Una de las características más fascinantes del cine es su capacidad para generar una familiaridad íntima con lugares, personas y objetos que, aunque nunca hemos visto en la vida real, parecen pertenecernos. El séptimo arte no solo nos transporta a geografías lejanas, sino que también las convierte en espacios cargados de significado emocional, casi como si fueran extensiones de nuestra propia memoria. En este sentido, el cine nos ofrece una cartografía afectiva, trazando mapas de regiones alejadas del cosmopolitismo, los centros financieros y las rutas turísticas. Estas son geografías donde el tiempo transcurre con lentitud, la cotidianidad se despliega con un ritmo ralentizado y los personajes conviven con paisajes naturales que oscilan entre la hostilidad y el refugio.

Al pensar en estas representaciones, surgen lugares icónicos que los cineastas han transformado en microcosmos narrativos. Está el norte de Irán, particularmente el pueblo de Koker, inmortalizado por Abbas Kiarostami, donde el paisaje árido y los pequeños asentamientos sirven como escenarios para explorar preguntas universales sobre la vida y la muerte. También pienso en el barrio de Fontainhas, en Lisboa, donde Pedro Costa ha convertido la marginalidad en un poderoso vehículo poético a través de películas como Ossos (1997), En la habitación de Vanda (No Quarto da Vanda, 2000), Juventud en marcha (Juventude em Marcha, 2006) y Vitalina Varela (2019). En sus manos, este barrio habitado por inmigrantes y desplazados se transforma en una inquietante representación de una Europa en constante cambio.
De igual manera, directores como Apichatpong Weerasethakul y Alice Rohrwacher han transformado paisajes poco explorados como el noreste de Tailandia y las regiones agrícolas de Italia, respectivamente, en escenarios donde la vida y lo sobrenatural convergen. Weerasethakul, con su estilo hipnótico, infunde lo místico en los densos paisajes selváticos de Isan, mientras que Rohrwacher transforma la simplicidad de la vida rural italiana en una ventana hacia lo mágico y lo poético.

Esto también ocurre con los paisajes de Anatolia en varias películas del turco Nuri Bilge Ceylan, donde el entorno natural no solo funciona como un telón de fondo, sino como un elemento dramático que interactúa con las emociones y los conflictos internos de los personajes. En Érase una vez en Anatolia (Bir Zamanlar Anadolu’da, 2011), por ejemplo, los vastos paisajes abiertos del noreste, con sus colinas áridas y su sensación de desamparo, se convierten en un reflejo del aislamiento existencial y de las tensiones soterradas en la narrativa policial del filme. Estas extensiones desérticas, alternadas con interiores iluminados por velas, configuran un espacio cargado de ambigüedad y melancolía. En Sueño de invierno (Kis uykusu, 2014), Ceylan utiliza las formaciones rocosas y las casas cueva de Capadocia como una metáfora del encierro emocional y social que caracteriza a los protagonistas, acentuando las diferencias de clase y el resentimiento que perfora sus relaciones. En El peral salvaje (Ahlat Ağacı, 2018), la monotonía de la provincia de Kastamonu sirve como un espejo de la rutina emocional y de los ciclos repetitivos de una historia mil veces contada: el regreso al pueblo natal y la confrontación con las raíces.

