó viendo una masa roja de hierro candente por un tiempo, que apartó casualmente la vista hacia un montículo de carbón, y que pudo percibir sobre el carbón una mancha verde con la forma del hierro que sus ojos habían capturado hacía apenas unos segundos.
Cuando está expuesta a un color de manera prolongada, la retina fatiga los receptores de ese color, y luego le cuesta más visualizarlo. Mientras, los receptores de su complementario, que hasta ese instante han descansado, están más sensibles. Todo color que vemos, por tanto, tarde o temprano invoca a su opuesto cuando cerramos los ojos. El verde, después del rojo, viene a cobrar la deuda y a restablecer el equilibrio.
Una sección importante de Teoría de los colores es la última, que ejerció un influjo más artístico que científico. Se trata de la que se dedica a descifrar los valores anímicos y morales de los colores. Para Goethe, el verde es placidez. Según el alemán, mientras lo vemos pensamos que no queremos dejar de verlo. Sin embargo, hay otros ánimos que pueden ser infundidos por el verde. Hay un momento esencial de El Caballero Verde (The Green Knight), dirigida por David Lowery y estrenada este verano, que funciona como la caja negra de la película, en el que se hace una extensa evocación del color verde.
El verde parece el color de la tierra y de la vida, pero es también el color de la putrefacción, dice un personaje. Es el color del moho y del musgo, y de la maleza que podamos y que vuelve a crecer. Sube por las paredes y los muros. Se aloja en los dientes. Tarde o temprano el verde aparece bajo la piel. No hay modo de extirparlo. «Mientras nos distraemos persiguiendo el rojo, nos llega el verde. El rojo es el color de las pasiones y el verde es lo que las pasiones nos dejan», se añade. El rojo trascendental deja una mancha verde en The Green Knight, del mismo modo que el rojo fenoménico le dejaba a Goethe un fantasma en la oscuridad.
La alegoría es la más medieval de las figuras retóricas. La mayor parte de las películas que vemos sobre el medioevo se construyen sobre fórmulas modernas (dígase «románticas»: el romanticismo en sus múltiples mutaciones sigue siendo la columna vertebral de la cultura); se puede decir que se trata de dramas modernos ambientados en otra época. The Green Knight, que se construye sobre una alegoría simple, rústica (tenebrosa y «románica»), se siente de manera inmediata como algo diferente: desde las coronas con forma de halo del rey Arturo y de Ginebra (y luego del propio Gawain), que parecen sacadas de un fresco o de una miniatura cristiana, hasta la estructura episódica y el tono de fábula moral, según entiendo, muy fiel al espíritu del manuscrito medieval que está adaptando, Sir Gawain y el Caballero Verde.
El principio de equilibrio de opuestos, rojo y verde, el «truco» narrativo de saber que lo que sea que haga Gawain le será hecho un año después (y por tanto será decapitado), es elemental, podría decirse que obvio, pero la película está manejada con sutileza, de manera que al final, cuando ocurre el gran giro narrativo, el espectador no está agotado: al contrario, se encuentra absorbido por la atmósfera. El espectador ha fijado demasiado tiempo la vista en la posibilidad de que el Caballero Verde triunfe en combate sobre Gawain, y al final, cuando esos receptores ya están fatigados (por así decirlo), se revela que no va a ocurrir tal combate: la decapitación debe ser voluntaria. Es decir, el héroe ha tenido que ir en busca del Caballero Verde, y una vez que lo ha encontrado, ha tenido que arrodillarse para que la deuda sea saldada. El espectador ha previsto la acción del enemigo, y en verdad el enemigo está hecho de inacción. El verde, el color enemigo, se sienta a esperar que el héroe se sienta listo para morir. Solo que nuestro héroe es un cobarde, como nosotros, y no cree estar listo para la muerte.
Y cree el héroe que puede regresar y escapar del verde. Y comete actos infames. Y hereda la corona de Arturo y reina durante muchos años, pero el verde tarde o temprano ensombrece su corona dorada (literalmente), y se aloja en sus dientes y bajo su piel. El verde siempre triunfa. Y el mayor logro de The Green Knight siento que es ese, la sensación claustrofóbica de que no se ha escapado de la capilla, de que la vida es una especie de sueño en la capilla antes de la decapitación, y de que el movimiento del brazo del Caballero Verde es solo una réplica del propio, como un péndulo que va y regresa.
El final de The Green Knight se funda sobre una inversión de términos. Hay dos finales superpuestos: el primero es de tono realista: en este, el caballero Gawain prosigue su vida; el segundo es de tono fantástico: hay un personaje que parece un árbol antropomorfo que va a decapitarlo. Curiosamente, dentro de la narrativa de la película, el primero (el realista) constituye la ilusión, y el segundo (el fantástico) constituye el final real. La película aprovecha el primer final para mostrar aquello a lo que se refiere su propia alegoría, es decir, bajo la apariencia de la ilusión se nos revela en bruto la «verdad». Jorge Luis Borges, en sus famosas disertaciones sobre la Divina comedia, hablaba del doble carácter de la alegoría: las fieras eran conceptos, pero también eran literalmente fieras con garras y colmillos. El Caballero Verde es, en efecto, un hombre armado que monta sobre un caballo, y a la vez son las horas vacías, la mirada perdida del rey, la enfermedad, la muerte. En el fondo no hay tal cosa como dos finales (el primero ilusorio, el segundo real): ambos son el mismo y el único.