Sobre la hierba seca (Kuru Otlar Üstüne, 2023) representa un regreso a Anatolia, pero esta vez al este de la región, un espacio definido por su condición periférica y su desconexión no solo geográfica, sino también social y emocional respecto al resto del país. En esta película, el paisaje se carga de significados psíquicos que resuenan en el mundo interno del protagonista, Samet (Deniz Celiloğlu). Uno de los personajes describe esta región como un lugar de extremos, con inviernos en los que la nieve se funde con el cielo sobre colinas desoladas, y veranos abrasadores que convierten el aire en algo irrespirable y que, por cierto, sirve como licencia literaria para el título de la película. Esta bipolaridad climática simboliza los propios conflictos internos de Samet, balanceados entre la tensión por su aparente conformismo y una profunda insatisfacción. Además, la presencia constante de militares, aunque incidental, insinúa una atmósfera de vigilancia y control que sirve como un reflejo del clima político contemporáneo de Turquía, que resuena en la subjetividad de los personajes.
El paisaje no solo estructura el espacio físico, sino que actúa como un agente psicoanalítico que expone las frustraciones, deseos y ansiedades reprimidas de Samet. Como maestro obligado a cumplir su servicio social en este pueblo remoto, Samet experimenta el entorno como una prisión emocional. Este sentimiento de encierro se proyecta en su relación dispareja con Kenan (Musab Ekici), su compañero de renta, y Nuray (Merve Dizdar), una profesora marcada físicamente por un ataque terrorista que dejó una señal visible en su forma de caminar. A pesar de su atractivo, Nuray encarna una vulnerabilidad que Samet percibe con ambivalencia, oscilando entre el deseo y el descrédito. Estas dinámicas no solo revelan las capas de resentimiento y envidia en la psique del protagonista, sino que también se entrelazan con los conflictos éticos que emergen en sus interacciones con Sevim (Ece Bağci), una estudiante de octavo grado cuya ambigua relación con Samet desencadena un episodio central en la narrativa.
El incidente con Sevim, que incluye el hallazgo de un espejo y una carta de amor confiscados durante una inspección escolar, cristaliza las tensiones entre el deseo, la culpa y el poder. Samet, en su arrogancia y narcisismo, interpreta la carta como un signo de admiración hacia él, pero su incapacidad para manejar este vínculo de manera ética lo lleva a un acto de manipulación que termina alimentando el resentimiento de Sevim. Este episodio, junto con su compleja relación con Nuray y Kenan, resalta los conflictos morales de Samet en un momento en que no es capaz de reconocer su propia identidad. En esta capa de sentido también interviene el poder hipnótico de los paisajes nevados, con su vastedad e indiferencia, que actúan como un espejo psicoanalítico en el que el protagonista se ve obligado a confrontar sus propios demonios internos.
Muchos críticos han señalado la dimensión autobiográfica que permea el filme, una característica recurrente en el cine de Nuri Bilge Ceylan. Como director que vivió parte de su vida en un pueblo antes de consolidarse en Estambul, Ceylan proyecta en Sobre la hierba seca elementos de su experiencia personal, integrando también los aportes de sus colaboradores habituales. El guion fue coescrito junto a su esposa, Ebru Ceylan, quien ha contribuido significativamente en varias de sus películas, y Akin Aksu, quien adaptó sus diarios de enseñanza obligatoria en Anatolia para dar forma al personaje de Samet. Este vínculo entre la vida de los creadores y la ficción no solo añade un nivel de autenticidad a la narrativa, sino que también refuerza el carácter psicoanalítico del filme, en el que las tensiones internas de los personajes se reflejan en su entorno y en sus elecciones artísticas.

En este sentido, la relación de Samet con la fotografía no es un elemento trivial, sino un espejo de su estructura psíquica. Freud señalaba que los sublimados actos creativos a menudo son expresiones de deseos inconscientes reprimidos. Para Samet, la fotografía no es solo un pasatiempo o una herramienta creativa, sino además un medio de afirmación de su superioridad intelectual y estética sobre los habitantes del pueblo. Su cámara actúa como un filtro que le permite distanciarse del entorno rural y de las personas que lo rodean, reforzando su fantasía narcisista de ser un observador externo, alguien destinado a un propósito más elevado que la vida que lleva como maestro. En este gesto, Samet revela una contradicción interna, o sea, mientras busca consuelo en su arte, lo utiliza también como un mecanismo para alimentar su ego y reforzar su sentimiento de alienación y así exacerbar su aislamiento emocional.
Esta visión contrasta profundamente con la relación del propio Ceylan con la fotografía. Durante su juventud, este director soñaba con colaborar en National Geographic, una ambición que revela un deseo más pragmático y utilitario que el de Samet. Con el tiempo, sin embargo, la fotografía para Ceylan se transformó en una extensión de su cine, una herramienta para explorar las complejidades de la condición humana y el paisaje. Mientras que Samet utiliza la fotografía como una barrera para protegerse de su entorno, Ceylan la entiende como un puente que conecta su mirada con las profundidades emocionales de sus personajes y escenarios.

Los retratos de los habitantes que Samet fotografía durante el metraje, que aparecen como momentos congelados en la pantalla, introducen una interesante dimensión que trasciende la narrativa de la ficción para adentrarse en un metatexto que conecta al personaje con el propio Ceylan como creador. Esta fuga de la dimensión ficcional del largometraje se amplifica en uno de los momentos más extraños e inesperados del filme. En una escena en la que Samet abandona una conversación con Nuray para supuestamente ir al baño, lo vemos salir del set de filmación. Este gesto inesperado rompe la cuarta pared y revela todo el aparataje técnico de la producción cinematográfica: cables, luces, cámaras y el equipo de filmación. Esta disrupción del «principio de realidad» del filme se transforma en un recordatorio de que tanto Samet como Ceylan son parte de un juego de proyecciones e identidades que nunca se resuelven del todo. El personaje, al salir del espacio ficticio, parece escapar de su narrativa, pero lo que encuentra fuera del set es otro tipo de artificio, una realidad igualmente construida que subraya la ilusión del control creativo.
Ceylan, como uno de los exponentes contemporáneos más significativos del llamado slow cinema, recompensa a los espectadores que saben apreciar los tiempos muertos en una película. Su habilidad para transformar detalles cotidianos en dramas existenciales y paisajes nevados en engranajes psicoanalíticos lo coloca como un heredero de grandes clásicos de la literatura como Dostoievski o Thomas Mann, aunque para lograr este parentesco no abandona las complejidades del presente.